viernes, 5 de octubre de 2012

La adolescente que bailaba sin rubor la música de las tiendas del centro comercial

El padre de Adela era muy estricto. Su mayor deseo había sido tener un niño, así que cuando el ginecólogo señaló un pixel oscuro en lugar de dos pixeles bien luminosos, en el monitor donde se reproducía la ecografìa de su primer vástago, se llevó una gran desilusión. Esta se troncó en frustracion que a su vez le llevó a germinar una ira irracional que eclosionó sobre la pobre Adela, que pagó sin comerlo ni beberlo el no haber nacido con un pene.

Siempre fue muy estricto con ella. "Las niñas solo dan quebraderos de cabeza" bien podría haber sido el lema de su casa, un lema triste como su persona. Por ello su objetivo fue que su hija permaneciera eternamente pétrea, y como no podía hacer que se quedara para siempre quieta en un rincón de la sala de estar, al menos si podía controlar su comportamiento. En edades menos problemáticas había sido fácil, pero al llegar a los 16 el mundo de Adela se había ampliado mucho más allá de los límites marcados por su padre. Quería beber, pero este no le dejaba ni oler el embriagante, pese a lo imperceptible, aroma de los bombones de licor. Siempre podría haberse saltado dicha prohibición en alguno de los botellones que organizaban sus amigas del instituto, pero obviamente su hora de llegada a casa no le permitía eso siquiera. Puede que en Irlanda a las 5 de la tarde ya acabaran todas las fiestas después de estar bebiendo durante todo el día, pero no en su ciudad.

"Si mamá salía siempre por la noche." argumentaba Adela. "Sí, pero es que tu madre es una guarra." respondía su padre. Eran un matrimonio bien avenido. Pese a las negativas, no se rendía, hasta que un día su padre le dijo algo que la marcó: "Saliendo hasta tan tarde tu madre me conoció a mi". Y así, ya nunca más volvió a pedirle que le dejara salir.

Sin embargo las hormonas juveniles bullían en su cuerpo bien desarrollado ya, cosa que no podía impedir la férrea vigilancia de su padre. En la soledad de su habitación comenzó a ver durante horas en la MTV a cantantes que sufrían estrafalarias bromas y comentaban sus escarceos sexuales, y siempre corría a Youtube para buscar sus videoclips con los que bailaba sin descanso hasta la hora de cenar.

Aquello sirvió para aplacar el gusanillo de la fiesta, pero pronto el sentirse sola mermó su ánimo y bailar perdió su sentido. Pero ocurrió que no mucho después inauguraron un centro comercial en su barrio, el primer símbolo de modernidad que veían sus ojos, en una zona donde lo más avanzado que se podía encontrar uno era un cassette de doble pletina.

La mañana del domingo siguiente fue con su padre, que tenía curiosidad por ver qué tenía aquello que no tuviera la tienda del Ambrosio. Para empezar había infinidad de productos en decenas de locales espaciosos y bien iluminados donde centenares de personas eran atendidas por un grupo de gente guapa de franca sonrisa y modales exquisitos, tres de las quince cosas que su padre más odiaba y que farfulló antes de volver a casa airado ante tamaña ruptura con las buenas costumbres. Para él, que el Ambrosio te mirara inquisitivamente de arriba a abajo con un palillo en la boca y te espetara un seco "¿Qué se te ha perdió por aquí?" era el único trato decente que un comprador podía recibir.

Pero si algo llamó la atención de Adela fue la música. En cada tienda sonaba una canción distinta a todo volumen. Canciones con un ritmo frenético que la incitaban a desatarse y dejarse llevar por sus electrónicas melodías.

Miró a su alrededor. Se encontraba en una tienda de ropa para chicas jóvenes, decorado como si fuera un callejón de una gran ciudad americana, con grafitis, paredes desconchadas y cubos de basura, en este caso pulcramente colocados y rellenos de confeti de colores. Chicas de todas las edades, algunas acompañadas por enfurruñados novios cargados de bolsas, abarrotaban los pasillos. Lo mejor: su padre no estaba a la vista. Movida por la música, se colocó en un espacioso rincón de la tienda, entre las chaquetas de invierno y los sombreros folclóricos y comenzó a dejarse llevar, liberando sus brazos, soltando sus caderas, electrizando su cabeza e hilvanándolos todos en una danza pasional que pronto llamó la atención de los presentes.

Alguien no tardó en llamar a un miembro de seguridad del centro, que se personó en el lugar un par de minutos después, cuando comenzaba un nuevo tema que Adela se disponía a bailar. El guardia la cogió del brazo y la acompañó a la salida. Antes de volver al interior, se despidió de ella con una rápida excusa: "Me han dicho que tenia que sacarte. Solo cumplo ordenes."

Pero Adela no se vio afectada por la expulsión. Por primera vez se había sentido viva, bailando rodeada por aquella gente, que aunque en un principio se había mostrado sorprendida, no habían tardado en animarla y acompañarla con aplausos de apoyo. Bailando por las aceras regresó a casa, en espera del próximo fin de semana.

Y no bien abrieron las puertas del centro comercial el sábado siguiente, entró Adela. En su camino a la tienda donde había nacido su yo bailarín, se cruzó con el guardia de seguridad que le dedicó un guiño y un esbozo de sonrisa al tiempo que fingía que no la había visto. Esta vez iba preparada. No la volverían a echar. Para ello, se dedicaría a recorrer todas las tiendas de forma itinerante, según la música le gustara o no. Y el truco funcionó. Pues cuando veía que el guardia de seguridad se acercaba a la tienda, salia de ella y se dirigía a otra. El guardia, complice de su juego sin duda, volvía a su puesto y ella comenzaba a bailar una nueva canción hasta que el proceso se repetía.

No había fin de semana que no acudiera a bailar. Con el tiempo incluso estableció una rutina de locales que visitar. Nada más llegar utilizaba los baños públicos como improvisados camerinos y de niña bien hacía una tigresa de la noche con su falda corta, sus botas de caña y su camisa blanca anudada sobre el ombligo, un atuendo que habría provocado la muerte instantánea de su padre de haberla visto así. Llegó incluso a entablar cierta amistad con Agus, el guardia de seguridad, que cada vez se hacía más el remolón cuando de ir a donde se solicitaba su presencia se trataba. Este llegó a comentarle que llegaría el momento en que tendría que ponerse duro y echarla, pues los comerciantes se enfadarían por su poca eficacia y le despedirían. Pero eso no ocurrió pues la noticia del espectáculo que daba Adela corrió como la pólvora y toda tienda a la que acudía se llenaba de gente.

Era una magnifica propaganda, hasta el punto en que un día dejaron de llamar a Agus, y los dueños de las tiendas comenzaron a desvivirse por ella, llegando a consultarle qué música prefería y otras cuestiones relacionadas con su show improvisado.

Esto hizo que se estableciera una lucha a muerte entre los comerciantes, deseosos de acaparar la publicidad que los bailes de Adela les proporcionaba. Uno de ellos decidió por su cuenta ofrecerle una pequeña suma de dinero a cambio de la exclusividad de su presencia. Esto llegó a oídos de los demás, que se reunieron para recriminarle su actitud. "No está bien darle dinero" apunta uno, "Es ilegal" interviene otro de más allá. "Me pareció que la chica merecía recibir una parte de los ingresos que genero gracias a ella" se defiende el generoso tendero. "Comunista" le espeta alguien.

Al final decidieron no darle un solo céntimo y dejar al libre albedrío del mercado el que Adela pasara más o menos tiempo en la tienda que quisiera. Ella, que permanecía ajena a estos tejemanejes, continuaba bailando feliz y despreocupada. Tanto, que se sorprendió cuando sintió la mano de Agus sobre su hombro. Por lo que se ve, los comerciantes se habían declarado una guerra secreta y un tendero rival había llamado a seguridad para que la echaran.

Agus la acompañó gentilmente a la salida y antes de despedirla y volver a su puesto le preguntó: "¿A ti te gustan los bollycaos o los donettes?". Le temblaba la voz y era incapaz de mirarla a la cara, lo cual extrañó a Adela, que se tomó unos segundos antes de responder: "Los... ¿bollycaos?". El rostro del guardia se iluminó al tiempo que dibujaba una aparatosa sonrisa. "Bien" dijo y sin más se dio la vuelta y deshizo el camino andado.

Para evitar ser desalojada de nuevo, Adela comenzó de nuevo su ruta por todas las tiendas sin pasar demasiado tiempo en ninguna de ellas. Pero esto cambió un sábado por la tarde de principios de abril, cuando descubrió en el Bershka a un discjockey como los de las grandes discotecas, pinchando discos para ella. Durante los fines de semana siguientes no salió de allí. Agus la observaba en la distancia con cierta tristeza. Aunque los demás comerciantes la habían denunciado, él no podía echarla y compartir con ella esos breves minutos, pues el gerente de la tienda le prohibía la entrada. Y así, mientras él tenía que conformarse con ver sus hipnóticas coreografías tras el espejo del escaparate, ella se iba enamorando del DJ, dueño de la música que sonaba en su corazón.

Agus lucharía por ella. Lo decidió el tercer día de la baja que había pedido por el sofocón que se había llevado al ver salir de la mano a su amor y a ese pincha aprovechado que de seguro devoraba a chiquillas como aquella día si, día también. Al día siguiente se personó en la tienda y desafió al DJ a un duelo de baile en el que el jurado sería Adela y el premio, su corazón. Más por conservar su reputación que por ganas, el pincha aceptó.

Adela no tardó en llegar para su sesión de baile y le sorprendió encontrar en el centro de un corrillo al guardia de seguridad y al DJ, que al verla, sonrieron como corderillos directos al matadero. Una vez fue informada del reto, este dio comienzo con un baile ensayado hasta la extenuación frente al espejo de su habitación por Agus, que se había inspirado en los grandes clásicos: Michael Jackson, John Travolta, Pingu... Dejó a todo el mundo de piedra. Nadie esperaba que un rígido segurata pudiera ser tan flexible y tener tanto sentido del ritmo.

Cuando le tocó el turno al DJ este no supo muy bien qué hacer. Su especialidad era sacar ritmos arcoiris de los platos, acariciar los vinilos para que las notas se pusieran erectas, arrancar gemidos sensuales de las melodías... esas fueron sus palabras antes de volver cabizbajo a su mesa de mezclas, dándose por derrotado sin siquiera intentarlo.

Mientras intercambiaba un disco de house por otro de progressive, vio como Adela corría a abrazar a su contrincante. Ambos se perdieron entre el gentío mirándose a los ojos como solo dos bailarines contemporáneos podían hacerlo. El DJ comenzó a elucubrar una moraleja sobre el éxito de los tipos con porras grandes pero entonces le vio: un chico alto, fornido, con pelo cano, mirada misteriosa, un look casual familiar y las manos en los bolsillos, que clavó su mirada en él y levantó la cabeza en un gesto seco, como el de un velociraptor, que hizo que olvidara cualquier cosa.

Hundió su cabeza en el teclado del portátil y comenzó a buscar los próximos temas con los que hacer que los pezones de las clientas se pusieran erectos. Para eso le pagaban.