martes, 20 de enero de 2009

Incomprensión

Fue un pequeño pasaje de un libro olvidado en lo más profundo de la biblioteca del monasterio de Saint Jacques, lo que prendió la chispa que inflamó su determinación. Corrió hacia su laboratorio, donde se encerró, no sin antes dar órdenes a su criado de que no se le molestara por nada del mundo.

Durante varias décadas trabajó sin descanso en la lóbrega estancia, sin salir de ella ni una sola vez. Cuando tenia sueño, lo que solia ser poco frecuente, se tumbaba en un sucio catre, y cuando su criado le pasaba la comida por la puerta, saciaba su hambre. El resto del tiempo lo dedicaba a experimentar con sus alambiques y sus pociones.

Una mañana, la puerta del laboratorio se abrió con un gran estruendo. El criado comprobó como su señor, el duque de Verger, salia demacrado y desastrado como un mendigo, pero una gran sonrisa de felicidad surcaba su rostro.

- ¡La he encontrado Silas! - le gritó como un niño con juguetes nuevos.

- ¿Qué ha encontrado señor? - le preguntó.

El duque salió corriendo hacia el exterior.

- ¡¡¡La piedra filosofal Silas!!! ¡¡¡La piedra filosofal!!!

El duque era el dueño de la mayor parte de plomo del reino, el cual almacenaba en un inmenso almacén. Hacia allí corria, dispuesto a probar su descubrimiento. Le sorprendió encontrarse la entrada custodiada por varios soldados, pero estos se retiraron al ver su anillo ducal, aunque pusieron más reticencias de las que podria esperarse.

Pero no le importaba. Ante él se erigian montañas de plomo y más plomo.

- Soy rico - susurró para sí sin mucha convicción, como si temiera que todo no fuera más que un sueño.

Sacó la piedra filosofal de su bolsillo y la acercó lentamente al plomo. A medida que se acercaba, el plomo iba adquiriendo un tono dorado. Al entrar en contacto, se convirtió en oro.

- ¡¡Soy rico!! ¡¡Rico!! - gritaba ahora con júbilo a la entrada del almacén.

Los habitantes de un pueblo cercano, al escuchar tanto estruendo, se acercaron a ver que ocurria. Cuando el duque les contó lo que habia conseguido, le miraron horrorizados. El burgomaestre llegó pocos minutos despues. Entró en el almacen con el joyero local y salió con el rostro demudado. De inmediato mandó prender al duque, que se debatia por librarse de los soldados que lo asian con firmeza.

- ¿Qué felonia es está? - preguntó - ¿Acaso pretendeis robarme?

El alcalde lo miró como si estuviera hablando con un demente.

- No sabeis lo que habeis hecho Duque. En vuestra ausencia un sabio del norte inventó una máquina que funciona con plomo. Gracias a ella, podemos trasladarnos grandes distancias sin esfuerzo, en un tiempo escaso. El oro apenas tiene valor.

Hizo un gesto a los soldados para que se llevaran al Duque.

- ¿Donde me llevais? - gimió este.

- Ese plomo que habeis convertido en oro significaba el 25% de las reservas del reino. Se os acusa de sabotaje y traición a la Corona. Se os encerrará en una celda hasta la ejecución de la sentencia. La pena por ese delito es la hoguera.

martes, 13 de enero de 2009

Cuestiones familiares

Bolsas de plástico apresuradas, repletas de recuerdos en manos de una mujer que se dirige angustiada al taxi que la espera en la calle, lejos de los gritos que recibe a su espalda, marcada por los golpes inmisericordes del marido del que huye ante la curiosa mirada de esos vecinos, ocultos tras los visillos de sus ventanas, que nada dijeron cuando una noche tras otra, ocultos tras sus delgadas paredes, escuchaban la agonía de la mujer que ahora sube al vehículo y le pide al conductor que la lleve a cualquier parte, lejos de la humillación, la derrota y el dolor.

El coche arranca dejando atrás vecinos cotillas y un marido que, cobarde, alza el puño desde la seguridad de la entrada de su casa, amenazando a la mujer a la que un día juró amar hasta que la muerte los separara. Una muerte que una semana más tarde, impondrá a su cónyuge, a traición y con rabia acumulada en los días que estuvo buscándola.

Cuando los medios de comunicación se dirijan al barrio y cuestionen a los vecinos sobre su pasividad ante el sufrimiento ajeno, estos responderán:

- No pensamos que fuera otra cosa, más que una pequeña riña familiar.

sábado, 10 de enero de 2009

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La patrulla fantasma

Marcó el código de Hong Kong en el desvencijado panel de control del sistema Leibniz de transporte. El tubo Leibniz como era apodado por los usuarios. De inmediato, se materializó en la plaza de la revolución, una inmensa explanada de cemento que se erigió en conmemoración de los muertos en la lucha contra... Hizo esfuerzos por recordarlo, pero lo historia no era su fuerte. Algo así como los contistas... no importaba.

Meses atrás, le hubiera recibido el murmullo constante de los viandantes, paseando entre los puestos del mercadillo semanal, regateando con los vendedores. Ahora solo había silencio y suciedad. Papeles cubrían por doquier las calles, libres de vehículos y personas. Tenia la sensación de encontrarse en una vieja maqueta a escala.

Se dirigió al centro de comunicaciones local y envió su mensaje a través de la red. Ojeó una vieja revista durante varios minutos hasta que quedó claro que no obtendría respuesta.

Volvió resignado al tubo. La siguiente parada era la capital de la antigua federación: New York.
Los gigantes de cristal y acero, que habían sido derruidos y vueltos a construir innumerables veces, parecían aún más amenazadores bajo la luz mortecina de la luna que brillaba en un cielo pleno de estrellas. Sintió un escalofrío al pasar por la amplia avenida, aunque sabia que no había nada que temer. Siguió el mismo procedimiento. Fue al centro de comunicaciones, lanzó su mensaje y no obtuvo respuesta. Tachó la ciudad en la lista que llevaba. Dos más y habría terminado. Antes de abandonar la ciudad, quería visitar un lugar: la biblioteca del congreso.

Las estanterías se hallaban vacías. Paseo entre ellas recordando su niñez, cuando acompañaba a su madre al principio de cada mes, a recoger un par de libros que leía ávidamente.

En el mar de muebles de madera, algo le llamó la atención. Al fondo de la sala dedicada a la ciencia ficción, alguien había olvidado un par de ejemplares: "Jim del espacio exterior" y "The end is nigh" Leyó un pasaje al azar de este último y no pudo evitar lanzar una carcajada antes de guardarlos en su mochila. Seria una pena que se perdieran.

Su siguiente destino era Lemuria, la principal ciudad de Atlantis, el continente sumergido en el que la raza humana había sobrevivido a las incontables guerras que habían azotado la superficie del planeta. Ni siquiera allí había esperanza ahora.

Su estructura era muy similar a una estación espacial. Alargados pasillos metálicos que unían inmensas bóvedas destinadas cada una a un fin determinado.

Apareció directamente en la sala de comunicaciones. Mientras el mensaje que portaba se repetía una y otra vez, echó un vistazo al exterior. Nada se movía en el fondo marino, ni una simple alga. Con suerte bacterias y virus sobrevivirían, pero tarde o temprano, también a ellos les llegaria el final.

Como era de esperar, tampoco tuvo respuesta.

Antes de activar el tubo Leibniz, se enfundó un traje protector. No era necesario en el lugar a donde iba, pero no quería correr riesgos.

El brillo del sol, cuya superficie ocupaba una tercera parte del firmamento, le deslumbró nada mas llegar a Paris, la ciudad de la luz que había iluminado la voluntad del ser humano, era su ultima parada.

Esta vez paso de largo el centro de comunicaciones. Su trabajo había concluido. Sólo quedaba acudir al hangar espacial. Decenas de naves se apiñaban en la agrietada pista. La torre de control era un hervidero de gente sudorosa. Todos se preparaban para la evacuación inminente. Estuvo charlando con otros buscadores. uno de ellos había encontrado a un granjero de Nairobi que se obcecaba en no dejar su granja, pese a que hacia meses que se habian secado sus cultivos.

Todos se fueron marchando hasta que solo quedó él. En la escalinata de su nave, se detuvo para echar un ultimo vistazo al paisaje, con el agónico solo como protagonista, minutos después se alejaba del planeta. Activó el piloto automático y cogió el libro que tanta gracia le había hecho en la biblioteca. Él era el protagonista de uno de sus relatos. Él era el último humano en abandonar la Tierra.

domingo, 4 de enero de 2009

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Bajo el agua

No recuerdo haber venido a la playa, no recuerdo haberme bañado en el mar, sin embargo, despierto bajo el agua, a pocos centímetros de la superficie. Puedo ver con claridad el cielo despejado; una gaviota que sobrevuela la zona y se abalanza sobre un desafortunado pez. Puedo ver el sol, inundando con su calor las aguas que me rodean. Me ahogo.

Al principio es fácil nadar, buceo hacia el exterior, hacia el aire libre. Un par de centímetros más y abré emergido triunfante de las traicioneras aguas.

En el ultimo instante, cuando mi nariz ya capta el frescor de la brisa costera, las fuerzas me abandonan. Desciendo como un plomo. Me ahogo.

Ahora braceo, no para huir, sino para no caer más. Empeño en ello hasta la ultima de mis energías. Es inútil, sigo hundiéndome. No puedo más. Me ahogo.

Ya no se ve tan claro el cielo, ya no percibo el calor del sol. Yo soy el pez desafortunado, que no morirá en las fauces de un ave, sino en las mías propias. Ya me rodea la oscuridad abisal, no veo el fondo. Mucho me queda por recorrer. Me ahogo.