Me encontraba vagando por las calles a una hora en que ni siquiera los serenos están despiertos. Mi mujer, corrijo, mi futura ex, era la causante de ello. Apenas unas horas antes, me había enterado por medio de un compañero que mi mujer se acostaba con mi jefe y además amigo. No queriendo creerle pero con la mosca tras la oreja puesto que, para ser sinceros, algo me olia, decidí tomarme la tarde libre y volver pronto a casa. No hace falta decir que les pillé en una situación comprometida que no se podía explicar como una simple visita en busca de algún informe traspapelado. Todo fue muy tópico. No sabía si aquello era real o un episodio de alguna estúpida teleserie.
No abrí la boca, no me puse hecho un basilisco como pensaba que haría, no les insulté, ni les amenacé, ni les arrojé el pesado cenicero de plata que decora la cómoda a la entrada de la habitación, ni siquiera lloré aquella traición. Me di la vuelta, cerré la puerta y me fui.
Absorto en un pensamiento vacío, puesto que si el cerebro es capaz de apagarse el mío lo había hecho sobrecargado por las eléctricas imágenes de los dos cuerpos entrelazados, estuve deambulando por la ciudad. Pronto las callejuelas por las que serpenteaba dejaron de ser ligeramente familiares, para serme totalmente desconocidas. Se podría decir que me había perdido, de no ser porque para perderse es necesaria la voluntad de querer ir a alguna parte.
Sin rumbo fijo, sin saber qué hacer, estuve así varias horas, hasta que una pequeña piedra a la que había propinado un puntapié con la esperanza de que me sirviera como catalizador de la rabia que se suponía debía atormentarme, golpeó la acolchada puerta de entrada de un pequeño edificio de dos plantas, junto a la cual pude distinguir entre la negrura de la noche, una placa dorada que rezaba: Casa Juani. Desde 1903 consolando a los necesitados.
El edificio, de reciente construcción por mucho que pusiera en la placa, estaba en aparente calma. Por sus ventanas no escapaba un solo destello de luz. Algo, no se qué, quizás el deseo de volver a tomar las riendas de la situación, me empujó a llamar a la puerta. Golpeé fuertemente la aldaba, y no tuve que esperar mucho hasta que una señora mayor, de unos 50 años, bastante atractiva por cierto,me abriera.
- Usted debe ser la madame- pregunté sorprendido por el porte distinguido de la dama.
- Y usted debe ser la primera vez que viene- respondió ella-. Puede llamarme Juani. Si gusta pasar... Al fondo a la derecha encontrará el bar, en unos minutos podrá elegir la chica que sea de su agrado.
Sin pensarlo mucho me dejé llevar. Me senté en un taburete en la desierta barra y le pedí un gin-tonic al aburrido barman que se distraía escuchando por la radio uno de esos programas donde la gente desahoga sus problemas. Todavía aturdido me bebí la copa de un trago. Y con el vaso vacío aún en la mano, afloró a mi memoria los momentos felices que había pasado con ella. Una ligera tos a mi espalda impidió escarbar más en la herida. Me di la vuelta y a punto estuve de golpear con mi brazo a la madame.
- Bien chicas, podéis pasar- gritó al vacío.
De una puerta lateral empezaron a desfilar frente a mí mujeres de todo tipo de alturas, razas, edades... Me sentía como un niño al que sueltan en una tienda de juguetes y le dicen que escoja el que más le guste. Y como tal, me llevó bastante tiempo decidirme, teniendo que dejarlo a la elección de la madre fortuna, en forma de moneda de 50 céntimos.
Al final, fue una francesa de ojos celestes, melena oscura, pechos recios y acento sinuoso la que me llevó a su habitación. Mientras ella se ponía más cómoda (aún más) eché un rápido vistazo a la austera sala; apenas una cama, una pequeña mesa y un par de sillas rústicas.
Pese a la situación, no podía dejar de darle vueltas a lo que había visto en mi habitación. Y cuando Francine, que así se llamaba la chica, se tumbó en la cama dispuesta a entregarse a mi pasión, me vi incapaz de hacer nada.
- Cherie, ¿tú me engañarías con otro? - pregunté distraido, con la mente puesta en un polvo ajeno que, mucho me temía, aún estarían disfrutando.
- Sólo cuando no te quedara dinero, honey. Hasta entonces te sería totalmente fiel.
Una respuesta lógica teniendo en cuenta de quién venía. Tuve que rendirme a la evidencia.
- Creo que no se puede esperar más lealtad de nadie que la que se compra con dinero- observé sin mucho convencimiento. Hasta entonces había sido un idealista, de los que creen en el amor para toda la vida basado en la fidelidad. Obviamente estaba equivocado.
Francine vio la oportunidad de no tener que entregar su virtud para recibir su estipendio y como si de una experta psicóloga se tratase, se ofreció a escuchar mi penosa historia, cosa que hice durante 10 interminables minutos.
- Y lo peor de todo - concluí- es que ha sido con mi mejor amigo.
Ella se quedó meditando unos instantes su respuesta.
- Si bien es cierto que el amor inflama la pasión mas fría, no menos cierto es que crea amistades que durarán por siempre. Y este lecho sobre el que estamos sentados es testigo de lo duradero que es el amor, no te quiero decir la amistad...
- Perdona, no te entiendo.
- Quizás me expliqué mal, aunque hace tres años que vivo en España, todavía no domino el idioma.
- Espero que la lengua sí - inquirí algo más animado.
- Bien, veo que vas recuperando el humor, lo que venia a decir, es que la amistad se forja en el interés. En un interés económico, emocional.... es lo que mueve el mundo, la búsqueda del provecho propio.
- Es una visión muy triste del ser humano- comenté para mí. Sin embargo, al reflexionar unos instantes, me dí cuenta de que posiblemente tuviera razón. Así que me levanté, comencé a desnudarme y lancé una mirada de lujuria a Francine que le dejó bien claro que el tiempo de hablar había terminado.
- Y ahora, prepárate - dije poniendo mi voz más melosa- porque vamos a afianzar nuestra amistad.
No abrí la boca, no me puse hecho un basilisco como pensaba que haría, no les insulté, ni les amenacé, ni les arrojé el pesado cenicero de plata que decora la cómoda a la entrada de la habitación, ni siquiera lloré aquella traición. Me di la vuelta, cerré la puerta y me fui.
Absorto en un pensamiento vacío, puesto que si el cerebro es capaz de apagarse el mío lo había hecho sobrecargado por las eléctricas imágenes de los dos cuerpos entrelazados, estuve deambulando por la ciudad. Pronto las callejuelas por las que serpenteaba dejaron de ser ligeramente familiares, para serme totalmente desconocidas. Se podría decir que me había perdido, de no ser porque para perderse es necesaria la voluntad de querer ir a alguna parte.
Sin rumbo fijo, sin saber qué hacer, estuve así varias horas, hasta que una pequeña piedra a la que había propinado un puntapié con la esperanza de que me sirviera como catalizador de la rabia que se suponía debía atormentarme, golpeó la acolchada puerta de entrada de un pequeño edificio de dos plantas, junto a la cual pude distinguir entre la negrura de la noche, una placa dorada que rezaba: Casa Juani. Desde 1903 consolando a los necesitados.
El edificio, de reciente construcción por mucho que pusiera en la placa, estaba en aparente calma. Por sus ventanas no escapaba un solo destello de luz. Algo, no se qué, quizás el deseo de volver a tomar las riendas de la situación, me empujó a llamar a la puerta. Golpeé fuertemente la aldaba, y no tuve que esperar mucho hasta que una señora mayor, de unos 50 años, bastante atractiva por cierto,me abriera.
- Usted debe ser la madame- pregunté sorprendido por el porte distinguido de la dama.
- Y usted debe ser la primera vez que viene- respondió ella-. Puede llamarme Juani. Si gusta pasar... Al fondo a la derecha encontrará el bar, en unos minutos podrá elegir la chica que sea de su agrado.
Sin pensarlo mucho me dejé llevar. Me senté en un taburete en la desierta barra y le pedí un gin-tonic al aburrido barman que se distraía escuchando por la radio uno de esos programas donde la gente desahoga sus problemas. Todavía aturdido me bebí la copa de un trago. Y con el vaso vacío aún en la mano, afloró a mi memoria los momentos felices que había pasado con ella. Una ligera tos a mi espalda impidió escarbar más en la herida. Me di la vuelta y a punto estuve de golpear con mi brazo a la madame.
- Bien chicas, podéis pasar- gritó al vacío.
De una puerta lateral empezaron a desfilar frente a mí mujeres de todo tipo de alturas, razas, edades... Me sentía como un niño al que sueltan en una tienda de juguetes y le dicen que escoja el que más le guste. Y como tal, me llevó bastante tiempo decidirme, teniendo que dejarlo a la elección de la madre fortuna, en forma de moneda de 50 céntimos.
Al final, fue una francesa de ojos celestes, melena oscura, pechos recios y acento sinuoso la que me llevó a su habitación. Mientras ella se ponía más cómoda (aún más) eché un rápido vistazo a la austera sala; apenas una cama, una pequeña mesa y un par de sillas rústicas.
Pese a la situación, no podía dejar de darle vueltas a lo que había visto en mi habitación. Y cuando Francine, que así se llamaba la chica, se tumbó en la cama dispuesta a entregarse a mi pasión, me vi incapaz de hacer nada.
- Cherie, ¿tú me engañarías con otro? - pregunté distraido, con la mente puesta en un polvo ajeno que, mucho me temía, aún estarían disfrutando.
- Sólo cuando no te quedara dinero, honey. Hasta entonces te sería totalmente fiel.
Una respuesta lógica teniendo en cuenta de quién venía. Tuve que rendirme a la evidencia.
- Creo que no se puede esperar más lealtad de nadie que la que se compra con dinero- observé sin mucho convencimiento. Hasta entonces había sido un idealista, de los que creen en el amor para toda la vida basado en la fidelidad. Obviamente estaba equivocado.
Francine vio la oportunidad de no tener que entregar su virtud para recibir su estipendio y como si de una experta psicóloga se tratase, se ofreció a escuchar mi penosa historia, cosa que hice durante 10 interminables minutos.
- Y lo peor de todo - concluí- es que ha sido con mi mejor amigo.
Ella se quedó meditando unos instantes su respuesta.
- Si bien es cierto que el amor inflama la pasión mas fría, no menos cierto es que crea amistades que durarán por siempre. Y este lecho sobre el que estamos sentados es testigo de lo duradero que es el amor, no te quiero decir la amistad...
- Perdona, no te entiendo.
- Quizás me expliqué mal, aunque hace tres años que vivo en España, todavía no domino el idioma.
- Espero que la lengua sí - inquirí algo más animado.
- Bien, veo que vas recuperando el humor, lo que venia a decir, es que la amistad se forja en el interés. En un interés económico, emocional.... es lo que mueve el mundo, la búsqueda del provecho propio.
- Es una visión muy triste del ser humano- comenté para mí. Sin embargo, al reflexionar unos instantes, me dí cuenta de que posiblemente tuviera razón. Así que me levanté, comencé a desnudarme y lancé una mirada de lujuria a Francine que le dejó bien claro que el tiempo de hablar había terminado.
- Y ahora, prepárate - dije poniendo mi voz más melosa- porque vamos a afianzar nuestra amistad.