martes, 12 de junio de 2012

El barrendero que miraba con tristeza al infinito

La mano izquierda apoyada sobre el árbol, la derecha sobre la escoba y la cabeza sobre esta. Así pasa Antonio Manuel gran parte de su jornada laboral como barrendero. Muchos le tildan de vago aunque él, a cuyos oídos han llegado dichos comentarios, prefiere definirse como pensador acosado por circunstancias extemporáneas y una pertinaz sequía económica.

No importa que el  terral azote sus mejillas, que los truenos le cieguen o que la lluvia le cale los huesos a través del uniforme amarillo chillón, aunque esta dificulta enormemente su trabajo. Él siempre está ahí, meditando, mirando más allá de lo evidente, perdido en un mundo que solo existe en sus pupilas.

En los corrillos del barrio de La Peña, juran que le han visto trabajar alguna que otra vez. Los que menos frecuentan las calles no se lo creen. Piensan que no es más que una leyenda urbana con la que justificar el que no se le denuncie ante el ayuntamiento. La señora Amparo llegó a decir una vez que es sobrino del alcalde. ¿Quién sino alguien con una persona de tan alta distinción detrás podría dedicar el 80% de su tiempo de trabajo a no hacer nada? Además, ella vio cómo un coche negro, muy elegante, del estilo de los que suelen tener los políticos, se paraba delante de Antonio Manuel, bajaba la ventanilla y... ahí ya no pudo ver más porque la llamaron por teléfono para una promoción muy buena de desele del Internet y cuando colgó ya no había nadie.

El corrillo dejó divagar a la señora Amparo una vez más, como solía en cada reunión desde que afirmó que su difunto Mariano se le aparecía todos los viernes con unas tijeras y le recortaba las recetas de sus medicinas para la artrosis.. La conclusión de aquel día de chismes fue que alguien debería llamar al ayuntamiento para ayudar a la señora Amparo, no para denunciar al pobre Antonio Manuel que al menos, incluso en su estado catatónico daba los buenos días a quien amablemente le saludaba. Y además, no se notaba su falta de dedicación, las calles permanecían limpias. "Como que no ensuciamos" fue el ultimo comentario que se escuchó en la reunión.

Y así, mientras quien más quien menos se percataba de que las horas pasar dejaba, nadie se percató de que Antonio Manuel tras hacer su ronda en minutos, en el mismo sitio se paraba, nunca un poco más allá. Una mano en el árbol, sobre la escoba la otra y no miraba hacia atrás, ni a derecha ni a su izquierda, sino siempre hacia adelante hacia el ventanal gigante del instituto local. Y a través de él veía, dando clases día tras día, a la bella Genoveva; su delicado cuerpo, su cabello largo y suelto y unos brazos por los que gustoso abrazar se dejaría. Y deja libre su mente, vuela alto sin control a un lugar lejano, perdido en el infinito, en el mar de los posibles, donde solo hay un tú y yo, donde él la enamora, viven juntos y felices y se hartan de comer perdices hasta el final de los tiempos o hasta que llega el recreo, que con su timbre estridente, le devuelve al presente, un lugar mucho peor. Pues al fin y al cabo solo es un pobre currante sin ningún mérito importante y ella es un sol radiante, inaccesible y brillante, incluso para el sobrino del alcalde.

En el siguiente corrillo se decide su destino. Algo colmó un vaso que la mayoría veía medio vacío. En cualquier caso una llamada anónima fue realizada al ayuntamiento. El asunto se demoró por unas cuantas semanas hasta que finalmente ocurrió. La señora Amparo fue ingresada en una residencia de la capital donde podrían atender su demencia y con ella se fue su hija, Genoveva, la bella maestra de escuela.

Pero Antonio Manuel continúa, día tras día, mirando con tristeza al infinito, pensando en lo que pudo hacer y no supo, en lo que pudo ser y no ocurrió, mientras unos le llaman vago y muchos otros, pensador.