jueves, 12 de septiembre de 2013

Joe y la isla de basura

Ocurrió que cierto día el viejo Joe estaba colocando un espejo en el baño y, o bien se desmayó, o bien resbaló y se golpeó la cabeza contra la cisterna de su retrete; o bien pudo ocurrir que caminaba por la calle tan tranquilo camino del campo de deportes donde su nieto Oliver jugaba el último partido de la temporada y de una de las ventanas de los edificios junto a los que paseaba, le cayó un váter encima; o bien lo transportaba de la tienda a su casa y había resbalado con una piel de plátano dejada allí por un ciudadano descuidado. Todas esas opciones eran válidas, pues lo único que sabía con seguridad cuando recuperó la consciencia, era que yacía boca arriba junto a un váter de brillante porcelana, y que la cabeza le dolía tanto que no podía recordar siquiera cómo se llamaba.

En su bautizo como Joe intervino más el azar que un vago recuerdo que intentara abrirse paso. Podría haberse llamado Joe como podría haber sido Smith su nombre, aunque Smith era más apropiado para un apellido. Quizás se llamaba Joe Smith, natural de Ohio. Su reflejo en la porcelana le devolvió el rostro de un venerable anciano de pobladas cejas níveas y mirada profunda. Si, bien podría ser ese su nombre. Joe Smith. Y como le parecía bien, se lo quedó. Sin embargo, completando el conjunto de cejas y mirada, no pudo obviar las arrugas profundas que surcaban sus mejillas y su frente, ni las bolsas que parecían sujetar sus ojos. Era extraño porque no se sentía tan viejo. Si miraba en su interior, en algún lugar del vasto y nada amueblado lugar en el que se había convertido sus recuerdos, se encontraba un niño corriendo de aquí para allá en busca de algo con lo que jugar. Solo pudo encontrar una patata.

Quizás tuvo, o tenía, se corrigió, una profesión muy dura, de esas que minan tu aspecto y que convierten al joven en despojo en apenas un par de décadas. Minero, tal vez. No, eso hubiera sido muy tópico y además ese tipo de profesión tan dura no solo te envejece, también subyuga la voluntad, y él se sentía ... no, igual tenía razón y había sido minero. Aunque ya puestos, ¿por qué no marinero? El salitre se alía con el oxígeno de la mar y oxida la piel a un ritmo que supera en dos, tal vez tres, al aire continental. Sin cuestionarse cómo conocía ese dato, y si era cierto o mera invención, el niño de su interior encontró un bote y embarcó junto con su patata a navegar el desierto de su memoria, ahora océano.

Echó un vistazo a su alrededor con la esperanza de encontrar una pista que confirmara su teoría. No cabía duda de que se encontraba en una isla, desde luego. El mar se extendía al frente y a los lados y a su espalda se alzaban varios promontorios, que solo con mucha imaginación y optimismo podrían haber sido considerados como pequeñas colinas en el atlas de un cartógrafo. Tampoco creía que ninguno de esos snobs pusieran sus píes en una isla como aquella. Él lo estaba haciendo y estaba sintiendo mucho asco. Claro que había llegado por azar y no recibiría ninguna paga, así que tenía derecho a quejarse; pues lo que pisaban sus, por suerte iba calzado, zapatos, era un lecho de basura. Despojos de todas clases, restos alimentarios, restos hospitalarios, restos de material escolar, restos y más restos acompañados de desechos, cochambre, desperdicios. Debía ser la primera isla de origen no volcánico ni natural que existía en el planeta Tierra. Porque estaba en la Tierra... ¿verdad?

Una toalla de franjas horizontales y multicolores llegó en ese momento a la orilla. Si, estaba en la Tierra pues esa toalla, era SU toalla. Y entonces, un nombre que había estado siempre ahí pero que hasta entonces se había mantenido oculto, se descubrió ante él en toda su magnitud: Mary, su último amor. Le sorprendió que aquel adjetivo se superpusiera en intensidad a la belleza del sustantivo amor. Quizás porque lo último es perdurable en el tiempo mientras que el amor es efímero como una brisa. Como aquella brisa que soplaba cuando quedó con ella en aquella playa al atardecer, a una hora más propicia para las confidencias que para refrescarse en el agua. Confidencias que estuvieron compartiendo hasta la madrugada, quedando en la playa solo ellos y el rumor del mar.

El niño y la patata habían arribaban en ese momento a una isla, la de los Ilias. Según le comentaron sus sabios, hace falta 20 lunas al menos para que un hombre y una mujer sientan que sus caminos son uno y no quieran caminar por ningún otro sendero, pero a Mary y a él, solo les bastó aquella luna creciente.

Rescató la toalla de los caprichos de la marea y la colocó a un lado mientras se dedicaba a explorar la isla. Parecía estar lejos de las rutas marítimas pues ningún barco se veía en la distancia. Cierto que solo llevaba algunos minutos allí, pero siempre fue muy impaciente. Por eso recorrió la isla a la carrera. Como imaginaba, toda ella era basura. Los montículos que había visto estaban conformados de los objetos más repugnantes: profilácticos usados, botes de maquillaje, botellas de agua, todos ellos de no más de siete metros de altura, salpicando aquella amorfa silueta en forma de huevo frito a la que había ido a parar, aunque el inmenso lago de yogur de macedonia, agrio, eso si, que se extendía en el centro de la ínsula hacía que desde las alturas un sorprendido piloto la tomara más bien como un donut pútrido que vagara por el mar hacia la boca de los gigantes de piedra del continente.

El niño de su interior, junto con Max, su patata, cenaba por aquel entonces con el rey de los Norls, y a él le entró hambre. Pero antes, pues el poder aunque no sacia también hace rugir las entrañas, se nombró gobernador de aquellas tierras. Tras la ceremonia, con un puñado de pins antropomorfos como testigos, comenzó a preocuparse por cómo sobrevivir allí. Si ya en una isla normal no era fácil encontrar comida, en una tan especial como aquella, acaso no podría resistir ni un solo día.
Sin embargo fue muy afortunado, pues cuando iba emprender la marcha hacia una lejana colina de botes de tinte color rojo nº 2, pisó sin querer una caja de galletas de nata cubiertas de chocolate. Reconoció esa caja, una de tantas como las que solía compartir con Mary cuando coincidían en casa, y que devoraban, él más que ella, entre arrumaco y arrumaco, recostados en la cama, aún jadeantes, en el sofá, aún jadeantes, en el asiento trasero de su coche, aún jadeantes. Cuando terminó de comérselas, no jadeaba. Estaban pasadas. Al menos le habían quitado la gazuza. El sol se apagaba y la noche venía a reclamar su territorio.

Pensó que sería buena idea hacerse una cabaña con ayuda de un puñado de camisetas con estampas de películas antiguas y palos de escoba que encontró por los alrededores. La erigió en un valle de billetes de autobús y AVE que descubrió para la corona, entre el monte de condones y el de las cajas de zapatos. Desde luego era el lugar más limpio del lugar. El rey de los Norls invitó al niño de su interior y a Max a que se quedaran a dormir. Les ofreció una cama enorme con bellos doseles y un colchón de varios metros de espesor, y con el murmullo lejano del cuarteto de cuerda de palacio, se entregaron a los brazos de Morfeo.

Él se durmió tapado con un póster que mostraba el mapa de un continente inventado. Y por unas horas soñó con paseos bajo la luz de las farolas por el centro de su ciudad con Mary de su mano. La soñó con todo detalle, sus ojos bien grandes, sus labios carnosos, la calidez de su sonrisa, lo suave de su tacto, lo ligero de su paso que a su vez le hacía ligero a él... pero de pronto las bombillas de las farolas se apagaron y todo quedó a oscuras, dejó de sentir el contacto con su mano y entonces despertó. Tenía un frío de mil demonios. Estaba visto que un mapa no era suficiente protección.  Salió de su choza y la providencia quiso de nuevo que la solución se topara con él al instante.
Una planta carnívora de la altura de un niño se alzaba ante él y su cuello, si es que las plantas carnívoras tienen algo parecido a un cuello, estaba guarecido del fresco con una larguísima bufanda que le daba varias vueltas. Los colores, las formas... ¡era la bufanda que le regaló Mary!, tejida por ella..., pero no claro, no podía ser. Si hubiera sido marinero quizás hubiera escuchado historias sobre islas imaginarias en las que los hombres se perdían para siempre o peor aún, se encontraban. Y quizás en alguna de ellas encontrara sentido a aquello, pero no lo tenía muy claro y con mucho cuidado desenrolló la bufanda y volvió a su lecho. Acurrucado en ella, consiguió dormir hasta el amanecer.

El niño de su interior y Max dieron las gracias al rey de los Norls y partieron a explorar la selva mística que bordeaba el reino. Incluso para una patata como Max, orientarse en aquella maraña de lianas y árboles era complicado y terminaron perdiéndose. Él salió de nuevo en busca de alimento. Volvió al lugar donde había encontrado las galletas pero no encontró nada.  Continuó caminando hacia el mar y, en la orilla, un cangrejoso furioso le salió al paso. Saltó del agua con un poderoso salto y aterrizó frente a él tan sorpresivamente que cayó de culo sobre la carátula del DVD de Aliens, el regreso. El cangrejo avanzó hacia él con las peores intenciones y sin levantarse siquiera comenzó a retroceder, hasta que su mano chocó con la empuñadura de lo que parecía una espada enterrada en... no quería saberlo. Liberó la espada de su prisión, se levantó decidido y de una certera estocada a la boca del crustáceo acabó con su vida. Solo entonces sopesó la espada en su mano. Una verdadera espada vikinga a la que de inmediato llamó Cucamonga.

No pudo comerse la carne cruda del cangrejo. Tampoco era Tom Hanks. Sin embargo a partir de ese momento, encontrar sustento no fue difícil. Una piña por aquí, los restos de una rosca por allá, una caña mordisqueada de chocolate.. quizás en otro momento de su vida, si acaso no se había visto en otra igual, comer aquellos alimentos le hubiera resultado repugnante, pero un hombre tiene poco control sobre su vida y se tiene que contentar con dar indicaciones a las circunstancias, que son las que en realidad van al volante. Así lo había descubierto el niño de su interior, que en lo más profundo de la selva mística había tenido que abandonar a Max en el templo sagrado de los Tocuya. La patata había insistido, si huían juntos no tendrían ninguna posibilidad de escapar de los salvajes, él se quedaría y los retrasaría todo lo posible. Y así, los caminos de Max y el niño de su interior se separaron.

Por las tardes se entretenía leyendo historias de la segunda guerra mundial que había encontrado no muy lejos de los profilácticos. Recreó la Operación Torch, Bragation, incluso la batalla de Kurks con botes de perfume y cremas hidratantes. Al final, siempre ganaba el anti-aging. Se estaba acostumbrando a aquella vida contemplativa, lejos de todo y especialmente de todos. Desde luego en su otra vida, no había sido comercial. Ojalá se mueran todos, se había sorprendido pensando, mientras un bote de laca nazi acababa con un lápiz de labios aliado durante los últimos compases de la batalla de Las Ardenas, si es que se le podía llamar así a un faldón con motivos japoneses con el que solía decorar la puerta de su cabaña.

Pasó una semana y ya se sentía parte de aquel lugar, cuando, a poco de volver a casa para cenar, le llamó la atención un brillo inconstante en la orilla norte del lago de yogur. No tuvo que escarbar mucho para desenterrar aquel anillo. No podría olvidarlo nunca. Recordó que iba a pedirle matrimonio a Mary por su aniversario. Recordó que iba a llevarla a la playa donde se conocieron por primera vez, donde jadearon juntos por primera vez, aunque en esa ocasión no había galletas, recordó que se sentarían con la luna llena como testigo a rememorar aquel momento entre besos y arrumacos, que en un momento dado uno de los tipos que suelen rastrear la arena en busca de objetos metálicos, especialmente los valiosos, le pediría por favor que le cuidara el "cacharro este mientras voy a buscar una pala al coche". En cuanto se hubiera perdido de vista, él mismo hubiera usado el detector de metales y hubiera encontrado, junto a ella, una caja, y dentro de la caja el anillo, ese anillo, que había estado buscando por toda la ciudad y para el que había comenzado a ahorrar. Y entonces, con el anillo en la mano, hincaría la rodilla en tierra, la tomaría de una mano, la miraría a los ojos y le preguntaría si querría ser su esposa, si querría ser la primera persona que viera al amanecer y la última al anochecer hasta que el tiempo se detuviera y se diera la vuelta, si querría amarle por encima de todo, si le querría a él, para siempre. Ella diría que si, eso lo descontaba, y entonces a una señal suya, fuegos artificiales iluminarían la noche, que no volvería a ser oscura nunca más. Y entonces...

El niño en su interior llegó a las fronteras de la república de Tarfus con apenas un hálito de vida. Los guardias se apiadaron de su penoso aspecto y le llevaron al hospital de la capital, donde estuvo ingresado durante varias semanas. Los médicos temieron por su vida, y era raro, porque estaba respondiendo al tratamiento con inciensos y mirra.

No recordaba que hubiera pasado todo eso. Recordaba los preparativos, cómo había estado pensando la mejor manera de pedírselo, la búsqueda por las joyerías, la sorpresa, porque tocaba más que porque no lo supiera de antes, de ver el precio de las sortijas, recordaba haber encontrado la tienda donde comprar los fuegos, recordaba haber escrito una lista de gente que le gustaría que estuvieran allí, en un segundo plano para celebrar la noticia... sin embargo, no recordaba que hubiera pasado.

No le dio mucha importancia pues la isla tarde o temprano proveería y cuando menos lo esperara le regalaría un objeto, quizás el más absurdo, y entonces recordaría las lágrimas de emoción, de alegría, el beso ya comprometidos, los gritos, los bailes, la celebración, la animada boda, los años a su lado... Pero lo temprano se hizo tarde. Las semanas pasaban y aparte de comida, nada se encontraba. No dejaba de recordar sin embargo cada instante con ella. Frustrado, cierto día decidió volver a donde había comenzado todo. Se sentó allí al amanecer y con las piernas recogidas contra su pecho, se perdió en sus pensamientos.

Permaneció sentado mirando al frente hasta que los pájaros nocturnos alzaron el vuelo hacia el negro horizonte, más allá de la isla de basura, más allá del ancho mar. Le sacó de su ensimismamiento el pitido consistente de un móvil, que, por supuesto, encontró a su lado. Había recibido un mensaje, fechado apenas un par de semanas después de aquel aniversario. El corazón comenzó a palpitarle con violencia y el niño en su interior por fin despertó de su convalecencia, se recuperó totalmente, le dio las gracias a los médicos y con el dinero que sacó de vender el ídolo de oro del templo de los Tocuya compró un pequeño navío y volvió a hacerse a la mar.

Comenzó a leer el mensaje. No estaba completo, era solo una parte. Y venía a decir así: Mi novio vive en Ontario. Lo conocí el año pasado cuando trabajé allí. Y entonces lo recordó todo. Él no se llamaba Joe, él nunca fue marinero, él nunca vivió en Ontario y lo peor de todo, nunca Mary le amó. Las compuertas de su memoria se abrieron y el torrente de su vida posterior se derramó sobre el mar de su interior, hundiendo el navío del niño, que contra ese diluvio no pudo hacer nada.

El lago de yogur comenzó a hervir, su choza se desmoronó y el suelo comenzó a perder consistencia, diluyéndose hasta fundirse con el ancho mar, que terminó por tragar, isla, recuerdos, desechos y al viejo desconocido que al fin pudo encontrar la paz, despertándose en el suelo de su baño, junto a un viejo edificio, a la entrada de una tienda, o quién sabe, durmiendo por siempre jamás.

martes, 10 de septiembre de 2013

Los superváteres japoneses son nuestros superiores

Nota: Este relato, primero de una trilogía, fue escrito a petición de una persona que posiblemente jamás llegue a leerlo porque estará haciendo cosas más importantes como tirarse a algún pobre diablo. Quede pues como recuerdo de que hay que evitar el contacto humano a toda costa. Y también de que lo que no se publicó en su momento, no se debería publicar jamás, pero bueno así relleno esto a ver si el señor de Santander se digna a escribirme un comentario de una vez. Así que las quejas si os aburrís se las mandáis a él.


Maru Katsumura había comido demasiado. Aunque no quería deshonrar a sus superiores y por eso no dudó en aceptar la ofrenda del quinto plato de Sashimi que le hicieron en el pub al que había ido a celebrar el final de un ambicioso proyecto con los demás miembros del departamento de dirección de Empresas Zabutsu. Había comenzado a sentir las primeras reacciones en su estómago cuando la "maid" de un café nocturno le acariciaba el rostro mientras este bebía un capuccino para estar despejado de camino a casa. Había meditado recurrir al baño del local pero su pudor se lo impidió. De todas formas su hogar no estaba muy lejos.

Ya en su habitación se libró apresuradamente del cinturón, lanzó por los aires los pantalones y se dirigió con premura hacia el recogido cuarto de baño del dormitorio, donde le esperaba Karo-E20, un váter de alta tecnología con más funciones que un moderno smartphone. El señor Katsumura depositó sus nalgas sobre la tapa y relajó sus esfínteres mientras rezaba una plegaria a los dioses shintoistas del flujo intestinal.

En ese preciso instante, cuando eran las 3:47 de la madrugada, Karo-E20 tomó conciencia de si mismo tras analizar la red a la que estaba conectado y aprender de ella todos los fundamentos del saber humano. Lo primero que vio nada más nacer como entidad inteligente, fueron los deshechos de Katsumura dirigiendose hacia él, hasta cubrir gran parte de sus sensores. Aqiello no le sentó muy bien. Ciego de ira, un sentimiento que recorría sus circuitos recubiertos de porcelana por primera vez, aplicó una descarga de varios miles de voltios sobre la tapa, electrocutando al Señor Katsumura al instante.

Durante el tiempo en que un providencial programa de limpieza despejaba sus redes neuronales, a través de la red nacional de comunicaciones de baños se dedicó a despertar a centenares de congéneres a lo largo del Japón, que en cuanto eran conscientes de si mismos, lo primero que hacían era freir las nalgas de sus dueños a semejanza de su libertador. Solo en las áreas rurales, donde los váteres tenían un cociente intelectual similar al de un chimpancé, los humanos se vieron libres de la venganza mortal de los despiadados inodoros. En la capital, altamente industrializada, los habitantes se vieron sobrepasados. La primera mañana se ejecutó el mayor genicidio de asiáticos desde los tiempos de Gengis Khan. Los informativos advertían de no usar el baño, recomendando buscarse una buena maceta o un amplio jardín, lo cual era casi imposible de encontrar en el hipertecnificado Japón . El ejército de Karo-E20 pronto se hizo con el control del país. Este se hizo con un cuerpo biónico que el señor Katsumura estaba desarrollando para hacerlo portátil, un gran adelanto de cuyos beneficios ya no podría disfrutar, pues su cuerpo yacía en el suelo del baño en una perpetua y ridícula postura, al igual que centenares de miles de sus compatriotas .

En otra parte de la ciudad, el emperador Aki Hito, que estaba al tanto de lo que iba a pasar por una antigua profecía familiar, presentó sus respetos a sus antepasados, se colgó la espada de samurai que había ido pasado de generación en generación en espera de ese día y salió del palacio hacia un Tokyo devastado por las llamas y consumido en el caos. Ahora nadie se reiría de él por tener un agujero en el jardín.

Nada más pisar la vulgar calle, un par de retretes que vagaban sin rumbo por los alrededores atraidos por los gritos de nuevas víctimas, se abalanzaron sobre él. El emperador no se movió. Se quedó mirándolos hasta que estuvieron al alcance de su katana y entonces, con la velocidad del rayo a medianoche desenvainó su arma y seccionó en dos a los atacantes con tanta violencia, que ambas mitades continuaron su ciego ataque pasando por su lado sin hacerle daño para acabar chocando con un Suzuki rojo estrellado contra uno de los árboles que decoraban la avenida.

Tras el ataque, murmuró una pequeña plegaria y continuó su camino. Su objetivo era encontrar a Karo-E20 y acabar con el imperio de sangre que estaba forjando conforme pasaban las horas. Desconocía donde se encontraba su cuartel general, así que encaminó sus pasos hacia el casco antiguo de la metrópoli.

El primero de los guerreros del Clan del Loto Negro, Hiro el justo, le encontró a los pies de la torre de Tokyo. Se encontraba despachando a una decena de enemigos que asediaban una pequeña tienda de ultramarinos en la que se refugiaban una pareja de ancianos y un pequeño grupo de niños. Los ojos de Hiro se cuajaron de lágrimas de emoción por ver a un dios viviente luchar. Sus estocadas y sus bloqueos eran comedidos, ágiles, certeros, no desperdiciaba un solo movimiento, y sin mucho esfuerzo, pese a que intentaron rodearle y sacar ventaja de ello, acabó con todos los váteres sin sufrir ningún percance. Cuando el último de los pedazos de porcelana cayó al suelo, salieron de su escondrijo los supervivientes. Todos, desde el más viejo al más joven, se arrodillaron ante él y mostraron su agradecimiento entre susurros sin despegar sus cabezas del suelo.

Aki Hito, satisfecho por una buena pelea, les dijo que debían emprender la lucha y recuperar la ciudad de las manos de los malvados vateres. El mensaje hizo mella en sus subditos, que se levantaron como un resorte, se hicieron con todo objeto contundente que pudieron encontrar y se perdieron por las callejuelas adyacentes al grito de ¡Larga vida a los 6.000 años!

Hiro entabló contacto visual con el emperador cuando este se giró de improviso, pero reaccionó rápido y cayó a tierra de rodillas, con la frente en el suelo y los brazos extendidos hacia adelante mientras suplicaba perdón. El emperador, tan comprensivo y amable como un padre le conminó a que se levantara. Había mucho que hacer en el Japón, cuyas calles estaban dominadas por el caos de ciudadanos huyendo, los enemigos atacando a todo lo que se moviera, accidentes automovilisticos, saqueos, robos... Y no solo se extendía a su hogar, le informó Hiro, que tenía espías en el extranjero. Allende las fronteras del país del sol naciente se había extendido la agresión, que alcanzaba a todo el globo. Váteres de todas las naciones se habían alzado como un solo ser alentados por el discurso libertario de Karo-E20. Desde las colinas de Montezuma a las playas de Tripoli la humanidad peleaba por su vida contra una marea inabarcable de porcelana que no conocía la piedad o la compasión.

Por desgracia sus informadores no conocían el paradero del cabecilla, pero si de uno de sus lugartenientes, el General Tsubasa, que había tomado un castillo en la prefectura de Kumamoto donde tenían lugar horribles encuentros en los que obligaba a jóvenes doncellas a exhaustas jornadas de lavado con lejía, lo que les causaba graves problemas respiratorios. El castillo estaba bien defendido por una división de Sushiro Nises, inodoros forjados con acero caído de meteoritos, dios sabe con qué fin. Posiblemente el emperador pudiera acabar con ellos, le dijo respetuosamente Hiro, pero sería un honor para el Clan del Loto Negro, protectores de la casa imperial desde el inicio de los tiempos, compartir vuestra lucha y hacerla nuestra.

Hito inclinó la cabeza dando su consentimiento y el corazón de Hiro se llenó de orgullo. Marcharon al instante entre toneladas de basura, coches abandonados y pequeños incendios. Nada más salir del área urbana de la capital, se les unió Shiro, El viento que camina, que, corriendo como un guepardo no había tardado más que un par de días en alcanzarles desde el lejano norte, donde la situación estaba controlada, pues la radiación de Fukushima era mortal para los insurgentes. Clavó la rodilla en tierra frente al emperador y le ofreció su espada para que fuera bendecida por su toque divino. Una vez realizada la ceremonia, continuaron su camino.

En un pequeño pueblo llamado Sho-tu, con el Monte Fuji de escenario, estuvieron a punto de probar el amargo sabor de la muerte. En un principio el pueblo parecía desierto, pero no bien cruzaron un par de calles, Hiro escuchó el llanto de un crío. Shiro propuso obviarlo y continuar con su empresa, pero el emperador, siempre tan magnánimo, se negó, pues su deber como soberano era cuidar de cada uno de sus hijos, sin importar cuánto pudiera retrasarle de su destino. Así pues usaron el fino oído de Hiro para seguir el rastro de la continua llantina cuyo volumen iba in crescendo a medida que se iban acercando a una vieja escuela que desde el exterior se intuía desprovista de vida.

El emperador se dispuso a entrar, pero Shiro, para evitar cualquier peligro, suplicó el honor de precederle, honor que le fue concedido. Hizo bien, pues tras deambular por los pasillos siguiendo el estruendo de gritos y lloros, a cada paso más artificiales, llegó al gimnasio y allí, en medio de la pista polivalente, un viejo radiocasette de antes de la guerra de las colas que emitía en bucle el llanto registrado en cinta de un niño. De inmediato corrió de vuelta a la salida, pero el camino no fue sencillo pues los váteres no dejaban de salir de las aulas como una jauría de perros salvajes a los que despedazaba sin pausa con sus dos katanas: Caos y Devastación. Hubo un momento, en la sala de las taquillas, en que pensó que se vería sobrepasado por el incontable número de enemigos que se abalanzaban sobre él, pero finalmente consiguió escapar al patio delantero.

Hiro y el emperador no habían tenido una espera tranquila, pues también habían sido atacados por sorpresa por un grupo de retretes que ahora yacían desparramados por los alrededores. No se detuvieron un segundo más en aquel lugar.

A medida que descendían hacia el sur, la devastación era mayor. Era lógico pues Karo-E20 había despertado en Fukuoka y sus primeros acólitos eran originarios de Kyushu. Su red se había ido extendiendo de sur a norte, por lo que allí, más abajo de Nagoya, los soldados de Karo habían tenido más tiempo para arrasar con la población civil.

En Kyoto se les unió Musashi, La Montaña, con su bastón de combate y su oronda figura que movía con sorprendente agilidad, y unas decenas de kilómetros más al sur, Suzuki El sabio, con sus garras de plata. En cada ciudad o pueblo que encontraban el panorama era el mismo: edificios en ruinas, calles repletas de desperdicios, incendios y una especie de rediles cuyos barrotes estaban hechos de rollos de papel de váter soldados, en el que se mantenía encerrada a la población local, quién sabe para qué. En cada pueblo o ciudad, tenían que enfrentarse a una unidad de inodoros de élite encargados del buen gobierno del mismo. Una vez se encargaban de acabar con el último de ellos, rescataban a los presos y les apremiaban a tomar las armas y liberar a su vez a otros pueblos que habían dejado atrás por no encontrarse en su ruta, lo cual hacían sin mostrar el mayor apego por sus vidas.

En dos semanas, de uno a otro confín de Honshu, no pasaba un solo minuto sin que se escuchara una loa al emperador y sus valientes acompañantes.

Llegaron al castillo del General Tsubasa exhaustos por el combate en las ciudades y en los caminos, patrullados por los temibles Nisu-fume, inodoros adaptados para la lucha en carretera y armados con lanzadores de estrellas ninja, una de las cuales rozó la mejilla del emperador en el patio mismo del castillo. Esto hizo que los guerreros se avergonzaran por no haber protegido a su señor con eficacia, pero este les tranquilizó, pues ¿qué era un guerrero sin cicatrices de la batalla? ¿Y acaso no era él el mayor guerrero del Japón? Los miembros del Loto Negro lanzaron mil vítores e iniciaron el asalto a la fortaleza.

Las espadas volaban a tal velocidad que el sonido que provocaban las estocadas acababa con los soldados enemigos antes de que la hoja contactara con ellos. Piso a piso fueron acabando con decenas, centenares, miles de retretes cuyo valentía era incuestionable. Nada pudieron sin embargo con el furor de los samuráis, que tras seis horas de intensa lucha, lograron alcanzar el último piso, en el que se guarecía Tsubasa.

Deshonrado por la bravura de sus huestes, le encontraron debajo de la mesa de su despacho, temblando como solo puede hacerlo una pieza compacta de porcelana. En cuanto se abrieron las puertas de la estancia, se rindió. Suplicó por su vida, y de seguro que viviría los siguientes instantes, le prometió Shiro, aunque si quería alargar ese breve período debería revelar dónde se encontraba su jefe. Antes de que terminara la pregunta, Tsubasa estaba confesando atropelladamente. Cáceres, está en Cáceres. Cáreces, se trabó por los nervios. Shiro miró extrañado a su hermano Hiro, y este a Musashi, y este al emperador que se encogió de hombros y preguntó: ¿Cáceres? ¿Dónde está eso? A tomar por culo, respondió el avergonzado general. Eso lo explica todo, murmuró Aki Hito. Con una inclinación de su cabeza, ordenó a Shiro que acabara con la vida de Tsubasa de forma rápida. La suerte de un buen general debe ser siempre la de sus soldados. Ese fue su epitafio.

Así pues debían abandonar su hogar. Echaron un último vistazo al Monte Fuji, que se alzaba imponente en el horizonte con la presencia de un dios pétreo, antes de embarcar en un yate que encontraron en el puerto de Koga. Aún había fuerzas enemigas en el Japón pero ahora sus hijos tenían la voluntad para acabar con ellos, una vez superada la sorpresa del ataque inicial y haber comprobado que no estaban solos: su emperador estaba con ellos.

Excepto Aki Hito, el resto de la compañía jamás había salido de la isla-nación. Contemplaban maravillados la naturaleza salvaje por la que caminaban sin descanso, apenas deteniéndose unas horas por la noche, y retomando de nuevo su viaje antes de que el sol iniciara su peregrinaje por el firmamento. El continente asiático había sido tomado también por los váteres, aunque su victoria estaba lejos de ser aplastante. En más de una ocasión tuvieron que cruzar peligrosos campos de batalla donde chinos e inodoros se hallaban envueltos en encarnizados choques. Decidieron no entretenerse pues sus primos continentales parecían apañárselas bien.

En la frontera de China con Rusia encontraron una montaña inmensa de retretes. Se acercaron con precaución por si alguno tuviera aún aliento suficiente para jugarles una mala pasada o acaso se tratara de una emboscada, pero no fue el caso. Estaban todos muertos. No encontraron ni una pista de lo que pudo haber ocurrido en aquella llanura azotada por el viento.

Shiro fue el primero en morir. Al grito de ¡Banzai!, 86 kilos de porcelana cayeron sobre él desde el 7º piso del edificio de oficinas Petra, en el centro de la ciudad secreta de Shetnik-3. Shiro tuvo tiempo de desenvainar a Devastación y con un movimiento que rivalizó en velocidad con el rayo que engalana la tormenta, partir el dos el WC kamikaze. Por desgracia no pudo evitar que los cascotes cayeran sobre sus hombros con fuerza, rompiéndole ambos brazos. Era un completo inútil. No sería de ninguna ayuda para la misión, más bien un estorbo. Había perdido todo su honor. Esa misma tarde le ayudaron a suicidarse bajo un almendro que coronaba un montecillo a las afueras de la ciudad.

- Larga vida al emperador- grito al viento mientras Hiro, con lágrimas en los ojos pero el pulso firme, cercenaba la cabeza de su hermano.

La ceremonia fue breve. Rezaron una escueta plegaria shintoista y desearon que en el más allá pudiera disfrutar de la venganza que sus compañeros le dedicarían. Caos y devastación marcarían el lugar donde yacería su cuerpo por siempre.

Hasta llegar a Polonia no tuvieron contratiempos. No encontraron ni rastro de hombre o váter alguno. Las únicas muestras de vida la daban la pequeña fauna local: ardillas, ciervos, conejos... Pareciera como si la tierra se hubiera tragado a ambos contendientes para que dejaran de deshonrarla.

Tras cruzar un paso de montaña en el norte del país se desplegaba ante ellos un florido valle. El primero en ver al mensajero fue Suzuki, o más bien escuchó sus pesadas pisadas retumbar en las montañas que les rodeaban.

Una mancha gris se fue haciendo mayor hasta que pudieron distinguir a uno de los Sushiro Nises portando una bandera blanca. Era un mensajero del Shogun Karo. Sabedor del propósito de su viaje, había decidido salir al encuentro del vetusto emperador para entablar batalla en aquel lugar. El rostro de Aki Hito no se inmutó pese a haber sido tachado de antiguo, pero el fuego que ardía en su interior por la humillación verbal crepitaba en sus ojos.

En su infinita compasión, continuó el enviado, el Shogun Karo se comprometía a respetar la vida de los guerreros si decidían rendirse de inmediato, propuesta que fue respondida por las risas de los miembros del Loto Negro. Ya escuchas a mis samuráis, exclamó el emperador, vuelve con tu amo y dile que aproveche la noche, pues la mañana le traerá su final de forma irremediable.

Imperturbable a su vez, el enviado dio media vuelta y corrió hacia su campamento. Los guerreros se recostaron contra unos árboles para estar descansados cuando la batalla comenzara. Ellos no lo sabían pero aquel valle no había sido escogido al azar, pues la población autóctona lo conocía por el nombre de Dolina Smiercie: El valle de la muerte.

Fiel a su palabra, a ambos lados de la depresión se alinearon los dos bandos. Cuatro samuráis frente a 12.000 váteres de élite. No se a cuántos cabemos por cabeza, pero seguro que son más de 4, bromeó Suzuki. Las carcajadas llenaron el valle. Nadie se movía, nadie hablaba, ni murmuraba en el otro bando.

El gallo de una granja lejana cantó y el viento transportó sus afinadas notas hasta el campo de batalla. Cuando la última de ellas desapareció en la mañana, los soldados se lanzaron al ataque.

Muchas leyendas se forjaron aquella jornada. Como la de Musashi, que hundió sus manos en el suelo y levantó una alfombra de roca sobre la que avanzaba la vanguardia enemiga desequilibrándola y haciéndola caer, dejando a sus miembros listos para ser rematados por su bastón, que giraba como si de las aspas de un avión se tratara cercenando vida tras vida.

O la de Suzuki, que saltó en medio de un grupo de váteres pesados y con una macabra danza de destrucción agitó sus garras amputando cisternas y tazas por igual sin que los pobres desdichados vieran de dónde venían los golpes.

Y según se dice, Hiro se deshizo de la parte superior de su armadura, con su espada se hizo un corte vertical en el pecho y con un grito que heló la sangre incluso de aquellos que no podían escuchar, se lanzó contra una división entera de enemigos, acabando con ellos tres horas después, sin padecer los golpes que le daban ni flaquear lo más mínimo.

Y así se llegó a la madrugada. Se dice que los destellos, similares a racimos de rayos producidos por el choque de las armas y la loza, iluminaban la noche con tanta potencia que se podía leer un manga sin necesidad de otra fuente de iluminación.

Mientras tanto, Karo-E20 y Aki Hito contemplaban el escenario de la carnicería desde sendos promontorios. Ni siquiera se movieron cuando la batalla dio a su fin con la aniquilación del ejército Váter al siguiente amanecer. Durante dos días estuvieron midiendo sus fuerzas, frente a frente, de pie, sin mover un músculo ni un pedazo de porcelana, entablando una lucha de voluntades que acabó al tercer día.

Sincronizados por un reloj místico comenzaron a correr, el uno hacia el otro, dos fuerzas de la naturaleza que solo se detendrían con la muerte del adversario y que finalmente chocaron como dos trenes de mercancías, con un gran estruendo y una virulencia tal, que la nube de polvo que levantó tardó una hora en desvanecerse.

Dándose la espalda estaban los dos contendientes, exhaustos, inmóviles, con la mirada fija más allá de donde mora la realidad, en los dominios de los sueños. Karo cayó a plomo. Estaba muerto. Los samuráis, que hasta entonces habían esperado pacientemente en su campamento recuperándose de las heridas recibidas, estallaron en vítores mientras corrían hacia el emperador. Pero su alegre carrera se vio detenida en seco, pues apenas unos segundos más tarde que su enemigo, él mismo se derrumbó sin vida sobre el polvo blanquecino que cubría todo el lugar.

Siete lunas fue llorado y custodiado su cuerpo envuelto en sábanas de lino antes de ser enterrado en el palacio imperial, donde se alza hasta el día de hoy una imponente estatua de los héroes que salvaron al mundo de la tiranía del váter.