martes, 30 de junio de 2009

Maria Luisa

Hoy al pasar junto a una cancha de baloncesto, me he encontrado con Maria Luisa, Malú para los amigos que compartimos nuestra infancia con ella durante la E.G.B., mucho antes de que se hiciera famosa la dudosa cantante.

Era menuda aunque fibrosa, de cabellos negros como el azabache y alocada como todos en aquellos días. Nadie podía decir que fuera la más guapa de la clase, con la que además hacía buenas migas, anulando las posibilidades de que alguien se fijara en ella, aunque bueno, en esos tiempos nos interesaba más el Marinero Tarugo que las chicas, a las que veiamos como chicos con los que no se podía jugar al fútbol.

La recuerdo lanzando a canasta, incansable, todas las tardes, con el ocaso pisándole los talones. Su pasión era el baloncesto y su ídolo, Magic Johnson, el que mejor encarnaba su afición. Tenía una camiseta con su nombre que solía vestir cuando tocaba educación física. Mientras los demás jugaban al Voleyball, yo jugaba contra ella en una pequeña cancha con canastas bajas. Ella pedía ser Johnson, yo Larry Bird (por motivos obvios) y siempre terminaba ganándome por más de doce puntos. 

Por ello, la mañana en que se supo la noticia de que el jugador de L.A. Lakers habia contraido el VIH, llegó al colegio con el alma en los pies y lágrimas en su corazón. El profesor de Matemáticas la vio tan afectada que la eximió de dar clase.

En el recreo, los de la pandilla, nos sentamos formando un corrillo en un rincón soleado del patio. Intentamos animarla. Por aquel entonces, unos niños como nosotros apenas sabiamos nada de la enfermedad, lo unico que era de sobra conocido por todos era su alta y rápida tasa de mortalidad. Freddy Mercury moriría poco después, al día siguiente de hacer un anuncio similar.

- Cuando se muera, iré a su entierro. ¡Cueste lo que cueste! - exclamó resoluta al borde del llanto mientras Azucena le daba palmaditas en la espalda.

En ese momento pensé que aquello sucedería en un par de años como muy tarde, tiempo insuficiente para ahorrar el dinero necesario para un billete a los Estados Unidos y mucho menos para que Malú creciera y pudiera hacer el viaje sin permiso de sus padres (cuando se es niño se piensan cosas muy raras). Así se lo hice saber y aquello acrecentó su pesadumbre. De siempre me viene el no saber decir la palabra adecuada.

Han pasado cerca de veinte años desde aquella conversación y Magic Johnson sigue vivito y coleando.

Sentados en un banco del parque anexo a la cancha, mientras reponía fuerzas sorbiendo con voracidad una bebida isotónica, me reveló que había contraido el SIDA. No me dijo cómo y no quise preguntarle. El destino tiene un macabro sentido del humor.

Para recordar viejos tiempos, volví a jugar contra ella. Me volvió a ganar por más de doce puntos. Antes de despedirme me confesó que guarda el dinero del billete en un cajón de su mesilla. Ahora es ella la que espera vivir lo suficiente para ir al entierro de su ídolo.

lunes, 22 de junio de 2009

Anoche fui... un Rampant Rabbit

Lo que en español viene a ser un conejito rampante, como el de Ferrari pero más estilizado, con más pelo (bueno eso depende) y no le gusto a los hombres, pues sienten envidia de mi, y les comprendo, ¿quién no la sentiría si se comparara con un incansable explorador como yo?

En efecto, mi pasión es introducirme en la entrañas de los lugares más inaccesibles del mundo, lo cual fascina a las chicas todo he de decirlo, que se mueren por mi compañía. Ya de pequeño me incomodaba estar parado. Sentía que daba lo mejor de mi cuando me movía de acá para allá, sintiendo curiosidad por todo lo que me rodeaba, tocando, palpando... fue una mañana de octubre cuando decidí hacer de la exploración mi profesión.

Aunque no llevo muchos años he estado en miles de lugares. De todos ellos guardo interesantes anécdotas. En el desierto del Sahara me costó horrores avanzar, era un terreno árido y seco en el que cada paso que daba me costaba un mundo. Parecía como si el desierto no quisiera que me adentrara en él... claro que no se que es peor si eso o ahogarse como a punto estuve de pasarme en las Cataratas del Niágara; un chorro tras otro, ¡no paraba de salir agua! Fue llegar y salir, pero acabé empapado. Incluso en uno de esos lugares, que mantendré en secreto, encontré los restos de una civilización perdida: ¡hacía siglos que no entraba nadie allí! Había más telarañas que en la casa de los Monster.

Pero no creáis que mis aventuras se quedan ahí. En la selva negra tuve que abrirme paso a machetazos entre la espesura; llegó un momento en que me quedé enredado en una liana y pensé que no lograría volver a casa, pero entonces ocurrió una de esas experiencias místicas que todos los que viajamos solemos vivir. Sin hacer nada, me vi fuera de aquel vergel. Sí, me llamarás loco, pero sentí como si tiraran de mi hacia atrás y me alejaba de aquella zona peligrosa hasta volver al punto de partida listo para probar con otro camino. ¿Sabes? A veces creo que una mano invisible guía mis pasos.

En mis viajes siempre voy sólo, aunque en cierta ocasión, en una visita al cañón del Colorado, me acompañó un amigo porque aquello era demasiado grande como para explorarlo yo todo; aunque no me gustaría repetir porque estuvo pegado a mi todo el tiempo y a mi me gusta mantener mi espacio vital.

Si ya sé lo que estaréis pensando: Yo quiero ser como tú, ver las zonas salvajes de la Tierra, estar siempre entrando y saliendo de sitios interesantes. No creáis que es fácil. Entre viaje y viaje necesito desconectar, ya sabéis, para recargar pilas y volver con fuerzas al trabajo, porque corres el riesgo de quedarte sin resuello en mitad de una expedición y en ese caso corres un grandisimo riesgo de que piensen que eres demasiado viejo y ya nadie cuente contigo. A mi mentor, un sencillo y fiel Dildo, le ocurrió mientras descendía por el volcán Krakatoa. Le faltaba poco para llegar al fondo de la chimenea, cuando sintió como el vigor abandonaba su cuerpo y no podía dar un paso más. Acabó sus días en un basurero, reciclando látex.

martes, 9 de junio de 2009

Desastrosas citas noveladas: Amor a primera vista

Para Orfeo, la chica de la que se despedía desde hacía media hora, no era un nick más en una típica red  de contactos repleta de almas desesperadas en busca de calor.

Al principio, cuando recibió el escueto mensaje de Eurídice, receló de la invitación a quedar un día en el messenger para charlar, pues un vistazo rápido a su perfil le había desvelado que no guardaba ninguna foto suya en el mismo; pero bueno, al fin y al cabo él tampoco había subido ninguna imagen que le pusiera cara, más por desidia que por otra cosa, así que aceptó la invitación con un icono sonriente.

Semanas después, no conocer su aspecto se había convertido en un asunto sin la menor importancia, sepultado por toneladas de candor, simpatía, comprensión y felicidad por haber hallado la pieza que faltaba en su puzzle, haciéndole sentir completo.

Tras decenas de horas compartidas con palabras de cariño, quisieron dar paso a sus manos, tocarse y cerciorarse de que eran más que simples bits de información surcando el ciberespacio.

El lugar elegido para el encuentro fue la cafetería "Hélades" a la que Orfeo solía acudir todos los viernes al salir de la oficina para retrasar la hora de volver a su solitario hogar.

Para que pudieran reconocerse sin problemas quedaron reunirse en la puerta del local antes de zambullirse en la recargada atmósfera del interior.

Aquel viernes no pudo trabajar. Se pasó las ocho horas reglamentarias sentado en su silla escribiendo en el Word el nombre de Eurídice una y otra vez mientras imaginaba cómo de cálido sería su abrazo, cómo de suave sería la piel que acariciaría, cómo de dulces serían los labios que con suerte besaría...

Antes de salir de la oficina se retocó un poco el pelo en el baño y ahuyentó las nauseas que atenazaban su estomago colocando su cara bajo el chorro de agua del lavabo.

Caminó con paso vacilante los metros que lo separaban de la esquina con la calle Lira. Allí giraría a la izquierda y trescientos metros en linea recta se encontraría su amada, tan nerviosa como él, o eso esperaba.

Tomó aire y giró la esquina. Se detuvo unos instantes tratando de ver mejor a su Eurídice. Sí, allí estaba con una gabardina marrón y botas a juego, retorciendo entre sus manos las asas de un pequeño bolso negro mientras miraba de un lado a otro de la calle.

Cuando sus ojos se posaron sobre él,o eso le pareció, echo a andar azorado. Apretó los puños, fijó la vista al frente como si desviarla pudiera causarle la muerte instantanea y con andar decidido sorteó los trescientos metros y pasó junto a la cafetería como una exhalación camino de la parada de autobús, dos manzanas más allá, sin mirar atrás un sólo instante.

- Por dios que cosa más horrorosa - masculló para si -. La próxima vez pide una foto antes, gilipollas - se reprendió mientras pagaba el billete al conductor.

Eurídice le concedió cinco minutos más, aunque ella no creía en los milagros. Ya llevaba una hora de retraso y tenía el móvil apagado. 

Soportando el viento que se clavaba en las trémulas mejillas como merecido castigo por haber confiado en un hombre de nuevo, repasó mentalmente lo acontecido desde aquella invitación hasta ese momento, buscando un malentendido, algún error, alguna mala palabra que justificara, aunque no era esa la palabra que buscaba, el que su Orfeo la hubiera dejado plantada.

Hubo un momento en que creyó que se presentaría: cuando un chico se detuvo en la esquina y se quedó mirándola un segundo, pero resultó no ser él.

- Y gracias a dios - pensó mientras se arrebujaba en su gabardina y se diluía en la oscuridad de las calles - porque era feísimo.

miércoles, 3 de junio de 2009

Efímero

Era la última tarde de Edelmira en la ciudad. Habían sido amigos desde que en el jardín de infancia habían compartido un cubo de arena con el que construyeron un castillo tan robusto como la complicidad que los había mantenido unidos durante veinte largos años.

Roberto estaba desolado, más que por la marcha de su amiga, por el hecho de que él no pudiera marcharse de ese barrio que se había convertido en una prisión inexpugnable. Pero aún les quedaba una tarde para disfrutar; ya habría tiempo para lamentarse o buscar una salida o enterrarse más, no importaba. Cogió su cámara de fotos digital

Mientras pasaba las fotos a su ordenador, un súbito apagón interrumpió la operación. A los pocos minutos la luz retornó. Encendió su PC dispuesto a reanudar la tarea, pero el sistema de archivos de la tarjeta se había corrompido. El recuerdo impreso de una tarde inolvidable se había desvanecido en lo que tarda un electrón en ser consciente de su efímera existencia.