miércoles, 14 de noviembre de 2012

Paco el piquetero

Paco se despertó con sus férreas convicciones sindicales palpitando en su corazón. Encendió su radio-despertador y escuchó los primeros informes sobre la huelga que había comenzado siete horas antes. Las primeras noticias eran buenas: los mercados de mayoristas habían sido paralizados y los turnos nocturnos en la industria, en su mayoría, habían decidido parar.

Con la última canción de moda atronándole en los oídos, subió la persiana de su habitación dejando que la claridad invadiera su hogar. Frunció el ceño irritado. El sol no es compañero, pensó. Les habría venido bien un poco de mal tiempo. Eso hubiera ayudado a que la gente decidiera finalmente quedarse en casa y no ir a trabajar. Se animó pensando que no haría falta, pues las causas que habían provocado aquella situación eran suficientemente fuertes y amenazantes como para calar en la conciencia de los trabajadores.

Desayunó deprisa. Se había comprometido con un amigo del sindicato a formar parte de uno de los piquetes que recorrerían el pueblo informando sobre la huelga  y velando porque todos los compañeros pudieran ejercer su derecho a secundarla.

De camino a la sede sindical no se cruzó con un alma, cuando en cualquier otro día el bullicio de la gente hubiera retumbado en las paredes de los edificios. Tenían ganada la calle y así lo compartió con los compañeros que ya le esperaban tomando café, y quienes coincidieron en sus optimistas conclusiones.

A las 9 en punto decidieron comenzar su tarea. No eran más que siete personas. Nadie supo decirle qué había pasado con los demás. Tampoco importaba. Cogió una bandera de Andalucía para que no pudieran decir que únicamente representaba a un determinado grupo y marchó alegre y orgulloso de sí.

Una de las medidas de "coerción" con las que el sindicato había intentado días antes dirigir la "opinión" de los comerciantes locales, había sido sugerir a sus afiliados y a quien quisiera escucharles, no muchos la verdad, que boicotearan en un futuro las tiendas que abrieran sus puertas ese día. Tras caminar por el centro, Paco se dio cuenta de que de seguir aquel consejo, a partir de entonces debería hacer sus compras en otro pueblo.

Algo bueno que le sorprendió: había policía por todas partes velando por la seguridad de los ciudadanos y evitando que hubiera posibles altercados que por supuesto ellos no iban a provocar. Se preguntó dónde se esconderían tantos efectivos el resto del año. Hubiera venido bien su presencia cuando tres sujetos le robaron el bolso a su vecina o cuando un guiri fue desplumado en una calle céntrica a plena luz del día a punta de pistola por dos sicarios.

Siguió con sus cavilaciones, más que nada por no tener que centrarse en la triste realidad que le rodeaba. Más parecía una huelga de transeúntes, que poco a poco empezaban a reclamar de nuevo las calles, que de trabajadores pues todos los locales permanecían abiertos. En aquel ambiente ver a un puñado de personas agitando banderas, portando gorras y pegatinas coloridas y haciendo sonar un potente silbato rítmicamente provocaba hilaridad.

Algún comerciante salía a curiosear cuando percibía el escaso jaleo que montaban, y cuando les veían procuraba disimular una sincera carcajada antes de volver a su establecimiento vacío. Esto le sumió en una profunda tristeza de la que se contagió el grupo. De pronto se acercó un joven con uno de esos chalecos grises con multitud de bolsillos, armado con una potente cámara con la que se dispuso a hacerles fotos. Alguien preguntó a qué medio irían a parar las fotos. El chaval respondió que las subiría a Instagram y que estaba haciéndole fotos a un gato azabache de lomo plateado que les acompañaba desde hacía unos minutos, atraído por el bocadillo de atún con el que Paco pensaba matar el gusanillo de la tarde.

Con todo, lo más humillante ocurrió a la altura de la estación de autobuses, cuando una señora mayor se acercó a él con la cabeza gacha sin querer establecer contacto ocular, orquestó un simulacro de abrazo y sin decirle una palabra le puso un billete de cinco euros en la mano. Para que te tomes algo con tus amigos, le susurró la anciana mientras se alejaba de vuelta a sus quehaceres.

Aún estuvieron un par de horas rondando por la ciudad, sin mucho ánimo, como los miembros de la Santa Compaña. Todo aquel que les veía creía ver una estampa del pasado y procuraba alejarse de aquel grupo lo antes posible.

Decidieron gastarse los cinco euros en el bar de un conocido. Antes de que cayera el sol volvió a su casa. Le regalaron la bandera, por las molestias, que dejó sobre un sofá antes de meterse en la cama. Al día siguiente volvería a la cola del paro como cada mañana.

0 comentarios:

Publicar un comentario