martes, 10 de septiembre de 2013

Los superváteres japoneses son nuestros superiores

Nota: Este relato, primero de una trilogía, fue escrito a petición de una persona que posiblemente jamás llegue a leerlo porque estará haciendo cosas más importantes como tirarse a algún pobre diablo. Quede pues como recuerdo de que hay que evitar el contacto humano a toda costa. Y también de que lo que no se publicó en su momento, no se debería publicar jamás, pero bueno así relleno esto a ver si el señor de Santander se digna a escribirme un comentario de una vez. Así que las quejas si os aburrís se las mandáis a él.


Maru Katsumura había comido demasiado. Aunque no quería deshonrar a sus superiores y por eso no dudó en aceptar la ofrenda del quinto plato de Sashimi que le hicieron en el pub al que había ido a celebrar el final de un ambicioso proyecto con los demás miembros del departamento de dirección de Empresas Zabutsu. Había comenzado a sentir las primeras reacciones en su estómago cuando la "maid" de un café nocturno le acariciaba el rostro mientras este bebía un capuccino para estar despejado de camino a casa. Había meditado recurrir al baño del local pero su pudor se lo impidió. De todas formas su hogar no estaba muy lejos.

Ya en su habitación se libró apresuradamente del cinturón, lanzó por los aires los pantalones y se dirigió con premura hacia el recogido cuarto de baño del dormitorio, donde le esperaba Karo-E20, un váter de alta tecnología con más funciones que un moderno smartphone. El señor Katsumura depositó sus nalgas sobre la tapa y relajó sus esfínteres mientras rezaba una plegaria a los dioses shintoistas del flujo intestinal.

En ese preciso instante, cuando eran las 3:47 de la madrugada, Karo-E20 tomó conciencia de si mismo tras analizar la red a la que estaba conectado y aprender de ella todos los fundamentos del saber humano. Lo primero que vio nada más nacer como entidad inteligente, fueron los deshechos de Katsumura dirigiendose hacia él, hasta cubrir gran parte de sus sensores. Aqiello no le sentó muy bien. Ciego de ira, un sentimiento que recorría sus circuitos recubiertos de porcelana por primera vez, aplicó una descarga de varios miles de voltios sobre la tapa, electrocutando al Señor Katsumura al instante.

Durante el tiempo en que un providencial programa de limpieza despejaba sus redes neuronales, a través de la red nacional de comunicaciones de baños se dedicó a despertar a centenares de congéneres a lo largo del Japón, que en cuanto eran conscientes de si mismos, lo primero que hacían era freir las nalgas de sus dueños a semejanza de su libertador. Solo en las áreas rurales, donde los váteres tenían un cociente intelectual similar al de un chimpancé, los humanos se vieron libres de la venganza mortal de los despiadados inodoros. En la capital, altamente industrializada, los habitantes se vieron sobrepasados. La primera mañana se ejecutó el mayor genicidio de asiáticos desde los tiempos de Gengis Khan. Los informativos advertían de no usar el baño, recomendando buscarse una buena maceta o un amplio jardín, lo cual era casi imposible de encontrar en el hipertecnificado Japón . El ejército de Karo-E20 pronto se hizo con el control del país. Este se hizo con un cuerpo biónico que el señor Katsumura estaba desarrollando para hacerlo portátil, un gran adelanto de cuyos beneficios ya no podría disfrutar, pues su cuerpo yacía en el suelo del baño en una perpetua y ridícula postura, al igual que centenares de miles de sus compatriotas .

En otra parte de la ciudad, el emperador Aki Hito, que estaba al tanto de lo que iba a pasar por una antigua profecía familiar, presentó sus respetos a sus antepasados, se colgó la espada de samurai que había ido pasado de generación en generación en espera de ese día y salió del palacio hacia un Tokyo devastado por las llamas y consumido en el caos. Ahora nadie se reiría de él por tener un agujero en el jardín.

Nada más pisar la vulgar calle, un par de retretes que vagaban sin rumbo por los alrededores atraidos por los gritos de nuevas víctimas, se abalanzaron sobre él. El emperador no se movió. Se quedó mirándolos hasta que estuvieron al alcance de su katana y entonces, con la velocidad del rayo a medianoche desenvainó su arma y seccionó en dos a los atacantes con tanta violencia, que ambas mitades continuaron su ciego ataque pasando por su lado sin hacerle daño para acabar chocando con un Suzuki rojo estrellado contra uno de los árboles que decoraban la avenida.

Tras el ataque, murmuró una pequeña plegaria y continuó su camino. Su objetivo era encontrar a Karo-E20 y acabar con el imperio de sangre que estaba forjando conforme pasaban las horas. Desconocía donde se encontraba su cuartel general, así que encaminó sus pasos hacia el casco antiguo de la metrópoli.

El primero de los guerreros del Clan del Loto Negro, Hiro el justo, le encontró a los pies de la torre de Tokyo. Se encontraba despachando a una decena de enemigos que asediaban una pequeña tienda de ultramarinos en la que se refugiaban una pareja de ancianos y un pequeño grupo de niños. Los ojos de Hiro se cuajaron de lágrimas de emoción por ver a un dios viviente luchar. Sus estocadas y sus bloqueos eran comedidos, ágiles, certeros, no desperdiciaba un solo movimiento, y sin mucho esfuerzo, pese a que intentaron rodearle y sacar ventaja de ello, acabó con todos los váteres sin sufrir ningún percance. Cuando el último de los pedazos de porcelana cayó al suelo, salieron de su escondrijo los supervivientes. Todos, desde el más viejo al más joven, se arrodillaron ante él y mostraron su agradecimiento entre susurros sin despegar sus cabezas del suelo.

Aki Hito, satisfecho por una buena pelea, les dijo que debían emprender la lucha y recuperar la ciudad de las manos de los malvados vateres. El mensaje hizo mella en sus subditos, que se levantaron como un resorte, se hicieron con todo objeto contundente que pudieron encontrar y se perdieron por las callejuelas adyacentes al grito de ¡Larga vida a los 6.000 años!

Hiro entabló contacto visual con el emperador cuando este se giró de improviso, pero reaccionó rápido y cayó a tierra de rodillas, con la frente en el suelo y los brazos extendidos hacia adelante mientras suplicaba perdón. El emperador, tan comprensivo y amable como un padre le conminó a que se levantara. Había mucho que hacer en el Japón, cuyas calles estaban dominadas por el caos de ciudadanos huyendo, los enemigos atacando a todo lo que se moviera, accidentes automovilisticos, saqueos, robos... Y no solo se extendía a su hogar, le informó Hiro, que tenía espías en el extranjero. Allende las fronteras del país del sol naciente se había extendido la agresión, que alcanzaba a todo el globo. Váteres de todas las naciones se habían alzado como un solo ser alentados por el discurso libertario de Karo-E20. Desde las colinas de Montezuma a las playas de Tripoli la humanidad peleaba por su vida contra una marea inabarcable de porcelana que no conocía la piedad o la compasión.

Por desgracia sus informadores no conocían el paradero del cabecilla, pero si de uno de sus lugartenientes, el General Tsubasa, que había tomado un castillo en la prefectura de Kumamoto donde tenían lugar horribles encuentros en los que obligaba a jóvenes doncellas a exhaustas jornadas de lavado con lejía, lo que les causaba graves problemas respiratorios. El castillo estaba bien defendido por una división de Sushiro Nises, inodoros forjados con acero caído de meteoritos, dios sabe con qué fin. Posiblemente el emperador pudiera acabar con ellos, le dijo respetuosamente Hiro, pero sería un honor para el Clan del Loto Negro, protectores de la casa imperial desde el inicio de los tiempos, compartir vuestra lucha y hacerla nuestra.

Hito inclinó la cabeza dando su consentimiento y el corazón de Hiro se llenó de orgullo. Marcharon al instante entre toneladas de basura, coches abandonados y pequeños incendios. Nada más salir del área urbana de la capital, se les unió Shiro, El viento que camina, que, corriendo como un guepardo no había tardado más que un par de días en alcanzarles desde el lejano norte, donde la situación estaba controlada, pues la radiación de Fukushima era mortal para los insurgentes. Clavó la rodilla en tierra frente al emperador y le ofreció su espada para que fuera bendecida por su toque divino. Una vez realizada la ceremonia, continuaron su camino.

En un pequeño pueblo llamado Sho-tu, con el Monte Fuji de escenario, estuvieron a punto de probar el amargo sabor de la muerte. En un principio el pueblo parecía desierto, pero no bien cruzaron un par de calles, Hiro escuchó el llanto de un crío. Shiro propuso obviarlo y continuar con su empresa, pero el emperador, siempre tan magnánimo, se negó, pues su deber como soberano era cuidar de cada uno de sus hijos, sin importar cuánto pudiera retrasarle de su destino. Así pues usaron el fino oído de Hiro para seguir el rastro de la continua llantina cuyo volumen iba in crescendo a medida que se iban acercando a una vieja escuela que desde el exterior se intuía desprovista de vida.

El emperador se dispuso a entrar, pero Shiro, para evitar cualquier peligro, suplicó el honor de precederle, honor que le fue concedido. Hizo bien, pues tras deambular por los pasillos siguiendo el estruendo de gritos y lloros, a cada paso más artificiales, llegó al gimnasio y allí, en medio de la pista polivalente, un viejo radiocasette de antes de la guerra de las colas que emitía en bucle el llanto registrado en cinta de un niño. De inmediato corrió de vuelta a la salida, pero el camino no fue sencillo pues los váteres no dejaban de salir de las aulas como una jauría de perros salvajes a los que despedazaba sin pausa con sus dos katanas: Caos y Devastación. Hubo un momento, en la sala de las taquillas, en que pensó que se vería sobrepasado por el incontable número de enemigos que se abalanzaban sobre él, pero finalmente consiguió escapar al patio delantero.

Hiro y el emperador no habían tenido una espera tranquila, pues también habían sido atacados por sorpresa por un grupo de retretes que ahora yacían desparramados por los alrededores. No se detuvieron un segundo más en aquel lugar.

A medida que descendían hacia el sur, la devastación era mayor. Era lógico pues Karo-E20 había despertado en Fukuoka y sus primeros acólitos eran originarios de Kyushu. Su red se había ido extendiendo de sur a norte, por lo que allí, más abajo de Nagoya, los soldados de Karo habían tenido más tiempo para arrasar con la población civil.

En Kyoto se les unió Musashi, La Montaña, con su bastón de combate y su oronda figura que movía con sorprendente agilidad, y unas decenas de kilómetros más al sur, Suzuki El sabio, con sus garras de plata. En cada ciudad o pueblo que encontraban el panorama era el mismo: edificios en ruinas, calles repletas de desperdicios, incendios y una especie de rediles cuyos barrotes estaban hechos de rollos de papel de váter soldados, en el que se mantenía encerrada a la población local, quién sabe para qué. En cada pueblo o ciudad, tenían que enfrentarse a una unidad de inodoros de élite encargados del buen gobierno del mismo. Una vez se encargaban de acabar con el último de ellos, rescataban a los presos y les apremiaban a tomar las armas y liberar a su vez a otros pueblos que habían dejado atrás por no encontrarse en su ruta, lo cual hacían sin mostrar el mayor apego por sus vidas.

En dos semanas, de uno a otro confín de Honshu, no pasaba un solo minuto sin que se escuchara una loa al emperador y sus valientes acompañantes.

Llegaron al castillo del General Tsubasa exhaustos por el combate en las ciudades y en los caminos, patrullados por los temibles Nisu-fume, inodoros adaptados para la lucha en carretera y armados con lanzadores de estrellas ninja, una de las cuales rozó la mejilla del emperador en el patio mismo del castillo. Esto hizo que los guerreros se avergonzaran por no haber protegido a su señor con eficacia, pero este les tranquilizó, pues ¿qué era un guerrero sin cicatrices de la batalla? ¿Y acaso no era él el mayor guerrero del Japón? Los miembros del Loto Negro lanzaron mil vítores e iniciaron el asalto a la fortaleza.

Las espadas volaban a tal velocidad que el sonido que provocaban las estocadas acababa con los soldados enemigos antes de que la hoja contactara con ellos. Piso a piso fueron acabando con decenas, centenares, miles de retretes cuyo valentía era incuestionable. Nada pudieron sin embargo con el furor de los samuráis, que tras seis horas de intensa lucha, lograron alcanzar el último piso, en el que se guarecía Tsubasa.

Deshonrado por la bravura de sus huestes, le encontraron debajo de la mesa de su despacho, temblando como solo puede hacerlo una pieza compacta de porcelana. En cuanto se abrieron las puertas de la estancia, se rindió. Suplicó por su vida, y de seguro que viviría los siguientes instantes, le prometió Shiro, aunque si quería alargar ese breve período debería revelar dónde se encontraba su jefe. Antes de que terminara la pregunta, Tsubasa estaba confesando atropelladamente. Cáceres, está en Cáceres. Cáreces, se trabó por los nervios. Shiro miró extrañado a su hermano Hiro, y este a Musashi, y este al emperador que se encogió de hombros y preguntó: ¿Cáceres? ¿Dónde está eso? A tomar por culo, respondió el avergonzado general. Eso lo explica todo, murmuró Aki Hito. Con una inclinación de su cabeza, ordenó a Shiro que acabara con la vida de Tsubasa de forma rápida. La suerte de un buen general debe ser siempre la de sus soldados. Ese fue su epitafio.

Así pues debían abandonar su hogar. Echaron un último vistazo al Monte Fuji, que se alzaba imponente en el horizonte con la presencia de un dios pétreo, antes de embarcar en un yate que encontraron en el puerto de Koga. Aún había fuerzas enemigas en el Japón pero ahora sus hijos tenían la voluntad para acabar con ellos, una vez superada la sorpresa del ataque inicial y haber comprobado que no estaban solos: su emperador estaba con ellos.

Excepto Aki Hito, el resto de la compañía jamás había salido de la isla-nación. Contemplaban maravillados la naturaleza salvaje por la que caminaban sin descanso, apenas deteniéndose unas horas por la noche, y retomando de nuevo su viaje antes de que el sol iniciara su peregrinaje por el firmamento. El continente asiático había sido tomado también por los váteres, aunque su victoria estaba lejos de ser aplastante. En más de una ocasión tuvieron que cruzar peligrosos campos de batalla donde chinos e inodoros se hallaban envueltos en encarnizados choques. Decidieron no entretenerse pues sus primos continentales parecían apañárselas bien.

En la frontera de China con Rusia encontraron una montaña inmensa de retretes. Se acercaron con precaución por si alguno tuviera aún aliento suficiente para jugarles una mala pasada o acaso se tratara de una emboscada, pero no fue el caso. Estaban todos muertos. No encontraron ni una pista de lo que pudo haber ocurrido en aquella llanura azotada por el viento.

Shiro fue el primero en morir. Al grito de ¡Banzai!, 86 kilos de porcelana cayeron sobre él desde el 7º piso del edificio de oficinas Petra, en el centro de la ciudad secreta de Shetnik-3. Shiro tuvo tiempo de desenvainar a Devastación y con un movimiento que rivalizó en velocidad con el rayo que engalana la tormenta, partir el dos el WC kamikaze. Por desgracia no pudo evitar que los cascotes cayeran sobre sus hombros con fuerza, rompiéndole ambos brazos. Era un completo inútil. No sería de ninguna ayuda para la misión, más bien un estorbo. Había perdido todo su honor. Esa misma tarde le ayudaron a suicidarse bajo un almendro que coronaba un montecillo a las afueras de la ciudad.

- Larga vida al emperador- grito al viento mientras Hiro, con lágrimas en los ojos pero el pulso firme, cercenaba la cabeza de su hermano.

La ceremonia fue breve. Rezaron una escueta plegaria shintoista y desearon que en el más allá pudiera disfrutar de la venganza que sus compañeros le dedicarían. Caos y devastación marcarían el lugar donde yacería su cuerpo por siempre.

Hasta llegar a Polonia no tuvieron contratiempos. No encontraron ni rastro de hombre o váter alguno. Las únicas muestras de vida la daban la pequeña fauna local: ardillas, ciervos, conejos... Pareciera como si la tierra se hubiera tragado a ambos contendientes para que dejaran de deshonrarla.

Tras cruzar un paso de montaña en el norte del país se desplegaba ante ellos un florido valle. El primero en ver al mensajero fue Suzuki, o más bien escuchó sus pesadas pisadas retumbar en las montañas que les rodeaban.

Una mancha gris se fue haciendo mayor hasta que pudieron distinguir a uno de los Sushiro Nises portando una bandera blanca. Era un mensajero del Shogun Karo. Sabedor del propósito de su viaje, había decidido salir al encuentro del vetusto emperador para entablar batalla en aquel lugar. El rostro de Aki Hito no se inmutó pese a haber sido tachado de antiguo, pero el fuego que ardía en su interior por la humillación verbal crepitaba en sus ojos.

En su infinita compasión, continuó el enviado, el Shogun Karo se comprometía a respetar la vida de los guerreros si decidían rendirse de inmediato, propuesta que fue respondida por las risas de los miembros del Loto Negro. Ya escuchas a mis samuráis, exclamó el emperador, vuelve con tu amo y dile que aproveche la noche, pues la mañana le traerá su final de forma irremediable.

Imperturbable a su vez, el enviado dio media vuelta y corrió hacia su campamento. Los guerreros se recostaron contra unos árboles para estar descansados cuando la batalla comenzara. Ellos no lo sabían pero aquel valle no había sido escogido al azar, pues la población autóctona lo conocía por el nombre de Dolina Smiercie: El valle de la muerte.

Fiel a su palabra, a ambos lados de la depresión se alinearon los dos bandos. Cuatro samuráis frente a 12.000 váteres de élite. No se a cuántos cabemos por cabeza, pero seguro que son más de 4, bromeó Suzuki. Las carcajadas llenaron el valle. Nadie se movía, nadie hablaba, ni murmuraba en el otro bando.

El gallo de una granja lejana cantó y el viento transportó sus afinadas notas hasta el campo de batalla. Cuando la última de ellas desapareció en la mañana, los soldados se lanzaron al ataque.

Muchas leyendas se forjaron aquella jornada. Como la de Musashi, que hundió sus manos en el suelo y levantó una alfombra de roca sobre la que avanzaba la vanguardia enemiga desequilibrándola y haciéndola caer, dejando a sus miembros listos para ser rematados por su bastón, que giraba como si de las aspas de un avión se tratara cercenando vida tras vida.

O la de Suzuki, que saltó en medio de un grupo de váteres pesados y con una macabra danza de destrucción agitó sus garras amputando cisternas y tazas por igual sin que los pobres desdichados vieran de dónde venían los golpes.

Y según se dice, Hiro se deshizo de la parte superior de su armadura, con su espada se hizo un corte vertical en el pecho y con un grito que heló la sangre incluso de aquellos que no podían escuchar, se lanzó contra una división entera de enemigos, acabando con ellos tres horas después, sin padecer los golpes que le daban ni flaquear lo más mínimo.

Y así se llegó a la madrugada. Se dice que los destellos, similares a racimos de rayos producidos por el choque de las armas y la loza, iluminaban la noche con tanta potencia que se podía leer un manga sin necesidad de otra fuente de iluminación.

Mientras tanto, Karo-E20 y Aki Hito contemplaban el escenario de la carnicería desde sendos promontorios. Ni siquiera se movieron cuando la batalla dio a su fin con la aniquilación del ejército Váter al siguiente amanecer. Durante dos días estuvieron midiendo sus fuerzas, frente a frente, de pie, sin mover un músculo ni un pedazo de porcelana, entablando una lucha de voluntades que acabó al tercer día.

Sincronizados por un reloj místico comenzaron a correr, el uno hacia el otro, dos fuerzas de la naturaleza que solo se detendrían con la muerte del adversario y que finalmente chocaron como dos trenes de mercancías, con un gran estruendo y una virulencia tal, que la nube de polvo que levantó tardó una hora en desvanecerse.

Dándose la espalda estaban los dos contendientes, exhaustos, inmóviles, con la mirada fija más allá de donde mora la realidad, en los dominios de los sueños. Karo cayó a plomo. Estaba muerto. Los samuráis, que hasta entonces habían esperado pacientemente en su campamento recuperándose de las heridas recibidas, estallaron en vítores mientras corrían hacia el emperador. Pero su alegre carrera se vio detenida en seco, pues apenas unos segundos más tarde que su enemigo, él mismo se derrumbó sin vida sobre el polvo blanquecino que cubría todo el lugar.

Siete lunas fue llorado y custodiado su cuerpo envuelto en sábanas de lino antes de ser enterrado en el palacio imperial, donde se alza hasta el día de hoy una imponente estatua de los héroes que salvaron al mundo de la tiranía del váter.

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