viernes, 26 de noviembre de 2010

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El niño que hacía la grulla mientras patinaba

Elíseo era un niño de extracción humilde. Uno más de los que conferían de vida a la ciudad dormitorio donde vivía. Pese a los pocos medios con los que contaba su familia, no le faltaba de nada; y aún así no era feliz, pues sufría el desprecio diario del resto de críos de su colegio.

En un mundo de jerarquizadas marcas, no tenían cabida sus zapatillas J-Javier ni su chandal Niki con el que acudía a las clases de educación física. Niki Lauda, agárrate fuerte, Niki Lauda, le cantaban sus compañeros en el recreo con no poca mala leche, a instancias de algún adulto malintencionado sin duda, pues si los niños de hoy en día apenas saben quién es su padre, mucho menos el piloto austriaco.

Aquellas burlas causaban gran congoja en el pobre Elíseo, cuyas tardes pasaba entre llantos y viejas películas que su hermano le había dejado en herencia antes de marcharse a Calcuta a trabajar, y que le servían para evadirse de esa realidad que le marginaba por lo que tenía. Hasta que un día, entre la pila de cintas Beta, encontró una cuyo título le llamó poderosamente la atención: Karate Kid.

Durante dos horas se vio reflejado en la lucha del joven Daniel Larusso para ganar el respeto de sus compañeros de instituto. Al verle alzarse con el trofeo del campeonato de Valley y con sus ojos aún humedecidos por la emoción, se dijo que no pasaría una sola tarde más humillado en aquella pequeña habitación.

Al día siguiente recorrió toda la ciudad en busca de un anciano asiático que aceptara tutelarle en los misterios del Karate, pero tras visitar el quinto restaurante, donde el regente le ofreció 20 euros por hacer algo que no entendió muy bien, decidió abandonar. De todas formas eso de los torneos de artes marciales era cosa de las películas. Nunca había escuchado que se hubiera celebrado alguno. Sin embargo en los pasillos de la escuela no se hablaba de otra cosa que no fuera la "Carrera de la muerte sobre patines 2010". Lo mejor es que ya sabía patinar y no necesitaría de ningún maestro para ganar. Así que con una canción cañera con abundantes solos de guitarra eléctrica y la ayuda de su perro Jipper, entrenó duramente la semana que le separaba del día del gran evento.

Todos los alumnos del colegio se apiñaban a ambos lados del recorrido, incluido los repetidores, que habían aplazado por un día la preparación de cigarrillos de la risa y hacían apuestas sobre quién sería el ganador.

En la linea de salida no podía tener peor compañía: los chavales que más se reían de él, incluido el hijo del tipo que había propagado la estúpida canción de Niki Lauda. Pero ¿acaso podía ser de otra forma? Tenía que conseguir la gloria frente a sus mayores enemigos para hacerles ver que debía aceptarlo en su grupo. Así lo establecía el canon de Golan-Globus. Por ello, cuando escuchó el pitido que marcaba el inicio de la carrera, se lanzó hacia delante como si le persiguiera una reposición de "El planeta imaginario". Eso le procuró una ventaja de varios segundos sobre su más directo perseguidor: Mario, futuro repetidor y espectador de Sálvame Deluxe, que no tardó en alcanzarle.

Durante varios metros fueron a la par mientras Elíseo trataba de no escuchar los insultos que su rival profería para ponerle nervioso, cosa que al final ocurrió cuando Mario hizo un comentario ofensivo sobre sus patines, hechos con el esqueleto de una silla de ruedas que había encontrado tirada en un descampado.

Había perdido la delantera a pocos metros de la meta, que ya se vislumbraba en el horizonte. El desánimo comenzó a apoderarse de sus piernas, que a cada segundo que pasaba le costaba más mover. Entonces, una voz surgió de su interior:

- Utiliza la grulla, Eliseo San.

¡Era la voz del Sr. Miyagui! Siguió su consejo y mientras se deslizaba sobre el asfalto, levantó su pierna izquierda y sus brazos e imitó a la perfección la grulla. La gente en ese instante enloqueció y Mario se giró para ver qué sucedía con tan mala suerte que no vio un poste telegráfico, reliquia de 1834, chocando contra él y cayendo al suelo con violencia, dando la victoria a Elíseo que cruzó la meta en la postura de la grulla, momento en el cual le vi y decidí contar la historia que le otorgaría la inmortalidad.

viernes, 12 de noviembre de 2010

El enigma de Bagdad (II)

Tres lunas después de haberse iniciado el viaje, la caravana, hasta ese momento incansable, se detuvo. Aún estábamos a medio camino de Ezcurra y ni siquiera nos encontrábamos en el territorio Cimerio, así que eché mano de mi espada y me dispuse a averiguar qué es lo que ocurría. Antes de que pudiera salir del carromato en el que había estado viviendo esos días, la sudorosa cabeza de Rashid, el mercader que dirigía la caravana, apareció entre los cortinajes que cubrían la salida. Sus ojos brillaban presa de la fiebre o la locura, no supe distinguirlo en ese instante. No dijo palabra, simplemente se llevo el dedo índice a los labios y con gestos me invitó a que no me moviera. Pero si Rashid pensaba que podría darme órdenes como si fuera uno de sus vulgares esclavos, se equivocaba. De un salto aterricé en la cálida
arena del desierto. El viento, que siempre azotaba esos lugares, se había detenido y una extraña calma hizo que se me pusieran los pelos de punta.

A pocos metros frente a mi, Rashid daba órdenes en silencio a los mercenarios que le acompañaban. De inmediato se colocaron alrededor de los carros, cubriendo todos los flancos. Estaba claro que esperaban un ataque, pero ¿de quién? Por desgracia la respuesta llegó en forma de un torbellino de arena que engulló la carreta de Rashid junto con sus pertenencias. Los lamentos del comerciante se mezclaban con los gritos agónicos de las bestias de carga, cuyo fin agónico amenazaba con crispar mis nervios, normalmente fríos como las noches en el Calimshan.

Rashid y su harén corrieron en dirección contraria. Un esfuerzo vano pues el mar de arena infinito que les rodeaba no les ofrecería ninguna protección. No, yo no huiría como ese cobarde calishita. Correría si, pero hacia el peligro aún desconocido que engullía su segunda presa. Dispuesto me hallaba a saltar con la furia cegadora del que se juega su vida a un golpe afortunado de espada, cuando una pinza de no menos de tres metros emergió de la arena, partiendo en dos a uno de los camellos que tiraban de la tercera carreta. Por un instante me quedé clavado en el suelo incapaz de asimilar lo que estaba viendo. Y esa sensación de irrealidad se torno en locura cuando tras la pinza pude distinguir el cuerpo no menos enorme de un escorpión de jade, una bestia de la que había oído hablar al anciano de mi tribu,
historias de viejas para asustar a los niños como tantos otros cuentos con los que me había criado, aunque aquello distaba mucho de ser producto de la imaginación de algún viejo desdentado.

Rashid puede que fuera un cobarde, pero sabía elegir a la gente. La actitud de los mercenarios lo demostraba. Cualquier otro, y aunque tema reconocerlo, yo mismo llegué a pensarlo, se hubiera apoderado de una montera y hubiera dejado su vida en manos de Alá y del poderoso desierto, sin embargo ellos no perdieron el tiempo y en cuanto el escorpión quedó a la vista, lo rodearon y se dispusieron a atacarlo al unísono. De diez espadas, tres quedaron heridos de muerte tras ser golpeados por las veloces pinzas y otro más fue ensartado por el aguijón. Al menos no tendré que preocuparme por morir envenenado pensé mientras me lanzaba al lomo de la bestia, distraída por los mercenarios que quedaban. No bien puse en pie en su resbaladiza espalda, notó mi presencia. Trate de atravesarla con mi espada, pero era inútil. No
podía atravesarla y mis intentos solo sirvieron para enfurecerla más. Tuve que agarrarme a su cola mientras el escorpión forcejeaba, moviéndose bruscamente de un lado a otro y alzaba sus pinzas para atraparme, sin mucho éxito. En cualquier caso tenía que terminar con aquello pronto o correría el mismo destino que dos de los mercenarios, que habían muerto aplastados bajo las patas del arácnido.

Recordé entonces un regalo de un alquimista para el que había trabajado no hacía mucho: una pequeña bolsa repleta de pequeños granos negros como el carbón, pero que, según él, tenían propiedades mágicas, hasta el punto de poder derribar un muro o matar a distancia a alguien. Desprendí la bolsa de mi cinto y esparcí los granos por la espalda del animal. No ocurrió nada.

Maldije con toda mi alma a aquel charlatán, lanzando una estocada tras otra con la rabia del que se sabe moribundo. Mas el destino me tenía reservado otro final, pues en uno de mis mandobles, se produjo una chispa que inflamó aquellos granos, produciendo una gran explosión que me lanzó por los aires hasta caer a varios metros de distancias de la criatura, qué enfurecida por el dolor, comenzó a clavarse su propio aguijón mientras arremetía contra el grupo de mercenarios supervivientes, acabando con casi todos ellos. O al menos eso me pareció ver en ese momento, pues tras ver cómo la sangre brotaba como un manantial del lomo del escorpión. Por un momento, un instante o quizás menos, incluso vi cómo se desvanecía en el aire para volver a aparecer, moribundo y rendido ante su propia picadura mortal. No pude ver más. Perdí el conocimiento.

martes, 2 de noviembre de 2010

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El enigma de Bagdad

Agazapado junto a una columna gruesa y antigua como el palacio que apuntalaba, esperaba con paciencia a que el Visir despachara a los últimos embajadores, para poder hablar con él.

Con gran suntuosidad y pompa, los representantes de Cimeria, una lejana y polvorienta provincia del imperio, se despidieron hasta la siguiente recepción, que acontecería el año siguiente por esas mismas fechas, cuando el perezoso sale de su madriguera y comienza la búsqueda de comida con la que saciar su hambre enfurecida por los meses de hibernación.

Cuando la algarabía del cortejo fue nada más que un murmullo, entró en los aposentos de Khalad-Al- Imir, El Glande, como era apodado con sorna por sus rivales, debido a su lujuria desenfrenada e irresponsable.

- ¿Sabes quienes eran esos? - me preguntó sin ni siquiera levantar la vista de los documentos que estaba examinando.

- Un puñado de viejas cimerianas - respondí con atrevimiento. Ninguna persona cabal hubiera tratado con esa confianza al hombre más poderoso de Persia, pero no había en mi nada cabal. Por fortuna el Visir lo sabía y no dudó en reírse con mi apreciación.

- Si, viejas... viejas útiles. Como sabes el gran Sultán no tiene bastante con sus extensos dominios. Entre tú y yo, me ha dicho un pajarito que el impulso de ensanchar las fronteras del imperio para mayor gloria del profeta viene de su nueva concubina, Agila y no de él.

Si los rumores eran ciertos, el pajarito era una chica de ojos negros como el futuro, extensa cabellera y sonrisa electrizante que respondía al nombre de Samira, primogénita del Sultán.

- ¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo?

Nunca me gustaron los rodeos y mi tiempo era oro. Además, la primera regla de un asesino es no pasar mucho tiempo en un mismo sitio, y mi permanencia en aquella sala se estaba alargando innecesariamente.

- Iré al grano pues es tarde y otros... asuntos me esperan. En Cimeria se está concentrando el grueso del ejército, comandado por el Sultán y su mujer, con el objetivo de atacar el pequeño reino de Citria. Por si mismo no es un gran problema, a no ser porque es un estado tapón entre nosotros y los mongoles. Ya sabes lo que eso significa...

¿Había alguien en todo el mundo conocido que no conociera a los sanguinarios guerreros mongoles? Tener frontera con ellos significaría sufrir sus mortales razias, ya de por si frecuentes incluso con otro reino de por medio. El Visir pareció leerle el pensamiento y asintió con desgana.

- Así intenté hacérselo ver a los embajadores de Cimeria, pero esos estúpidos prefieren arriesgarse a ver clavadas sus cabezas en las lanzas mongolas a sufrir la ira del Sultán.

- ¿Por qué habrían de padecerla? - medité en voz alta. La respuesta me llegó clara como el amanecer. - El Sultán es un hombre razonable, si acaso demasiado pusilánime. No ordenaría matar a nadie por exponerle la cuestión como tu lo has hecho conmigo. Les sugeriste que acabaran con la vida de Agila ¿no es así? Por eso formaban tanto escándalo cuando se marchaban.

- En efecto. Y ya ves, se negaron. Su lealtad hacia el Sultán es incorruptible, me dijeron. Estúpidos. No se dan cuenta que esa loca nos va a llevar a todos al desastre.

- ¿No temes que vayan al Sultán a transmitirle tus planes?

- Tranquilo. No eres el único asesino al que he mandado llamar esta noche.

No hizo falta que el Visir dijera nada. Ya sabía cual era mi objetivo. Solo quedaba por saber el beneficio que sacaría.

- 20.000 dinares de oro y un puesto en el ejército si así lo deseas.

- Puedes ahorrartelo. No me interesa engordar en una garita o tras un escritorio mientras en el desierto el viento corre libre. El oro será suficiente.

Se despidió con una sonrisa gélida, como la que la muerte dedica a aquellos que acuden a su encuentro. Salí sin hacer ruido y me dirigí al barrio de Sadir. No me costó mucho encontrar una caravana que se dirigiera a Ezcurra, la capital de Cimeria. Por una buena suma compré un sitio en la parte trasera del carromato de un comerciante de sedas. Tardaría varios días en llegar, pero no tenía prisa. Además necesitaba pensar.

Llevaba mucho tiempo en el negocio como para saber que Khalad no se conformaba con ver fuera de circulación a Agila. Apostaría mi cabeza a que iba tras el Sultán. Todavía no sabía como, pero con el Sultán y su ambiciosa concubina muertos, Khalad, aliado con Samira gobernarían a los persas sin que nadie se opusiera. Y con más seguridad aún, intentarían cargarme el regicidio a mi. Era algo tan tópico que incluso me ofendió. Por el momento tenía que seguirles el juego, pero quedaban muchas manos hasta terminar la partida.

Continuará...