viernes, 14 de junio de 2013

Mortadelo. The End.

Un teléfono suena con insistencia en una casa llena de recuerdos: una caja con diez cerrojos, un montón de cohetes pintados, un bombín... recuerdos de amigos, enemigos, aventuras, casos y anécdotas que han convertido el pequeño piso en un improvisado museo dedicado a su carrera contra el crimen, y a su vez, en un mausoleo para el cada vez más cercano momento de su muerte.

La puerta del baño se abre dejando escapar una tormenta de vapor que se desvanece en el pasillo, decorado con carteles conmemorativos de todos los mundiales de fútbol y los juegos olímpicos en los que participó. Aún recuerda el primero: Gatolandia 76, donde tuvo el honor de llevar la llama olímpica desde España y encender el pebetero. Se frota las manos con la toalla enrollada a su cintura, pero secarlas no elimina las arrugas que las surcan.

Los rítmicos pitidos no cesan. Debe ser algo importante. Confiaba en que fuera alguno de los teleoperadores que no dejan de suplicarle que se cambie de compañía telefónica. Pero a esas horas de la tarde, cualquier posible vendedor no insistiría tanto.

Entra en el dormitorio. Junto a la cama, pulcramente colocados se encuentran sus zapatos negros como el azabache. Uno de ellos no deja de vibrar. Lo coge.

- Vicente ha muerto. Pasaré a recogerle en diez minutos.- Es todo lo que dice la voz familiar del otro lado. Pensaba que jamás volvería a saber de él desde aquella mañana de abril. Abre el armario en busca de su antiguo traje de levita, enterrado tras una montaña de disfraces de romano, sultán, bombero, árbol, farola... La bolsa de plástico donde lo guardó ha hecho bien su trabajo. Está impecable. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo colgó en el olvido, junto con su vida, pero aún le queda bien, pese a que no se ha cuidado especialmente. Su escasa pensión ha velado por su figura en su lugar.

Suena un claxon en la calle. Ya ha llegado; tal y como pensaba en su vieja scooter del 67. Cierra la puerta de casa y en el rellano esquiva al gato negro del vecino que huye despavorido de uno de los ratones del edificio, inquilinos más fieles que todos los que haya tenido el propietario del inmueble en toda su vida.

Ha aparcado frente a la entrada del edificio. Pese a que la edad se ha empezado a cebar en su rostro, los pantalones granate, la camisa impoluta y la pajarita negra le hacen inconfundible. Una simple mirada les basta para superar el abismo que les ha separado durante tantos años. No se dicen nada.

Mortadelo se sube en el asiento del acompañante y la moto arranca con un fuerte estruendo que asusta al gato del edificio distrayéndolo el instante necesario para ser cazado por su perseguidor.
Atraviesan las calles del centro en dirección a la periferia. La scooter es vieja pero alcanza una velocidad considerable, aun así puede contemplar los lugares por los que circulan. Cada rincón guarda un recuerdo, una punzada de nostalgia, un mundo mejor... Las calles se suceden una tras otra. Ríos de hormigón que intentó limpiar de maleantes y criminales durante los mejores años de su juventud, para al final darse cuenta de que la gente no quería ser salvada. El niño al que ayer libró de un prolongado secuestro es hoy un tirano que trafica con armas. Aquella criatura que salió de los detritus de la sociedad parece un miembro de Greenpeace ante los desmanes ecológicos de los ayuntamientos; los científicos locos ahora trabajan para grandes multinacionales y son respetados. El mundo al revés.

Vicente vivía en una mansión victoriana que se hizo construir, influenciado por las novelas de Sherlock Holmes. Solo hay luz en la planta baja. Las superiores guardan el correspondiente luto. Aparcan junto al coche del embajador de Bestiolandia. Llaman a la puerta. Les abre una atractiva rubia de rasgos familiares.

- ¿Inma?- intenta adivinar Mortadelo.

La mujer sonríe pese al gesto de dolor que marca su cara.

- Esa zorra no se ha dignado a aparecer por aquí. Y ha hecho bien, porque no se qué le hubiera hecho de tenerla cerca.

Mortadelo la mira de arriba a abajo. Si se lo hubieran dicho cuando le perseguía por todos los rincones de la oficina en busca de un beso y una promesa de algo más, quizás no hubiera corrido tanto. Se ha operado la nariz y ha perdido kilos, muchos. Pero esa voz es inconfundible.

- Ofelia...

Su belleza ha cambiado de carcelero. Cuando se deshizo de los kilos, las arrugas de la vejez tomaron su lugar. Aún así es hermosa a su manera, como una vasija griega encontrada en un yacimiento antiguo.

- Gracias por venir chicos.

Con un gesto les invita a que entren en el vestíbulo. Filemón es el primero en mostrar sus condolencias a la viuda. Ofelia parece visiblemente afectada aunque las lágrimas se resisten a dar vistosidad a sus sentimientos. Mortadelo se limita a abrazarla en silencio. Pasan juntos al salón principal repleto de amigos y personalidades. Allí se encuentran el agente Floro, miembros de la antigua organización criminal H.I.G.O., el agente J-46, el profesor Bacterio, Alfonso Dividendo, media plantilla de la T.I.A. entre muchos otros, que se mezclan con miembros de la familia del difunto.

Una araña de época hace lo que puede por iluminar la estancia, aunque pese a sus esfuerzos, no son pocos los rincones dominados por la penumbra.

- A él le gustaba así - se disculpa Ofelia consciente del extra deprimente que aporta la lámpara mientras dirige la mirada al féretro que domina la habitación desde un extremo de la misma - Decía que demasiada luz podría revelar lo que hacía a quienes le espiaban. Se pasaba los días diciendo que todo había sido un complot, una trampa que se cerraba sobre su persona, cazándole como a un vulgar conejo. El cierre de la TIA, el ostracismo al que fue condenado, siempre creyó que había sido una conspiración para allanar el camino a algo muy grande.

- ¿Cómo murió? - pregunta Mortadelo.

- Le dispararon cerca del viejo edificio de la TIA. No sé qué hacía allí a esas horas. Cuando salió de casa me dijo que iba a jugar al póker. Aún dormía cuando recibí la llamada de la policía informándome de que habían encontrado su cuerpo con dos agujeros de bala.

- Puede que no estuviera tan loco como parecía, entonces.

- La policía está investigando pero... dicen que será complicado. No hubo testigos, no encontraron pruebas... Lo siento, yo... no puedo hablar de ello. Si me disculpáis...

Su anfitriona se aleja para atender a las personas que llegan en un reguero constante a presentar sus respetos. Incluso en la atmósfera tenue y recogida del velatorio Ofelia resplandece mientras va de aquí para allá. No puede dejar de mirarla.

- No le de más vueltas.- interviene Filemón, que parece haber leído sus pensamientos - No habría funcionado y tampoco lo haría ahora. - Vamos, tenemos un asesinato que resolver.

Han pasado diez años, una década desde que su trabajo fuera ninguneado, despreciado y reducido a un simple gracias acompañando a una carta de prejubilación. Ni siquiera se dignaron a regalarle un reloj barato, y el vetusto edificio que tienen enfrente le recuerda todo aquello. La hiedra se ha apoderado de sus muros, las puertas están tapiadas con recios tablones y algunas ventanas han perdido sus cristales. Un vándalo intentó arrancar el cartel sobre la puerta, sin mucho éxito pues se dejó atrás la T. Está totalmente cerrado. Por eso la policía no entró, ni pensó siquiera que el sospechoso o la victima pudieran haber entrado. Lo que no sabían los agentes es la existencia de la entrada secreta XR-445. En el lugar donde yació Vicente apenas queda la sombra de una silueta marcada con tiza. Si hay alguna pista, debe estar dentro de las oficinas de la T.IA..

Se dirigen al lateral izquierdo del edificio. Allí hay un cartel al nivel del suelo anunciando la nueva opereta de Albeniz, en el que se puede ver a un cantante en un escenario. Comienzan a aplaudir, el cantante hace una reverencia, se aparta y los agentes suben al escenario, perdiéndose entre bambalinas. Un transeúnte que lo ha visto todo intenta imitar la acción, pero es reprendido por el artista, visiblemente molesto por el escándalo formado por sus asíncronos aplausos.

El pasadizo del escenario desemboca en la recepción. Tres dedos de polvo lo recubren todo. Filemón tose profusamente.

- Demasiado tabaco jefe.

- No diga tonterías Mortadelo. Yo no fumo. Es el polvo. ¿No lo ve? Y no me llame jefe. Hace mucho que no trabajamos juntos.

- Vale pero usted deje de tratarme de usted. - El color amarillento de sus dedos, el mechero que se intuye en el bolsillo de su camisa y un ligero aroma ocre en su aliento le dicen que miente. Lo medita por unos instantes, pero no le dice nada al respecto. Podría haber sido un buen detective si le hubieran dejado o si hubiera tenido agallas.

Cuando los de arriba desmantelaron la TIA lo hicieron con tanta prisa que ni siquiera se llevaron los muebles. Todo sigue en su lugar como un reloj parado en una hora más benévola. Por los pasillos ahora fantasmagóricos corrieron huyendo de Ofelia o de alguna disparatada misión, gastaron bromas a Bacterio o simplemente pasaron el rato haciendo aviones de papel.

Una sorpresa les aguarda en la sala de briefing. Se suponía que todas las trampas con las que contaba el edificio se habían desactivado, pero al pisar una de las baldosas trampa, un techo doble cae sobre ellos. Por suerte en el último momento pueden esconderse bajo una mesa de roble que amortigua el golpe y les salva la vida.

- Estoy demasiado viejo para esta mierda. - rezonga Filemón mientras se sacude el polvo de los pantalones.

En el vestíbulo de la tercera planta encuentran huellas recientes que siguen hasta el antiguo despacho del Súper. Los cajones de los archivadores están abiertos, hay huellas por todas partes y sobre el escritorio alguien ha dejado una hoja de papel. Mortadelo la recoge y la lee con detenimiento. Es una lista de nombres con sus correspondientes direcciones.

- La banda del Pincel - lee Filemón en el encabezado. - No me suena de nada. ¿Y a usted?

- Ni idea. ¿Cree que puede tener relación con el asesinato de Vicente?

- A saber. En el papel no dice nada. Los nombres pertenecen a conocidos criminales. A más de uno le pusimos a la sombra durante un tiempo, pero no sabemos si planean algo. Por lo que sabemos, podrían haber formado un grupo musical. Habrá que investigar a los que aparecen ahí.

Recorren el camino inverso hasta salir del edificio. El primero de la lista es Joe Bestiajez, un viejo conocido en el mundo del hampa que no dejó de delinquir por mucho que le detuvieron. Un elemento fuera del sistema al que intentaron integrar en él a martillazos. No funcionó. Llegan a su barrio cuando el sol se desprende de sus últimos rayos.. Barrio obrero, cuyas calles grises desembocan en un parque cubierto de césped y árboles que resalta ante lo inanimado de los bloques de hormigón que lo rodean.. Y es allí precisamente donde se topan casi por casualidad con los 2x2 metros de humanidad de Bestiajez.

De espaldas a ellos, no les ha visto. Está ocupado dando de comer a las palomas en una desconcertante actitud pacifica que no sabían que cultivara. Puede que en tantos años haya podido cambiar, pero no pueden arriesgarse. Con él lo mejor es golpear primero, golpear después y por si acaso una tercera vez; luego preguntar. Siempre es mejor tener que disculparse por un exceso de violencia que pasar una semana en una casa de socorro... un ambulatorio, se corrige Filemón mentalmente mientras hace señas a Mortadelo para que mantenga su posición. Él se acercará sigilosamente y le golpeará en la nuca con una cachiporra para dejarlo sin sentido. Luego le atarán y podrán interrogarlo sin riesgo alguno para su salud.

El plan parece funcionar. Se coloca a solo dos pasos de Joe, que no se ha percatado de nada. Sopesa donde golpear; sabe que si no lo hace en el punto exacto únicamente le causará mucho dolor, aunque lo peor es que luego se lo devolverá a él multiplicado por 1000. Alza el brazo, la cachiporra bien sujeta, sus dedos crispados sobre ella, se dispone a descargar con contundencia el golpe y de pronto, todas las farolas se encienden al unísono. Esto distrae a Bestiajez, que gira la cabeza en el momento oportuno para ver a una de sus viejas némesis con el brazo en alto y el rostro desencajado. Sonríe

A pocos metros de allí, Mortadelo saca su disfraz de fantasma y pone pies en polvorosa. Demasiadas veces ha vivido esa situación como para saber que el jefe será apaleado hasta que Joe se canse, y luego este robará un coche o una motocicleta y desaparecerá en la noche dejándoles sin sospechoso. No quiere estar por medio cuando huya.

Mientras se aleja, escucha en la distancia las súplicas y los gritos de dolor de Filemón, pero, flotando incorpóreo sobre una fuente, en lugar de sentir remordimientos o pesar, siente una chispa de vida encenderse en su interior por primera vez en años.

Quince minutos después se reencuentran junto a la scooter.

- Bestiajez está perdiendo facultades - comenta lacónicamente Filemón mientras comprueba que las zonas doloridas de su cuerpo siguen en su lugar. - Si tuviera veinte años menos, podría haber sido yo el que le saltara los dientes.

Montan en la moto.. No hay reproches. Hasta el último día se quejó de que siempre le dejara en la estacada a la hora de recibir golpes y sin embargo, en esta ocasión ni siquiera ha merecido un triste comentario. Lo que no puede ver, es que mientras se dirigen en busca del segundo miembro de la banda: Mike Manazas. Filemón sonríe...

En la lista está escrita la dirección de su domicilio, sin embargo saben que es mucho más probable que a esas horas, a cualquiera en verdad, se encuentre en el Bar Saturno, un antro del centro en el que criminales de baja estofa acuden a ahogar sus penas y planear delitos de poca monta.

Allí le encuentran, al fondo del local, hablando con un par de tipos a los que, a primera vista, no reconocen. Se sientan en la barra para evitar ser descubiertos, sin quitar ojo a la conversación que tiene lugar un par de mesas más allá. Mike gesticula mucho, a veces alza la voz, pero al instante se da cuenta de ello y recupera el tono confidencial que les impide escuchar lo que hablan. Finalmente, uno de los desconocidos saca un maletín de debajo de la mesa y se lo entrega a Mike, que no bien lo recibe, se levanta y abandona el bar.

Apuran la cerveza que habían pedido y le siguen a prudente distancia. Hay que descubrir qué guarda el dichoso maletín. Si se lo quitan disimuladamente, no hará falta la acción directa. Mortadelo tiene un plan. Se disfrazará de Fox Terrier para acercarse a él y entonces, cuando menos se lo espere le dará el cambiazo. Pese a los nervios iniciales, consigue su objetivo. Tras seguirle unos metros, logra sustituir el maletín por un chorizo de cantimpalo. Pero en el último instante la suerte le es esquiva y, camino del lugar donde ha quedado con Filemón, al girar una esquina, se da de bruces con un bulldog en celo, que le toma por un miembro del sexo contrario con el que desfogarse. Se inicia una frenética persecución por las calles, deslizándose bajo los coches, saltando sobre bancos, corriendo en zig zag entre las farolas, que termina cuando Mortadelo, más pendiente de comprobar si el bulldog le alcanza, choca con su jefe, derribándolo en el suelo.

Aprovecha este momento de confusión en el que el bulldog no sabe qué ha pasado con él, para disfrazarse de golondrina y salir volando como alma que lleva el diablo mientras a decenas de metros bajo él, el perro ataca con fiereza a Filemón, pues le culpa de haber hecho desaparecer a su improvisado ligue. Los remordimientos afloran en Mortadelo, que no puede ver cómo su jefe es mordido una y otra vez en todas sus extremidades. Desciende hasta el suelo, se viste de corto como un jugador de la selección y de un poderoso chut lanza al bulldog a decenas de metros de distancia, yendo a impactar contra la scooter, que termina echa fosfatina.

Mientras Filemón se aplica alcohol a las heridas, comprueba el contenido del maletín. En su interior encuentra diversos manuales para un curso de manipulador de alimentos, pero nada incriminatorio.
Resignados, no les queda más remedio que continuar con sus pesquisas. Vuelven al bar por si Manazas ha vuelto, pero no hay ni rastro de él. El lugar está vacío salvo por el camarero que limpia las mesas. Se van quedando sin hombres de la banda a quienes interrogar. Billy Dinamita es su penúltima apuesta. Vive en un adosado en un barrio bien de la ciudad. Seguro que pagado con el dinero del gran robo al banco nacional de Cefalopodia, cometido apenas unos meses después de que la T.I.A. desapareciera. Como la moto es pasto de desguace, se ven obligados a caminar. El aire fresco de la noche les reconforta y anima. Apenas encuentran a nadie por la calle. A esas horas las personas honradas duermen plácidamente en sus hogares, mientras gente como ellos vela porque lo hagan tranquilos.

Poco antes de llegar, son interceptados por un señor con gafas. Les ha tomado por dos serenos e insiste bastante enfadado en que le acompañen para abrirle la puerta de su casa, no muy lejos de allí, a solo un par de manzanas. Su hogar resulta ser un buzón de correos. Intentan hacerle entrar en razón pero eso es algo de lo que ese hombrecillo cabezón carece. Filemón se encoge de hombros, saca su pistola y de un certero disparo vuela la cerradura de la portezuela.

El hombrecillo les agradece la ayuda. Mientras se alejan de allí, escuchan en la distancia sus quejas airadas por el escaso tamaño del salón, el cual recordaba más grande y luminoso.

En el adosado de Billy las luces permanecen apagadas. Cada uno entrará por un sitio distinto y registrará la casa. Posteriormente irán a por el sospechoso. Filemón se cuela por la ventana del salón. Hay luna llena por lo que tiene algo de visión, aún así no puede evitar chocar contra una mesita y gritar una maldición por el dolor provocado. Una de las lámparas se enciende súbitamente. Había una anciana durmiendo en uno de los sofás y ahora la ha despertado. Debe ser la madre de Dinamita.

- ¡Anda! ¡Un bebé! - exclama la anciana al ver a Filemón. Las gafas que protagonizan su rostro evidencian una severa miopía. Además, da la sensación de sufrir principio de Alzheimer - ¿De dónde has salido tú? Ven con la abuela Consuelo que te de algo de comer, que estás muy pálido.

No le queda otra que seguirle el juego, cogerla de la mano y acompañarla a la cocina, donde la anciana le da una cucharada de un líquido espeso que vacila en tragar. Ante las dudas, la vieja le introduce con violencia la cuchara en la boca. Es aceite de ricino. Asqueroso aceite de ricino. Lo odia, lo abomina, lo desprecia... Aprovecha que Consuelo ha ido a buscar un babero a su habitación para registrar los muebles en busca de algo con lo que quitarse aquel sabor. Lo encuentra en una de las baldas: una botella de Whisky que vacía en su gaznate de un trago, sin darse cuenta hasta que es demasiado tarde de que lo que bebe no es alcohol, es aguarrás. Conoce el sabor, puede parecer una broma macabra del destino pero no es la primera vez que le pasa aquello. Han sido tantas las ocasiones... y pese a ello, aún le abrasa la garganta. Ni siquiera se molesta en usar la puerta; salta por la ventana al jardín y comienza a comer tierra, la única forma de conservar la tráquea. Consuelo le ve y piensa que está jugando solo. Le apena que no tenga un compañero de juegos, así que llama a Ursus, su perro, que hasta entonces dormía plácidamente en su caseta. Perro y hombre cruzan sus miradas y se dan cuenta, para temor de uno y regocijo de otro, que se han visto antes, no hace mucho.

Mortadelo aprovecha que el jefe está siendo atacado por el bulldog mientras es jaleado por la anciana, para registrar la casa. No hay nada. Una habitación llena de capazos de mimbre es lo único a destacar. Tampoco hay ni rastro de Bill. Ahora queda salvar a Filemón. Disfrazado de cigüeña aterriza en el jardín y convence a Consuelo de que ha habido un error en la entrega. Juntos salen volando lejos de allí.

Esperan a que Filemón reponga fuerzas. La siguiente parada no está muy lejos de allí. Irán a pie. Un último nombre sin tachar en la lista: Ibañez. No hay más. Si de él no logran sacar nada tendrán que volver a sus vidas y olvidarlo todo.

Llegan a la casa unos minutos después. A un par de metros de la puerta discuten en voz baja sobre cual es el mejor plan para entrar en la guarida del criminal y poder interrogarlo. Surge entonces desde algún lugar a un par de calles de allí el estruendoso grito del hombrecillo que vivía en el buzón. Vocifera algo sobre que le han engañado con su casa. Hace tanto ruido que podría despertar a medio país. Entonces se abre la puerta dejando al descubierto en el umbral una figura fantasmagórica, de cráneo deforestado, grandes gafas y pobladas patillas. Empuña un revolver encañonado hacia ellos.
Lo saben al instante. Ha llegado su final. No hay discursos de última hora con una explicación de todo, ni un instante que aprovechar para crear una distracción y sortear a la muerte una vez más. Al menos han encontrado al culpable. Se miran el uno al otro. Ibañez dispara con precisión. Dos tiros certeros que penetran en ambos corazones. Cuando los cuerpos tocan el suelo, lo hacen inertes, sin vida. Mira a un lado y a otro de la calle. Nadie le ha visto. Está amaneciendo y los ciudadanos aún están desperezándose. Mete los cuerpos rápidamente y los lleva al cuarto de la limpieza. Más tarde, libres las calles de testigos incómodos, se deshará de ellos. Mientras, todavía tiene unas largas horas por delante para celebrar la culminación de su plan. Se dirige a su estudio saboreando el tosco aroma de un cigarrillo mientras silba una alegre tonadilla.

Ibañez coge un folio en blanco, se sienta a su mesa de dibujo y comienza a bosquejar la primera viñeta de la que será su última historieta: una calle solitaria bajo el manto de la noche en la que brilla una rubia enfundada en un ajustado vestido carmesí. Sobre ella, el recuadro de texto del omnipresente narrador: Esta noche ha muerto un superintendente.

jueves, 13 de junio de 2013

Maratón man

Agustín es un anciano que pasa las mañanas tomando el fresco en un rincón del paseo marítimo, a salvo del implacable sol bajo la sombra que le proporciona una frondosa palmera que, cuenta, plantó de niño cuando todo aquello era campo. Pero no es eso lo único que cuenta a quienes se acercan a la cubierta natural del árbol. Una vez ha terminado con la historia de cómo el desarrollo urbanístico salvaje que marcó con una lengua de cemento y baldosas el camino paralelo a la costa, respetó a su palmera, comienza a hablar en voz baja y mientras mira de un lado a otro con los ojos entornados se sienta en el filo de la silla de playa, como si esperara tener que salir huyendo en cualquier momento, captando el interes del turista despistado, al que hace complice de su historia.

Es la historia de un hombre que brilló con la fuerza de mil soles el tiempo que tarda una cerilla en consumirse. Nadie sabe de dónde venía, comienza Agustín. Cuando apareció por primera vez pensé que era un turista más. Llevo años aquí y he visto de todo: ingleses rojos, finlandeses en monociclo, hippies barbudos, pero nada como él: pantalones negros cortos a juego con sus gafas de sol, esa era la única vestimenta de aquel misterioso hombre calvo,que habia ofrecido en holocausto a la aerodinamica, hasta el último pelo de su cuerpo.

Pronto hizo del paseo maritimo sus dominios, los cuales recorria de un extremo a otro con paso ligero pero constante. Aunque no era esto lo que llamaba la atencion de los viandantes, al fin y al cabo, corredores semidesnudos los hay y los habra siempre. Miren, por ahí pasa uno precisamente, señala el viejo. Y efectivamente, invariablemente siempre que alarga su mano esta apunta a un corredor o corredora con poca ropa. La caracteristica que dejaba boquiabierto a todo aquel con el que se cruzaba, prosigue, es que cuando corría, no lo hacia con la compañia de un pequeño reproductor de mp3 con el que infundirse ánimos o evadirse del mundanal ruido, sino que daba una zancada tras otra con todo un señor iPad en las manos, de tal manera que sus gráciles movimientos se tornaban en ridículos, causando hilaridad en quienes le veian, una vez superado el estupor inicial. Pero pasaron varios dias y el "Calvo de la tontería" como le apodaron,  seguia acudiendo fiel a su cita con el ejercicio. Los habituales comenzaron a preguntarse entonces quien era ese hombre, sus motivaciones y qué es lo que llevaba puesto en el iPad para mantener su mirada sobre él mientras corría.

Uno de los camareros del chiringuito de aquí al lado intentó averiguarlo. Se puso a correr a su lado durante un buen trecho, pero el sol no le dejaba ver bien la pantalla. Se acercó entonces más de lo que aconsejan las leyes del running, pero el misterioso corredor no se inmutó, aceleró el ritmo y pronto dejo atrás al exhausto camarero, que se dijo entre jadeos inmisericordes, que debería dejar de fumar tanto.

El desconocimiento llevó a la frustración y con esta, las ganas de acabar con él. Intentaron despistarlo de todos los modos posibles para que tuviera un traspiés y cayera de bruces al suelo. Le insultaban, se interponian en su camino, las chicas le enseñaban los pechos con total descaro y posterior descontento, pues tras las inescrutables gafas de sol, nada se movia. Bien podría decirse que en lugar de ojos tuviera dos cuencas desprovistas de vida. Nadie lo supo jamás.

Pasaron las semanas y un día simplemente desapareció. Unos dicen que volvió a su casa tras finalizar sus vacaciones, que era un anuncio de Apple con fecha de caducidad, otros que el diablo en persona vino en su busca para que le acompañe en sus carreras por el infierno. Nadie sabe la verdad y posiblemente nunca la descubramos.

Y así termina la historia. ¿Ya está? preguntan invariablemente todos los turistas, que se van decepcionados y descontentos por haber perdido el tiempo. Lo que no saben es que mientras estaban absortos con la narración, el calvo de la tontería, ya no tan calvo, ha pasado junto a ellos y les ha robado la cartera, cuyo botín compartirá con Agustín.


* Toda la gente de la sección "La gente de Moriarty" existe o existió. El llamado "Calvo de la tontería" fue un runner que sembró de risas el paseo marítimo de mi pueblo el verano de 2012. A poco para el inicio de un nuevo estío, se hacen apuestas sobre si volverá.