domingo, 10 de abril de 2016

Amunike, padre de Luis Enrique

El juego se desarrollaba con un ritmo lento, cobarde; un toma y daca interminable con pérdidas de balón constantes por parte de uno y otro en el centro del campo, que hizo que la defensa bajara los brazos confiada en que la medición constante de fuerzas no desembocaría en un conflicto abierto.

Amunike miraba con desesperación el marcador, y de este pasaba la mirada a su reloj. Los minutos se sucedían y sus jugadores eran incapaces de crear una sola oportunidad de gol. No le había importado demasiado durante el transcurso de la primera parte pues el contrario estaba igual de encorsetado, sin ideas frescas ni la necesidad de tomar un riesgo innecesario de forma tan temprana. No les culpaba. Tanto para un equipo como para el otro, había sido toda una sorpresa el verse en la final del Mundialito de Clubes, tras derrotar a los equipos de Asia y América, los favoritos del torneo y dominadores del fútbol mundial desde prácticamente su creación en el valle de Shenzen. No podían permitirse perder el título por un descuidado hijo de la premura.

El prolongado silbido del árbitro le sacó de sus reflexiones. Aquella intensidad solo podía verse motivada por el intento de imponerse a las posibles protestas airadas que pudiera recibir por la decisión que iba a tomar, lo que significaba: penalty, expulsión o ambas cosas.

- Venga, no me jodas, Rafa - musitó para sí mientras trataba de averiguar qué había pasado - Debería haber estado más pendiente - se lamentó.

Pero la acción del colegiado no iba contra ellos. Bogarde, su asistente, se acercó y le clarificó lo sucedido: el lateral derecho del Ayer´s Club había derribado a Sestao Silva, estrella del equipo, dentro del área.

- ¡Penalty a nuestro favor! - gritó de júbilo el nigeriano.

Era el minuto 81. La gloria estaba a un paso. No duró mucho su alegría. Silva, dios sabría por qué, decidió tirarlo a lo T´challa. Si le hubiera salido bien, hubiera entrado en los anales del deporte, pero el portero aguantó lo suficiente la posición como para adivinar su ardid y blocó fácilmente la pelota.

Sestao cayó de rodillas y el mundo se detuvo a su alrededor. No pudo escuchar cómo Amunike le recriminaba por tamaña imprudencia. Y le abroncaba no por el posible desenlace del partido, sino por el del propio jugador, que de perder la final podría dar por acabada su carrera debido a las críticas feroces que de seguro recibiría en los diarios deportivos. Bien lo sabía él...

Después de la ocasión perdida, el equipo se desmoronó y a duras penas pudo contener las acometidas del adversario, que se acercaba cada vez con más peligro a la portería. Tras un saque de esquina cerrado que no encontró destinatario, Mutombo, el portero, se hizo con el balón. Apenas unos segundos restaban para el final del tiempo añadido. Miró al campo contrario en busca de un compañero desmarcado, y entonces le vio, agitando los brazos al borde del circulo central.

Con casi todo el equipo contrario metido en su área chica, Mutombo propinó raudo un soberbio chupinazo a la pelota, que voló sobre las cabezas rivales hasta alcanzar a Luis Enrique, el león albino, que la controló con el pecho para correr hacia la meta rival. Se escoró a la banda para evitar a los centrales, que no habían subido a rematar el anterior córner, pero el número 3 le salió al encuentro y le dio alcance a un par de metros del punto de castigo. Se zafó de él con una finta, haciéndole creer con un giro de cintura que le regatearía por la derecha para, en el ultimo momento, arrastrar la pelota hacia el lado contrario dejando al defensa sentado en el suelo. El camino hacia la meta estaba expedito. El cancerbero, sorprendido, salió corriendo hacia él en un improbable intento de achicar el espacio libre de la portería. Luis Enrique vio la oportunidad, y con un ligero toque con la puntera de su bota, lanzó el esférico al cielo en un tiro parabólico perfectamente calculado.

El corazón de Amunike se detuvo por un instante.

Nunca le había gustado Europa, con sus ciudades insalubres, su ancestral atraso tecnológico, la inseguridad y la miseria de sus calles... Hubiera preferido estar en Kim Corea de vacaciones. Sin embargo, de vez en cuando salía de aquel viejo continente algún que otro jugador que despuntaba en las ligas africanas, y en ese viaje esperaba encontrar al próximo diamante en bruto que él se encargaría de pulir. Había acudido a aquel pueblucho de Hispania para comprobar de primera mano los informes de sus ojeadores, que habían puesto sus ojos sobre un volante izquierda que jugaba en el Xixón C.F. de la Primera Liga Nacional Hispánica. Previamente había estudiado decenas de cintas con partidos del chaval, que apenas sobrepasaba los 18 años. Le había sorprendido gratamente: abría el juego, atajaba muchos pases y tenía olfato para el gol, nada menos que 15 tantos en 27 partidos; aunque era cierto que la Liga Hispánica era una competición menor y por tanto habría que comprobar su rendimiento en la Liga Nigeriana, mucho más exigente y con un estilo de juego más directo.

Antes de ofrecerle una oportunidad, tenia que verle en persona. Aquella jornada jugaba contra el Madrid Atlético S.A., en un partido intrascendente por un puesto en mitad de la tabla. Luis Enrique hizo un partido magnifico, marcando un gol y dando asistencias para otros dos. Más tarde, Amunike descubriría que un directivo del club le había informado de que "El Águila Matadora" se encontraba en las gradas para verle jugar. Seguramente le habría servido de motivación aunque según sus números no le hubiera hecho falta más.

Habló con él en los vestuarios, cuando los demás jugadores ya se habían marchado. La discreción era esencial para evitar que algún equipo rival levantara la liebre. Luis Enrique se mostró ilusionado por jugar en África y poder disputar trofeos de categoría mundial. Además, el dinero le vendría muy bien, terminó reconociendo cuando selló el acuerdo verbal con un apretón de manos.

Esa misma noche, Amunike cogió un vuelo para hablar con el presidente del club. Normalmente, tenía autonomía para fichar a cualquiera, solo debía evitar no superar cierto limite en el presupuesto, sin embargo sabía que en esa ocasión, pese a que costaría apenas una tercera parte de lo que pagaron en el mercado de invierno de la temporada pasada por un tuercebotas que apenas se lesionó nada más comenzar el primer entrenamiento, las cosas serían distintas.

- No sé... Es blanco, Emmanuel -. Apuntó el presidente con cierta reticencia.

- Vamos Lucky, no sería el primero. Ahí está el Seventh Wonder con ese jugador alemán o el Zambia United y su cantera de galeses.

- Pero sería el primero del Águilas Doradas. No sé si sentaría bien a nuestros seguidores. Demasiado riesgo corrí ya contratándote. Sabes que parte de la afición no te quería, y tengo mis dudas de que hayan cambiado de opinión en la actualidad pese a tus buenos resultados.

Le había mentido, no tenía ninguna duda, estaba totalmente seguro de la animadversión de los Aguileños, el grupo de seguidores más radical, que tenían su "nido" en el fondo sur, por el entrenador. Habían pasado más de diez años y todavía no le habían perdonado el fallo durante el mundial de Pekín. La mejor ocasión que tuvo Nigeria para alzarse con el cetro mundial. Si hubiera metido aquel gol...

Pero el entrenador insistió. Apeló a la necesidad que tenía el equipo de cubrir el hueco de Kingsley, que se había marchado del club tras recibir una oferta irrechazable del equipo rival: Las Hienas Insondables F.C. Ese jugador blanco era el único refuerzo con garantías que podían conseguir en tan poco tiempo. Finalmente, el presidente cedió.

Una semana después, Luis Enrique tomó un ferry hasta la Arabia Argelina y desde allí puso rumbo en jet privado hasta Olémo, la capital del país, donde estaba radicada la sede de las Águilas Doradas. La liga estaba a punto de comenzar pero antes de que empezara a jugar, debía aclimatarse. El clima húmedo y sofocante de la zona mermaba sus fuerzas. Necesitaría al menos un par de meses de intensa preparación física.

Sin embargo, tras dos encuentros disputados, las cosas iban mal para las Águilas. Un partido perdido y un empate in extremis había hecho cundir el nerviosismo en las gradas, en las que, apenas audibles, comenzaban los cánticos contra Amunike.

Ante la falta de un volante izquierdo solvente, este se había visto obligado a cambiar el esquema de juego, a lo que no estaban acostumbrados los jugadores. El presidente le llamó la noche en que cosecharon su segundo empate consecutivo. Le recriminó por no sacar a Luis Enrique, después de lo pesado que se había puesto con su contratación. Intentó explicarle que debía aclimatarse o que de lo contrario no rendiría, pero sus palabras fueron ignoradas. En el próximo encuentro jugaría sí o sí o lo devolverían a los campos de maíz de donde lo habían sacado.

El estadio bullía con el fervor casi religioso que se apodera de las masas al intuir la inminencia del inicio del choque. En las gradas, historias de amor y odio, pasión y euforia desatada se inflarían en instantes como pompas de jabón y alzarían el vuelo hacia el cielo estrellado, para explotar en mil pedazos de nada en respuesta a una acción determinante en el césped. Luis Enrique miraba a su alrededor fascinado, jamás había estado en un campo tan grande. Aun así, sonreía feliz por la oportunidad de la que disponía.

Los primeros compases del juego intentó ubicarse en el terreno. Los flashes de las cámaras de los espectadores, los gritos, las protestas de los jugadores, se arremolinaban en su mente impidiéndole pensar con claridad. Y encima hacía tanto calor... No intervino demasiado en el juego, apenas un par de pases cortos con los que se quiso quitar la pelota de encima cuanto antes. No estaba en sus planes ser el protagonista de la noche. Sin embargo, diez minutos antes del final de la primera parte, perdió la marca del delantero rival y este terminó por anotar un tanto.

De camino a los vestuarios comenzó a escuchar los primeros insultos: ¡Blanquito despierta! ¡Vuelve a tu ciénaga! ¡Coco Bongo! Este último no lo entendió, pero le dolió igual. En la segunda parte las cosas no mejoraron. Luis Enrique tuvo una actuación desastrosa, en consonancia con el resto del equipo pero él fue el pararrayos de todas las protestas. Volvió a casa hundido y se cuidó de poner la tele para evitar oír más críticas. Ya le habían dicho que ni se le ocurriera echar un vistazo a "La choza", el programa deportivo con más audiencia, y más despiadado, del momento.

Amunike supo que algo iba mal con su apuesta personal cuando le informaron de que Luis no iría a entrenar por segundo día consecutivo a consecuencia de una microrrotura fibrilar en la pantorrilla derecha. Los médicos, tras examinarlo, no habían visto nada raro, pero el jugador insistía en que le dolía. Lo mejor era no arriesgar.

Tras dar por concluido el entrenamiento, cogió un taxi y se dirigió a casa del hispano, donde le encontró tirado en el sofá bajo una tonelada de mantas. Decidió no andarse por las ramas.

- Yo también sufrí de tu dolencia hace mucho tiempo. Al principio me dije que sería cosa de un par de semanas, que me recuperaría, mejor o peor, pero saldría adelante. No fue así, ¿sabes?

Luis Enrique levantó la vista. Tenía los ojos vidriosos. Amunike se asomó al ventanal del salón que daba al Parque Yanga, orgullo de Olémo. La lluvia caía con hipnótica parsimonia.

- Ocurrió justo después del Mundial de Pekín. Mis compañeros me arroparon los meses siguientes pero... -. Cerró los puños con fuerza. - No podía quitarme esa imagen de la cabeza: una portería vacía, un país en silencio y otro conteniendo el aliento, ambos con el alma en aquel balón que reposaba en mis pies. Le di lo mejor que supe y se fue por un lateral. Oía los gritos de júbilo de los chinos, pero aún más estruendosos eran los gritos mudos de mis compatriotas. No pude mirarles a la cara...

- Recuerdo haber visto aquel partido con mi padre -. Le interrumpió Luis Enrique. - Me apenó que perdieran el título porque lo merecían. Su equipo llevaba varios años en lo más alto de la élite futbolística y usted era considerado la mayor estrella de África. Estoy seguro de que nadie le reprochó nada.

- Sí que lo hicieron. Las protestas fueron tan multitudinarias que tuve que exiliarme a la liga americana. Sin embargo, me recuperé. - En ese momento se volvió hacia Luis Enrique. En su mirada, este podía ver las llamas de la determinación. - Comprendí que uno debe asumir sus errores y tratar de enmendarlos. Y por eso me hice entrenador. Cometí un error, cedí a las presiones para que jugaras sin estar preparado. A partir de mañana entrenaré contigo y hasta que no estés preparado no volverás a saltar al terreno de juego. Tienes mi palabra.

Y así lo hizo. Durante cuatro meses estuvieron entrenando sin descanso mientras las Águilas Doradas se desempeñaban lo mejor posible. En el día del renovado debut de Luis Enrique, se enfrentaban al líder. Si se hacían con la victoria, le arrebatarían el puesto.

El hispano hizo uno de los mejores partidos de su carrera con dos goles y quince robos de balón. Cuando fue sustituido, recibió una gran ovación. A partir de entonces se ganó el cariño de los aficionados e incluso se creó una Peña Luis Enrique formada por inmigrantes europeos. Por su parte, el Águilas Doradas terminó por ganar la liga y clasificarse para el Mundialito de Clubes que se celebraría en Nigeria. Durante la fiesta de celebración, en la sala atestada por directivos, jugadores y familiares, las miradas de jugador y entrenador se encontraron por un instante y se sonrieron.

El corazón de Amunike volvió a latir. Contempló cómo el balón describía una parábola inenarrable y cómo se hundía en las redes contrarias tras rozar el travesaño. El árbitro pitó, certificando la validez del tanto y, acto seguido, su silbato volvió a sonar por última vez para dar por terminado el encuentro. Luis Enrique saltó de gozo y antes de que aterrizara, ya se estaba dirigiendo a toda velocidad a la banda, hacia el entrenador que tanto había confiado en él. Mientras, la grada, como muestra de respeto a maestro y pupilo, y reconociendo la valía y el pundonor de este, coreaba: Luis Enrique, tu padre es Amunike. ¡Luis Enrique, tu padre es Amunike!