martes, 10 de julio de 2012

En brazos de la mujer madura

El estío. La estación del año preferida por juerguistas, estudiantes (valga la redundancia), maridos infieles, naturistas y demás gentes de mal vivir que ansían el placer masoquista de ver arder sus cuerpos bajo los rayos del sol implacable e inmisericorde que domina los cielos sin oposición.

Para alguien como yo, acostumbrado al frío, que cena copos de nieve, que gusta del placer de arrebujarse en las sábanas durante las gélidas mañanas de enero, aunque luego llegue tarde a trabajar y me echen. Aunque yo creo que fue porque durante seis meses estuve apropiándome de un euro en cada transacción que se hacia a los bancos de Luxemburgo, cuya política de protección de datos me permitía vaya canalillo tiene la chavala que acaba de pasar por aquí. Ahí me tiraba yo de cabeza a morir entre... que no me gusta pasar calor, vaya.

Como quiera que no tengo aire acondicionado y en el centro comercial local se han cansado de mi y no me dejan entrar más, lo único que me queda para refrescarme y atenuar los efectos castigadores del clima, es la playa. Sin embargo en esta vida no se puede tener todo y este año las costas de Málaga están sufriendo una de las mayores plagas de medusas de la historia. Y no de esas simpáticas que aparecen en Buscando a Nemo y que como mucho te dejan un círculo rojo de escozor y la vergüenza de que alguien tenga que orinar sobre ti de encontrarte lejos de la civilización, lo que en cualquier playa de mi pueblo, significa, en cualquier parte. No, las que han aparecido este año podrían devorarte la mano u otras partes más queridas de tu anatomía, hasta no dejar más que un grato recuerdo de ellas. Personalmente, prefiero no arriesgarme.

Por ello, he empezado a ir a la piscina. A mi modo de ver, la piscina es un campo de concentración acuático donde son recluidos los niños cuyos padres no les quieren. Siento decirte, querido niño que me lees azuzado por la esperanza de ver las piernas de Susana Griso, que un padre que quiere a su hijo no le lleva a un recinto cerrado, de tamaño asfixiante, con césped que no pondrían ni el campo del Avilés (en el mejor de los casos), con salvavidas de cartón descoloridos por el poco uso, un agua que de tanta sustancia química que tiene podría desinfectar la amputación de un brazo o envenenar a un elefante macho adulto, y un socorrista que, de tener un percance en el agua, lo más probable es que te terminara rematando.

Los niños son conscientes de las condiciones infrahumanas a las que son sometidos y se retrotraen a un estado primitivo donde todo lo que pisan o todo liquido donde flotan se convierte en una letrina, donde los modales y la educacion son sustituidos por una carrera evolutiva para ver quién sobrevive a ser ahogado por sus congéneres y donde la revolución se enciende y apaga al ritmo de los aspersores. De hecho, se dice que en una versión extendida, el 10º infierno de Dante era una piscina municipal y que Hitler escribió su Mein Kampf, furibundo tras una aguadilla por parte de un rabino.

Diametralmente opuesto a este panorama es el de las piscinas de las urbanizaciones de lujo, a una de las cuales decidí ir, porque para algo uno tiene clase y salta los muros como Carl Lewis en sus mejores tiempos como quinqui del Bronx.

Lo bueno de estas es que apenas suele haber gente en ellas. Para los ricos la piscina es un elemento decorativo de su jardín, como un kiosco o una ibicenca en tanga. Cuando ellos se quieren dar un chapuzón se van a sus calas privadas, libre de animales peligrosos.

Así que allí estaba yo, apenas las once de la mañana de un caluroso martes. La entrada despejada, el camino de pizarra que lleva a la zona verde, caliente y en el amplio césped que rodea el agua, una señora mayor, posada gracilmente como un buitre haciendo la digestión en una tumbona. Nadie más.
Hubiera sido mejor disfrutar de aquel paraíso artificial en soledad pero, al fin y al cabo, se trataba de una sola persona y además parecía estar durmiendo.

Coloqué mi toalla en el lado opuesto a donde estaba y tras unos ejercicios de calentamiento me lancé de cabeza al agua. Aún no había tocado el fondo de la piscina cuando la señora se levantó como un resorte, agitada por la sorpresa de saberse acompañada. Tras unas gafas de sol que bien podrían haber ocultado la aviesa mirada de un taimado jugador de poker, escudriñó el agua metódicamente hasta que me localizó.

Yo no lo vi, pero juraría que sentí cómo se relamía los labios y modificaba su tumbona para permanecer erguida y tener así una buena visión de todo el lugar. Necesité unas cuantas brazadas para percatarme de que no importaba en que parte de la piscina me encontrara, siempre tenía sobre mi clavada la enigmática mirada de aquella señora que escondía tras sus gafas de sol su mirada y sus perversas intenciones para conmigo. Hice una prueba que esperaba me sacara de dudas. Me escondí tras la isla artificial que decora la piscina. Durante un minuto no ocurrió nada. No me atrevía a echar un vistazo en su dirección, hasta que la vi aparecer a mi izquierda, caminando por el borde, haciéndose la despreocupada, como si observara las avispas que huían a su paso. Un escalofrío recorrió mi espalda.

No era la primera vez que captaba el interés de alguna jubilada, un gay o cualquier otra persona con la que no tenia ninguna intención de tener una relación. Pero si era la primera vez que me encontraba con tan poca ropa.

Todavía molesto por el acoso descarado de la señora continué nadando y haciendome el muerto alternativamente, sin prestar atención a sus movimientos. Cuando decidí que había tenido suficiente, salí del agua con tanta rapidez y tan mala fortuna que mi holgado bañador se quedó atrás unos centímetros mientras yo ascendía ajeno a ello. Un pájaro grito espantado a lo lejos y con el aliento entrecortado miré a mi alrededor. Gracias a dios la señora ya no estaba.

Pese a todo decidí volver. No por más esperado fue menos desagradable encontrarme en varias ocasiones más, de nuevo a solas, a la misma señora, en la misma tumbona, con las mismas gafas y el mismo deseo contenido, por el decoro, las buenas formas, el qué dirán o la faja. Pese a todo, aquello no iba más allá de glotonas miradas y un férreo marcaje al milímetro, hasta que un día se me acercó y decidió entablar conversación.

Se llamaba Hermenegilda, aunque ella insistió en que la llamara Herme en lugar del más cinematográfico "Gilda". La gente mayor ya se sabe, se llama de formas extrañas, se prenda de jóvenes apuestos como y... e intenta reproducir, bajo el sol del mediodía escenas de "Una proposición indecente" solo que sin dinero y sin Robert Redford. No supe qué decir. O mejor dicho, no sabía cómo decirlo. Entre la versión "soy un cabrón que te haría daño con mi miedo al compromiso" y el más socorrido "Tengo novia", elegí esta segunda que no deja ningún resquicio de esperanza para una Herme que tras una última sonrisa volvió a su apartamento sin mirar atrás.

Hoy, una semana después de aquello, he vuelto a la piscina. No estaba Hermenegilda. Temo que haya fallecido en este tiempo en que no he acudido a refrescarme, bien por causas naturales o por tener roto el corazón. Espero que por lo primero. No quiero encontrármela en forma de espectro en un futuro, a lo Cazafantasmas. Fue agradable poder nadar sin sentirse vigilado. Además, poco antes de que me fuera llegaron cuatro jóvenes, inglesas para ser más exactos. Lo se por la rojez típica de los anglos a los que el sol tuesta por primera vez. Es curioso, un observador entrenado podría conocer la nacionalidad de cualquier turista por la tonalidad del rojo de su piel tras unas horas en la playa (excepción hecha con los nacionalizados y los ciudadanos de las colonias) Lo mejor llegó cuando decidieron hacer Topless cuántico: Si las miraba, corrían a ponerse la parte superior del bikini sobre el pecho desnudo. Si no las miraba, no hubiera podido decir si estaban con sus senos al aire o no. No es que yo sea un voyeur, pero tampoco iba a estar mirando a la palmera todo el tiempo. En cualquier caso, me alegraron el día. A lo mejor me las envió Herme, allá donde quiera que esté.



Esta medusa se comió a mi gato y se leyó un libro de Sanchez Dragó.