martes, 7 de agosto de 2012

En el nombre de la reina

Había una vez, en el lejano reino de Piponia, una reina llamada Aria cuya belleza sin par rivalizaba con la luna y las estrellas y servía de inspiración para las canciones de los bardos. Sin embargo no solo era bella, su inteligencia y su simpatía iban a la par. Con tantos dones, nadie en su reino se explicaba cómo era posible que permaneciera soltera todavía. El reino de Piponia estaba anclado en la antiguedad y necesitaba de profundas reformas que la reina Aria se proponía llevar a cabo en solitario, pues nadie había sido capaz de conquistar su corazón. Sin embargo, sus consejeros insistían en que debía encontrar esposo para dar estabilidad al reino y que la gente aceptara los cambios como algo natural.

A regañadientes la reina aceptó pero con la condición de que solo aquel que lograra hacerla sonreír la tomaría como esposa. De todas partes del reino, de los reinos circundantes, de los reinos de ultramar y, tal y como se rumoreaba en las tabernas de la capital, incluso desde el mítico reino de Yeah, llegaban pretendientes para conseguir la regia mano. Pretendientes que eran despachados a los pocos minutos por la severa Aria, que lo único que veía en ellos era a un hatajo de aprovechados que lo único que querían era su cuerpo para el pecado o sus tierras, no su bienestar.

Quitárselos de encima era fácil, a unos les pedía un chiste, pero ¿qué príncipe o noble conoce un chiste? Se quedaban con la mente en blanco y tras cinco segundos de cortesía eran echados a palos del salón del trono sin merecer siquiera una última mirada de la reina. Pronto se corrió la voz acerca de la petición de Aria y los pretendientes acudieron acompañados de los mejores cómicos que podían contratar para recibir asesoramiento. Uno de ellos, sugirió que le contara a la reina el chiste del perro Mistetas, por lo que fue ejecutado en el acto con gran regocijo por parte de los presentes.

Aquello enfrió los ánimos de los príncipes que empezaron a ser más cautos y a preparar con antelación sus recepciones. Ninguna de sus estrategias funcionó: ni funambulistas, ni piruetas, ni canciones picantes, ni dobles sentidos sobre la sexualidad de los presentes... nada la hizo sonreír hasta que un día un noble del lejano reino de Bolichia le presentó como ofrenda una cesta de frutas. Al principio la reina se sintió confusa pero a medida que iba viendo como ante ella se desplegaban piñas, mangos, platanos y demás, las comisuras de sus labios comenzaron a moverse ¿Estaría la reina a punto de sonreír? Los presentes clavaron su mirada en su rostro, expectantes, pero los segundos pasaron y nada cambió en su rostro finalmente.

Sin embargo, nada de lo que había ocurrido pasó desapercibido para Valtran, un humilde repostero de Piponia que supo ver una grieta en el muro que había alzado la reina. La fruta era la clave pero no suficiente. ¿Cómo podría mejorarlo? Días y noches estuvo pensando como usar la fruta de un modo nunca visto, hasta que recordó una extraña historia que le había contado su viejo maestro, poco antes de morir. Hablaba de una crema fresca y dulce hecha con leche que calmaba el ánimo de quien la probaba, cuya receta únicamente conocían los habitantes de la Isla de la Calavera, en el Mar Septentrional. Decidido a conseguir que la reina sonriera, se embarcó en un barco pesquero que por unas cuantas monedas le acercaría a la isla, pues se decía que sus habitantes cortaban la cabeza a los visitantes de ahí lo de "de la calavera" pero todo resultó ser resultado de una mala campaña de publicidad pues sus habitantes eran buenas gentes, que eso si, no le cederían la receta de la misteriosa crema por las buenas, antes, como establecía su tradición, tendría que resolver tres dificiles acertijos:

El primero: "Este banco está ocupado por un padre y por un hijo. El hijo se llama Juan y el nombre del padre ya te lo he dicho". Dudo, porque en el reino de Piponia la J al inicio del nombre significaba "hijo de" pero al final se decidió por "Esteban" y contra todo pronóstico acertó. El segundo y el tercero no le supuso mayores dificultades, "plátano" y "leche" eran las respuestas y entonces, junto con la receta tuvo una revelación. Volvió rápidamente a su taller repostero y se encerró durante dos lunas para, al amanecer de una calurosa mañana de agosto, tener lista al final el arma de su victoria.

Se puso a la cola tras un pomposo conde de un país lejano llamado Transilvania, que le estuvo dando la brasa sobre la anatomía de los murciélagos hasta que tres horas después, le llegó el turno. Ya frente al trono, y frente a la reina, que le miraba sin mirar, un guardia se le acercó e intentó arrebatarle el pequeño vaso de cerámica que había custodiado bajo el brazo todo el tiempo. "No me lo quitéis, os lo ruego", suplicó, "es un regalo para la reina que agradecería aceptara de este humilde repostero".

Esta, con un gesto, deseosa de acabar con las audiencias diarias, le indicó que se acercara. Tomó el recipiente entre sus manos y observó el interior. "Probadlo, os lo ruego", dijo Valtran. Aria hizo lo indicado, timidamente primero, temerosa del sabor de la extraña sustancia blanquecina de extraña textura. Sin embargo, en cuanto dio el primer sorbo, no pudo dejar de beber y beber y beber hasta que, con una gran sonrisa, exclamó: "¿Qué maravilloso brebaje me habéis traído?". "Es una invención mía", respondió el repostero, "la llamo Yogur de Macedonia, y necesita algunos ajustes porque se debería comer con cuchara". La reina fue entonces consciente de que tras largos meses de audencias sin fruto, había sonreido... El público enmudeció y el tiempo se detuvo. Al fin habían encontrado a un nuevo rey.

Mas cuando la reina le ofreció el trono que se alzaba junto al suyo, el repostero declinó la oferta. "Sois muy amable majestad pero no puedo aceptarlo. Yo busco a una persona que me quiera por lo que soy, no solo por lo que hago. Vos no debéis temer por vuestro reinado pues si vuestra decisión fue la de no tomar esposo, el pueblo lo entenderá. Sed fuerte en vuestras convicciones y todo irá bien."
Y así, Valtran se marchó del palacio satisfecho con su acción.

Con los años fue nombrado repostero real, su yogur de macedonia fue conocido en las cuatro esquinas del planeta y su nombre se halla ahora junto a lo de grandes cocineros como Giovanni Rana. La reina por su parte gobernó con sabiduría y firmeza haciendo del reino de Piponia un país moderno, espejo de las demás naciones. Y más adelante se casaría, pero esa, es otra historia.

Fin.