Pedro Aguayo era hijo del Perro Aguayo, una leyenda de la lucha libre mejicana, donde la narrativa del espectáculo estadounidense es eclipsada por la técnica, las cabriolas, las llaves elaboradas y los golpes secos y bien dirigidos. De su padre tomó el nombre y una carrera en un deporte que a muchos parece una farsa pero que cumple con el cometido de toda actividad dirigida a las masas: entretener.
Ayer, durante el transcurso de un combate en Tijuana que le enfrentaba, entre otros, a Rey Misterio, el conocido luchador de la franquicia WWE, recibió de este una patada que le derribó contra las cuerdas cayendo inconsciente al instante.
El Perro Aguayo yacía inerte sobre la cuerda en la que se dejaría la vida cuando uno de los luchadores se acercó a él. Notó que su cuerpo estaba laxo, que no respondía. Sin dejar de mirar atrás, quién sabe si en busca de ayuda o para controlar a sus rivales, le apremió a que se levantara. Debía de ser lo segundo, porque en ese momento otro luchador se acercó a aquel rincón e intentó propinarle una patada que consiguió esquivar sin problemas.
Tras su máscara miró a su atacante con incredulidad. ¿Acaso no veía lo que había pasado? Pero el incrédulo era él porque a su espalda continuaba el combate. Los luchadores seguían a lo suyo y no le quedó más remedio que unirse a ellos. Mientras, el Perro agonizaba y el mundo seguía girando, impasible a la tragedia jaleada por un público que no reaccionó hasta que fue demasiado tarde.
Un árbitro, un miembro de la organización, uno de los entrenadores, alguien debía ser, en definitiva, zarandeaba el cuerpo de un lado a otro buscando una reacción mientras a escasos centímetros se sucedían los agarrones, los puñetazos, los lanzamientos contra el cuadrilátero...
Luego vendrían las sospechas de negligencia médica, las carencias de la organización, los deberían y los tendrían que haber, los arrepentimientos...
Pero sobre todo me ha sorprendido, tras ver las noticias, cómo la tragedia de un hombre puede servir como metáfora del destino de una nación.
Ayer, durante el transcurso de un combate en Tijuana que le enfrentaba, entre otros, a Rey Misterio, el conocido luchador de la franquicia WWE, recibió de este una patada que le derribó contra las cuerdas cayendo inconsciente al instante.
El Perro Aguayo yacía inerte sobre la cuerda en la que se dejaría la vida cuando uno de los luchadores se acercó a él. Notó que su cuerpo estaba laxo, que no respondía. Sin dejar de mirar atrás, quién sabe si en busca de ayuda o para controlar a sus rivales, le apremió a que se levantara. Debía de ser lo segundo, porque en ese momento otro luchador se acercó a aquel rincón e intentó propinarle una patada que consiguió esquivar sin problemas.
Tras su máscara miró a su atacante con incredulidad. ¿Acaso no veía lo que había pasado? Pero el incrédulo era él porque a su espalda continuaba el combate. Los luchadores seguían a lo suyo y no le quedó más remedio que unirse a ellos. Mientras, el Perro agonizaba y el mundo seguía girando, impasible a la tragedia jaleada por un público que no reaccionó hasta que fue demasiado tarde.
Un árbitro, un miembro de la organización, uno de los entrenadores, alguien debía ser, en definitiva, zarandeaba el cuerpo de un lado a otro buscando una reacción mientras a escasos centímetros se sucedían los agarrones, los puñetazos, los lanzamientos contra el cuadrilátero...
Luego vendrían las sospechas de negligencia médica, las carencias de la organización, los deberían y los tendrían que haber, los arrepentimientos...
Pero sobre todo me ha sorprendido, tras ver las noticias, cómo la tragedia de un hombre puede servir como metáfora del destino de una nación.