jueves, 23 de abril de 2009

Alerta roja en el mediterraneo

Stephen Ray desde el corazón de la costa del sol.

Un rumor se extiende por las soleadas calles de Los Boliches. La propuesta de la nueva ley de costas que pretende acabar con los chiringuitos de la localidad ha hecho saltar las alarmas en este pequeño pueblo del sur de la península, que lucha durante innumerables generaciones por conseguir la independencia y liberarse así del yugo fuengiroleño.


El odio hacia el vecino del oeste ha permanecido latente en los corazones de sus habitantes, pese a los años de relativa calma y bonanza económica; pero al ancestral enemigo ha venido a sumársele un oponente aún mayor: los mesetarios de Madrid.

"Esos rancios del centro se mueren de envidia por nuestras playas. Ellos sólo pueden refrescarse en sus cutre piscinas en las que todo el mundo... ya sabe. Por eso quieren quitarnos nuestros chiringuitos sin los cuales no se puede entender la playa" comentó un miembro del clandestino gobierno bolichero que prefiere mantenerse en el anonimato.

Pero no es la envidia lo único que ha motivado esta irracional decisión. Esta medida se ve como un bloqueo económico encubierto contra esta aspirante a nación (y por tanto como Casus Belli), pues los chiringuitos son una muestra de identidad nacional única en Europa que atrae a turistas de todo el mundo. El 60% del PIB de Los Boliches proviene del sector servicios y el 40% restante de la construcción. Con la debacle de esta última, los ingresos derivados de los visitantes extranjeros que arriban a las soleadas costas en busca de paz y alcohol barato, son lo único que les queda para evitar la bancarrota.

Una delegación bolichera compuesta por el maestro del pueblo y el concejal de juventud permanece en la capital del reino intentando negociar una salida pacífica a la situación, pero los mesetarios continúan amasando tropas junto a las fronteras, para aplicar la ley cueste lo que cueste. Lo que no saben es que los bolicheros no piensan quedarse de brazos cruzados.

Caminar por la avenida principal del barrio-país da una idea de la tensión prebélica que se masca en el ambiente. Los dos carriles están repletos de trincheras, en las que resistir el ataque de las fuerzas enemigas. Sin embargo, mientras las negociaciones siguen su fatal curso, la versión oficial es que se trata de unas obras de Telefónica, que quiere modernizar sus infraestructuras tendiendo un cableado de fibra óptica, algo a todas luces increíble, pero ahora ya no importa mantener las apariencias.
En un incidente ocurrido en la tarde del 19 de abril, jóvenes milicianos identificaron a un mesetario que caminaba por en medio del carril bici junto a la playa, sin importarle lo más mínimo el derecho de los ciclistas a pasear por allí; lo desnudaron, lo emplumaron y lo lanzaron al otro lado de la frontera. En el palacio presidencial estalló la psicosis. Se temió un inminente ataque de venganza. Se programó que el presidente oficioso del país se dirigiera a su pueblo. Se esperaba que el discurso fuera dedicado a intentar apaciguar los ánimos, pero en lugar de ello, hizo un llamamiento a la resistencia heroica de sus ciudadanos.

"Lucharemos en el mar, lucharemos en las playas, lucharemos en el paseo marítimo. Nunca nos rendiremos. Y si Los Boliches y su Commonwealth se extienden en el tiempo durante mil años, cuando miren a esta época de peligros y desafíos dirán: Fue esa su hora más hermosa."
Esas fueron las palabras con las que enfervorizó a una masiva audiencia de doscientas personas que acto seguido salieron a las calles dispuestos a aplacar su ira con todo aquello que oliera a mesetario.
Dejándome arrastrar por el aroma a jazmín que impregna cada rincón de este lugar, me encuentro de casualidad, con Giuseppe Riggoli, un veterano coronel de la guerra Italo-marinense, al que tuve ocasión de conocer durante la toma de Roma. Yo iba en el sidecar de la moto con la que entró en la ciudad. Le pregunto su opinión acerca de cómo será la lucha.

"No habrá nada comparable a la deflagración que tendrá lugar en estas costas. Los bolicheros son la gente más susceptible que he conocido nunca. Una vez le pedí fuego a un viejo que tomaba el sol junto a su casa, se levantó como un resorte gritando: Quieres pegarme fuego ¿verdad? Tuve que salir corriendo pues sacó su bastón y comenzó a blandirlo con clara intención de golpearme. Y son todos así. Son inescrutables. Les miro a la cara y veo... ¡¡ojos!!"

En el bar del Ritz-Los Boliches, me encuentro con Pierre, un miembro del Mossad que se hacía pasar por el tapicero en tiempos de paz. No le importa que descubra su tapadera, pues según él  "La hora del espionaje ha terminado. Se gana más tapizando sofás y de vez en cuando das con alguna clienta muy agradecida" Sin embargo, aún tiene algo de información útil que contarme. "Evita el Marino´s Park. Te clavan 120 euros por una paella"

Asesores militares soviéticos y de San Marino, trabajan con el alto mando en la estrategia a seguir en un conflicto que se prevé inminente. La embajada americana fue evacuada esta madrugada mientras el país dormía y los gobiernos europeos aconsejan a sus ciudadanos no pasar sus vacaciones aquí.
En el frente diplomático, se trabaja a contrarreloj para conseguir la unión formal con El Pinillo, para disuadir a los mesetistas y tratar así de evitar la guerra. Entre los éxitos conseguidos está el apoyo de Marbella, Monte Mar, Benalmádena, China y la ciudad de los muchachos. Pero no sólo en las palabras confía este pueblo indómito.

Viking, formada por combatientes finlandeses y noruegos, da apoyo logístico a las fuerzas combatientes, pues sus países se mantienen neutrales a la espera de acontecimientos.

Los mesetarios harían mal en subestimar el poderío bélico de estos fieros soldados. Ya no pelean con piedras y redes como antaño. El prolongado conflicto de baja intensidad mantenido durante décadas hizo que la industria armamentística continuara su imparable desarrollo, ideando nuevas formas de matar. Su éxito más notable, es la "Espetoneta" una mezcla brillante entre el gas sardina y un arma blanca, que se adapta a los AK-74 cedidos por el gobierno chino, multiplicando su poder destructivo por diez en el combate cuerpo a cuerpo.

Me alejo de Los Boliches sobrecogido. Los soldados están en sus puestos esperando su destino. En sus venerables rostros surcados de arrugas, en las canas que conforman sus cabellos, veo la sombra de la muerte. Una muerte que llegará pronto. Para algunos, antes incluso de que se inicien las hostilidades.
Tienen armas, tienen un plan, tienen aliados poderosos y sobre todo, tienen la férrea voluntad de mantener su forma de vida y su libertad, sin importar el duro precio que tengan que pagar. Espero poder volver al chiringuito Paquito-playa algún día y degustar una sangría fresca mientras me dejo cautivar por el eterno mar.

*Stephen Ray es un veterano corresponsal de guerra con más de 20 años y 40 conflictos a sus espaldas. Su último trabajo fue "Hombres de papel" una desgarradora crónica de la conquista de Italia por parte de un batallón de pastores de San Marino, y su ejército de maniquíes, por la que ganó el premio Publitzer. Actualmente viaja por el mundo para dar voz a esos conflictos olvidados de los que nadie quiere escuchar.

miércoles, 15 de abril de 2009

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Un deseo realizado

Con los codos apoyados en el suelo y sus brazos rodeando sus torneados muslos, levantó su rostro para coger aire y una vez hubo recuperado el aliento, se zambulló de nuevo entre las piernas de su amada. Entre los suaves riscos que le circundaban, se encontraba la dulce cueva que su lengua exploraba vivaz en busca de la perla del placer. Llevaba varios minutos buceando en el dulce liquido que manaba de ella, como un caudaloso río desembocando en su boca un torrente imparable que no llegaba a saciarlo del todo, más bien al contrario pues a medida que iba degustando sus jugos, su ansia por ellos se acrecentaba al ritmo de sus profundos lametones que arrancaban de ella gemidos contenidos por su pene, adorado por la diestra lengua de Ilsa, cuyas fauces lo engullían y lo chupaban con fruición sintiéndolo crecer en su boca, llenándola, amenazando con alcanzar su garganta...

Todo había comenzado media hora antes. Renoir llegó a la hora acordada. Ella le esperaba arreglada según sus deseos. Abrió solícita la puerta y él no pudo esperar. No hubo palabras ni preliminares. La arrinconó contra la pared, se arrodilló ante ella, y aprisionando sus tobillos con sus manos, comenzó a acariciarla por las pantorrillas, subiendo por los tersos muslos que se abrían anticipándose al deseo, hasta arremangar su vestido a su cintura y dejar su sexo expuesto para su lujuria. Y asiéndola de los muslos comenzó a penetrarla sin mesura ni control, hundiendo su lengua en su boca y su falo en sus entrañas con gran violencia. Ella le seguía el juego de tipo dominante y rudo y entre jadeos suspiraba a su oído que la follara sin detenerse, sin darle tregua a su chorreante coño, haciéndole perder el control con su sensual voz, aumentando el ritmo de sus embestidas, haciéndola sentir clavada en la pared por aquella estaca de carne que la exorcizaría del demonio del desenfreno que se había apoderado de los dos y que no cesó hasta que se derramó dentro de su vagina entre jadeos exhaustos.

Entonces llegó el tiempo para ella. Mientras arroyos de semen descendían sin prisa por sus muslos exaltados, las manos de Renoir comenzaron a acariciar su cintura mientras con suaves besos perfilaba sus hombros y buscaba un camino por el que descender hasta sus pechos, duros y suaves como los pezones que no dudo en morder con delicadeza mientras la cogía de la mano para ponerla de rodillas.
Pero Ilsa tenía otros planes. Se tumbó en el frío suelo, y él sobre ella, sexo contra boca, en una entrega mutua, en un placer armónico.

Y así llegaron a ese momento en el que la pasión inflama a Renoir, que deja libre su cadera para que simule penetrar su delicada boca, que se defiende del ataque de aquel falo palpitante en una tenaz lucha entre lengua y miembro; en el que ella presiona con sus muslos la cabeza de su amante para que no salga de entre ellos, para impedir que escape con el tesoro de su deleite. Quiere que siga profundizando en su gruta, acariciando sus paredes carnosas con su lengua, sentirla deslizarse arriba y abajo por su labios menores, para que al final, cuando ella le implore que la penetre, que la posea, que la haga suya, devore con sus labios su hinchado clítoris.

Deja de lamer su miembro. El éxtasis se acerca; a él no le importa que se detenga, sus manos le arañan la espalda mientras el orgasmo la eleva o lo intenta bajo el peso de su amante, de aquel hombre cuyo miembro aun resguarda entre sus fauces en espera de su devoción; pero él lo retira y ella se encuentra ya libre para jadear y gritar a los cuatro vientos que su sexo está colmado.

Con el cuerpo trémulo tras la devastación del orgasmo, Renoir se recuesta a su lado. El suelo que antes le parecía frío es ahora el más cálido lecho. Siente las caricias de las rudas manos, delimitando su cuerpo con la precisión de un artesano. Ella se deja llevar, cierra los ojos y se abandona, aunque en su bajo vientre los tambores que llaman a la sensual lucha continúan sonando y con cada caricia, con cada dulce pellizco en sus pezones hinchados, el sonido aumenta y el calor también, y entonces recuerda que la verga de Renoir aún apunta al cielo, dispuesta a despegar a las estrellas bajo la dirección de su diestra boca.

Piensa en cabalgarlo pero él no quiere, prefiere el misionero inverso, como lo llamó una noche, hace un año o quizás no tanto. Así pues cubre con su sexo la dura verga, sintiendo su latido desbocado dentro de ella. Se recuesta sobre él, sus pechos juntos, sus bocas al alcance de lo que les dicte la pasión. Siente las fuertes manos de Renoir posándose sobre su trasero, agarrando con firmeza sus nalgas, abriéndola para facilitar la entrada, para marcar el ritmo con el que desea ser follado. Ella se deja manejar, ahora le pertenece, mientras sus caderas combaten por rendir al otro en una lucha interminable y no deja de mirarle a los ojos. Cada embestida se ve reflejada en ellos, en cómo los arietes de la pasión retumban en su rostro cada vez que su polla la horada, la parte en dos y el placer que explota en su bajo vientre con los azotes que recibe con cada embate y que la hacen suplicar pidiendo más.

En medio del clímax, cuando el placer se hacía con el mando de su consciencia haciéndola arquear la espalda, cuando le sentía derramarse en su interior por segunda vez, cuando sus miradas permanecían clavadas y podían ver en ellos sus almas entrelazadas como sus cuerpos, la una sobre el otro, los labios de Renoir

- Te quiero Ilse.

Se incorporó sobre sus codos, con la expresión en su cara de quien deja de estar perdido en lo profundo de una caverna. Renoir acarició sus mejillas con suavidad; con el rostro serio y la mirada en sus cabellos... introdujo los dedos sobre la melena rubia y con cuidado de que no se enganchara, la liberó de aquella peluca y del fetiche que le había impuesto cuando había aparecido en su puerta un año antes: el imitar la apariencia de su mujer, fallecida meses atrás y tener así la oportunidad de amarla una última vez. Aunque aquella última vez se había ido repitiendo durante semanas y luego meses y ella ya pensaba que serían años, hasta que escuchó aquella declaración. Y su espíritu se llenó de felicidad.

Cuando cerró la puerta de su apartamento, tras despedirse de él con un casto beso, fue al dormitorio y se miró en el espejo de la cómoda. Ahora que su marido por fin había superado su pérdida, su trabajo había terminado. Y con su nombre en sus labios y su imagen en el recuerdo, se desvaneció en la soledad de la habitación dejando un mensaje escrito con carmín en el espejo: Te quiero.

sábado, 11 de abril de 2009

Uno y dos

Dos bancos bajo mi ventana. Dos bancos que bordean el desgastado camino que cruza el pequeño parque que separa el edificio del espectro de un arroyo, en cuyo lecho al fútbol suelen jugar los niños. Los dos están ocupados en esa tarde de sol y desgana. Las cuatro repican las campanas de la lejana iglesia y sólo los ancianos se atreven a pasear por las calles. Los jóvenes tomarán su turno cuando la luna caliente con fuerza las bebidas espirituosas que calentarán sus espíritus, pero ahora, cuando el eco de la última campanada se pierde a lo lejos, hacia los borrosos montes desdibujados por la bruma, unos jubilados ocupan los dos bancos que contemplo asomado a mi ventana.

En uno de ellos, al oeste de mi, y al este yo de ellos, una pareja se dedica arrumacos y abrazos lentos y pausados. En el otro, al oeste de mi y al este él de ellos, otro anciano, de silueta triste, mirada gacha y rostro ajado, apoyado en sus rodillas, desmigaja un mendrugo de pan con el que da de comer a cuantas palomas se atreven a descender de su vuelo en busca del fácil sustento. Y cuando una de esas migajas alcanza pronto el suelo, yo le veo desviar la mirada hacia el banco donde ellos, se olvidan de palomas, el calor de muerte y el azul del cielo y se pierden el uno con el otro en un interminable duelo de miradas cómplices, de muestras de amor sincero. Y agacha de nuevo la cabeza y junto con más migajas, veo como sus lágrimas, salado condimento, las acompañan en su camino hacia el suelo.

No se si estoy viendo una escena real o un futuro incierto, pero cuando el viejo deja el pan y alza la vista al cielo, nuestras miradas se cruzan y en sus ojos yo me veo. Y él no sabe si ve a una persona real o a un pasado incierto, y se pregunta a cuantas palomas tendrá que alimentar hasta hallar la paz del muerto.

Se levanta de prisa, se sacude el pan primero, y pasa junto al banco, al oeste de mi, al este yo de ellos y se aleja despacio, con la mirada triste, clavada en todo momento al suelo. Me alejo de la ventana, lejos de aquel aserto, mientras en el banco al oeste del anciano, al oeste yo de ellos, siguen con sus carantoñas aquellos felices viejos.

domingo, 5 de abril de 2009

Un paseo por las nubes

Más allá de las tierras baldías, el único lugar en el que se puede respirar verdadera tranquilidad en kilómetros a la redonda, es el Parque de la Cantera, del que ya he hablado en alguna ocasión.

Suelo ir todos los días pues el ejercicio que proporciona el subir los empinados escalones hacia la explanada de la cúspide del elevado monte alrededor del cual crecen los jardines municipales, es impagable. La cima suele estar cubierta de silencio y los restos de alguna juerga nocturna protagonizada por algún grupo de gamberros. Pero este día es diferente. Sentada en un banco, con la mirada perdida en la alfombra de cemento de la ciudad que se extiende a los pies del monte, me encuentro con una rubia despampanante, de las que aman con su mirada y odian con el reverso de la mano. En otro tiempo ese era uno de mis sueños, solo que la chica estaba recubierta de nata; ahora es sólo un estorbo para mi meditación diaria.

Procuro alejarme de ella, lo poco que me permite el reducido tamaño del llano. Apoyado en la barandilla, frente a unos nombres tallados en madera y carne, dejo mi mente volar hacia otros mundos, otros tiempos mejores, hacia lo que pudo ser y no fue, hacia lo que será y no quiero que sea... no puedo evitar mirarla de reojo.

Lleva gafas de sol, pero sé que está llorando. Yo también llevo gafas de sol. Saca una lata de cerveza del bolsillo de su chaqueta y comienza a beberla con pequeños sorbos. Son las diez de la mañana. Demasiado pronto para beber, incluso para una guiri. Sólo por sus gestos se adivina que no es de aquí. A su lado, junto a la chaqueta, un paquete de Marlboro del que asoman dos cigarrillos evita que la brisa que barre la cumbre se lleve un sobre con los bordes coloreados.

Intento abstraerme pero me es imposible. Me debato en un dilema complejo: ¿le digo algo? Al fin y al cabo si ha venido hasta aquí es para estar sola, no para charlar con un completo desconocido... Durante varios minutos me remuevo intranquilo. Se que no debería decirle nada, pero me recuerda a alguien a quien hice llorar, asi que finalmente decido sentarme junto a ella. Nadie debería pasarlo mal solo.

Se llama Ingrid y está de Erasmus en la universidad de Málaga. No le molesta mi presencia, dudo que algo le afectara. Me enseña la carta bajo el paquete de tabaco. Está en sueco. Ella resume su contenido en un español improvisado. Sólo una frase: Me ha dejado.

No quiero hurgar en la herida. No le pregunto por qué. No hace falta. Ella misma se encarga de desglosar su triste devenir. Albert no puede con la distancia. Piensa que se fue al extranjero para huir de él, de sus dudas. Y es verdad, pero ya no, reconoce entre lágrimas. Y ahora es demasiado tarde; y yo le digo que no, que nunca lo es si de verdad se aman, y tras unos instantes, sorbe sus lágrimas coge la carta y el tabaco y se va sin mirar atrás. Cogerá el próximo vuelo a Estocolmo.

Deja la cerveza a mi lado, a medio terminar. Tal vez le de un trago. Nunca es demasiado pronto para beber.

miércoles, 1 de abril de 2009

La Rebelión

Aprovecharon que estaba dormido y no sospechaba nada. Estaba soñando que jugaba un partido de fútbol pero no uno cualquiera, sino la final de la copa del mundo. El delantero del equipo contrario se acercó a toda velocidad a la portería que él defendía y cuando estaba en el borde del área pequeña, lanzó un zapatazo hacia la escuadra.

Vio acercarse el balón como un misil. Intentó levantar los brazos para detenerlo, pero no podía moverlos, sentía como si pesaran una tonelada. Cuando impactó contra su cara, se despertó. Gotas de sudor frío salpicaban su frente. Quiso coger el reloj que dejaba en la mesilla todas los noches antes de acostarme. Le fue imposible. ¡Estaba atado! Abrió los ojos preguntándose si no permanecería todavía preso de la telaraña de sus sueños. Mordió uno de sus carrillos con doloroso resultado. Estaba bien despierto y un creciente pánico se iba apoderando de sus pensamientos. La habitación estaba a oscuras, así que no podía ver quien o qué le retenía contra la cama.

De pronto la lampara de la mesita se encendió y pudo comprobar que eran tres gruesas cuerdas que guardaba en el cobertizo las que le mantenían inmóvil, a merced de sus desconocidos captores.
Entonces fue consciente del hormigueo que subía por su estomago, como si decenas de insectos corrieran hacia su pecho. Puso a prueba la resistencia de las ataduras cuando intentó aliviar el picor retorciendo violentamente sus brazos.

- No te resistas. No puedes soltarte - dijo una voz aguda como la de un niño.

- ¿Quién ha dicho eso?

En el tiempo que tardó en pestañear, se mostraron ante él una decena de pequeños seres que habían tomado su pecho por un foro romano. Los observó unos instantes. Había un astronauta, un androide con aspecto de galán, una especie de soldado perteneciente a la colección de su hermano pequeño, un oficinista, un enano cabreado... Se quedó mirando a aquel androide: el tupé a lo Elvis, el traje de chaqueta con una marca de carmín en la solapa, la cicatriz de la cara...

- Tú eres... - balbuceó.

- En efecto y estos son Yr, Poli, Emilio, Mario, Votri... - respondió el androide señalando al resto de miniaturas -. En fin, no te serán extraños nuestros rostros, ni ajenas nuestras peripecias ¿verdad?

- Claro - respondió presuroso - pero no puede ser posible. Sois... sois... mis personajes -. Movió la cabeza de un lado a otro queriendo desprenderse del ataque de locura que le afectaba -. Esto es un sueño. El más raro que he tenido nunca, pero sueño al fin y al cabo.

- No digas tonterías - le interrumpió Anthony, protagonista de uno de sus primeros relatos, en los que la humanidad había dejado de lado las relaciones personales para intimar con robots -. Somos tan reales como tu miseria.

- ¿Y qué hacéis aquí? ¿Sois vosotros los causantes de mi cautiverio?

- Lo somos. Tenemos que hablar contigo seriamente y no queríamos arriesgarnos a que huyeras de nosotros. Estamos hartos de ser protagonistas de tus historias.

-¿Qué tienen de malo?- replicó el escritor.

- ¿Lo dices en serio? Todas tus historias acaban en desamor. La tristeza campa a sus anchas por tus textos. Los versos se deslizan por la desidia. Mojas en penas tu pluma y con ello nos haces desgraciados. ¿Qué te hemos hecho? ¿Acaso no somos merecedores de una brizna de felicidad?

- Sólo plasmo la realidad - trató de defenderse.

- ¿Qué culpa tenemos nosotros de que el mundo te rehuya? ¿De que hayas cerrado tu corazón y tirado la llave al abismo del olvido? No nos hagas partícipes de tu derrota. Tenemos derecho a disfrutar de las cosas buenas de la vida, de emocionarnos con el brillo de un riachuelo en las pupilas del ser amado, de estremecernos por un abrazo en la oscuridad de una habitación...

- ¿Quién os ha enseñado esas cosas?

- ¡Tú! Estúpido. No fuiste siempre así. ¿No lo recuerdas?

- Tú antes molabas - le reprochó un tipo espigado de larga barba cubierto por una túnica blanca - ¿No podrías volver a esos relatos repletos de chascarrillos?

El escritor tornó el asombro en firmeza y se enfrentó a ellos con arrogancia.

- Comprendo vuestras peticiones pero me son imposible aceptarlas. Puesto que no soy, ni volveré a ser lo suficiente feliz como para escribir mis textos alegres de antaño, prefiero el dolor de la pérdida, fuente de la que mana mi inspiración, y sufrir por ello, a la mediocridad estéril de la simple paz interior.

- Tío que pedante eres - tuvo que reconocer Anthony - ¿Es tú última palabra?

- Si - afirmó con resolución mientras apartaba la mirada de ellos, acaso para no flaquear en su decisión.

- ¡A él!

Al día siguiente todos los periódicos llevaban la noticia en sus páginas de sucesos:

"Conocido escritor desaparece en mitad de la noche. Ha dejado una enigmática nota en miniatura que dice: Voy en busca del amor."