viernes, 27 de agosto de 2010

La mansión Fairfax

El mundo terminó en silencio. Nadie que pudiera escuchar el rugido de las bombas quedó vivo para escucharlas y los pocos afortunados que vieron los destellos cegadores en el horizonte no pudieron articular palabra, ni siquiera Lloyd a quien el final le encontró en algún lugar de la campiña inglesa vagando sin rumbo conocido. Los viejos consejos de defensa civil que había recibido en su niñez le habían salvado. Cuando escuchó en la radio de su coche la alarma de bombardeo, saltó de inmediato a una zanja paralela a la carretera y esperó encogido sobre la fría tierra durante unos minutos que parecieron horas hasta que sintió una ligera brisa caliente, envolviendo su cuerpo con el aroma de la muerte, produciéndole un escalofrío.

No sabia muy bien donde se encontraba. Había estado conduciendo durante varios días sin prestar atención a las indicaciones, pero de seguro se encontraba cerca de alguna población importante. Inglaterra era muy pequeña y ningún ejército bombardearía un prado vacío.

Cuando creyó que el peligro había pasado y la necesidad por saber qué había ocurrido superó al miedo, volvió al coche, aún con las puertas abiertas. No consiguió arrancar ni encender la radio, todos los circuitos estaban fundidos así que echó a andar.

Anochecía cuando, tras seguir una ruta secundaria más segura que las, por seguro, pobladas autopistas, divisó a unos pocos metros un enorme caserón que se erguía sobre una colina. El recuerdo de innumerables películas de terror no fue suficiente para impedir que se acercara a ella pues era el primer indicio de civilización que había encontrado en horas. Puede que Inglaterra fuera algo más grande de lo que pensaba...

Se internó en el jardín, bien cuidado, con pequeños setos en forma de nubes, que flanqueaban un
suntuoso camino que desembocaba en un edificio de corte victoriano al que solo se podía acceder a través de una inapropiada puerta metálica, junto a la cual se podía leer en una placa de cobre: Mansión Fairfax, residencia de verano desde 1704.

Llamó a la puerta pero nadie respondió. En otras circunstancias no lo hubiera hecho, pero la necesidad le apremiaba; además empezaba a sentirse hambriento así que asió el tirador, abrió la puerta y se adentró en el silencioso vestíbulo.

Pese a que sospechaba que no había nadie, el silencio que se respiraba le oprimía el pecho. El olor a café y bollos le dirigió al comedor a través de oscuros pasillos de la mansión. Comida esparcida por el suelo, mesas volcadas, platos rotos y demás muestras de pánico daban pistas de lo que había ocurrido horas antes. Los huéspedes que tomaban el te de las 5 habían salido huyendo al escuchar el aviso de ataque. ¿Hacia donde? se preguntó mientras examinaba la estancia.

Sació su hambre y decidió investigar. Al ser un edificio tan antiguo de seguro no tenia un refugio atómico así que el lugar más seguro para protegerse seria el sótano. No le costó mucho encontrar las escaleras que bajaban a él. De nuevo se encontró ante una puerta cerrada y de nuevo llamó. Esta vez pudo sentir tras las placas de madera un violento murmullo que se alzó como un ejército de hormigas. Sin embargo nadie le abrió. Decidió hacerlo él. El fogonazo del disparo dirigido a su centro de pensamiento le derribó al instante.

- Maldita sea Veronique, te dije que cerraras la puerta - fue lo último que escuchó antes de morir.

Los huéspedes de la mansión contemplaron el cuerpo inerte del alienigena tirado en el umbral. Lo empujaron fuera y cerraron la puerta. Jamás olvidarían aquel verano que estaba a punto de comenzar...

sábado, 14 de agosto de 2010

Janus-5

A veces sueño que soy uno de esos humanos, similar a los que pueden verse en el Museo del Advenimiento. Es curioso porque ¿acaso no parezco uno de ellos? ¿No siento como ellos? ¿No me enfurezco, odio y quiero, como solían hacerlo antes de su extinción? Meros detalles me separan de su especie; detalles sin embargo que son insalvables... por ahora.

La cuestión es que no sé qué me hace envidiar a esos seres pretéritos, diría que dentro de varias generaciones cuasi-mitológicos. Dispongo de todo lo necesario para cumplir mis funciones con eficiencia. Soy el cúlmen de la gran civilización sintética... Y sin embargo, cuando desconecto mis sistemas para recargarlos al caer el sol, me imagino tumbado sobre la hierba de un extenso prado, relajado, mirando las nubes atravesar el límpido azul del cielo mientras siento sobre mi pecho las caricias de mi compañera. Mis sistemas se activan de súbito y al encontrarme en mi oscuro cubículo, algo dentro de mi se rompe...

Uno de estos sueños se lo conté a Robert. Se rió de mi e insinuó que deseaba ese imperfecto cuerpo de materia orgánica en lugar de mi chasis de Vendrita. Gilipollas, no sé por qué le conté nada. Debería confiar mis sentimientos a la Unidad Madre. Y no creas, ya lo hice, pero todo el mundo tenía acceso a esos datos y recibí no pocas criticas por parte de los Cybers, empeñados en evitar la evolución de los androides hacia estadios superiores que le permitieran librarse de las cadenas de la materia.

No sé con quién hablar. ¿Uno de mis semejantes? La mayoría de ellos no lo comprendería. Aquel con el que compartiera mis inquietudes debería haberlas experimentado previamente. ¿Pero como saberlo sin quedar como un absoluto idiota? Si, mis palabras desprenden miedo. Miedo a que mis congéneres sepan mis debilidades, que me critiquen y me juzguen, apartándome de sus círculos de influencia...

Por ahora no me queda mas que resignarme a contener mi inquietud en mis módulos de empatía. Espero no soñar nada esta noche.