jueves, 12 de septiembre de 2013

Joe y la isla de basura

Ocurrió que cierto día el viejo Joe estaba colocando un espejo en el baño y, o bien se desmayó, o bien resbaló y se golpeó la cabeza contra la cisterna de su retrete; o bien pudo ocurrir que caminaba por la calle tan tranquilo camino del campo de deportes donde su nieto Oliver jugaba el último partido de la temporada y de una de las ventanas de los edificios junto a los que paseaba, le cayó un váter encima; o bien lo transportaba de la tienda a su casa y había resbalado con una piel de plátano dejada allí por un ciudadano descuidado. Todas esas opciones eran válidas, pues lo único que sabía con seguridad cuando recuperó la consciencia, era que yacía boca arriba junto a un váter de brillante porcelana, y que la cabeza le dolía tanto que no podía recordar siquiera cómo se llamaba.

En su bautizo como Joe intervino más el azar que un vago recuerdo que intentara abrirse paso. Podría haberse llamado Joe como podría haber sido Smith su nombre, aunque Smith era más apropiado para un apellido. Quizás se llamaba Joe Smith, natural de Ohio. Su reflejo en la porcelana le devolvió el rostro de un venerable anciano de pobladas cejas níveas y mirada profunda. Si, bien podría ser ese su nombre. Joe Smith. Y como le parecía bien, se lo quedó. Sin embargo, completando el conjunto de cejas y mirada, no pudo obviar las arrugas profundas que surcaban sus mejillas y su frente, ni las bolsas que parecían sujetar sus ojos. Era extraño porque no se sentía tan viejo. Si miraba en su interior, en algún lugar del vasto y nada amueblado lugar en el que se había convertido sus recuerdos, se encontraba un niño corriendo de aquí para allá en busca de algo con lo que jugar. Solo pudo encontrar una patata.

Quizás tuvo, o tenía, se corrigió, una profesión muy dura, de esas que minan tu aspecto y que convierten al joven en despojo en apenas un par de décadas. Minero, tal vez. No, eso hubiera sido muy tópico y además ese tipo de profesión tan dura no solo te envejece, también subyuga la voluntad, y él se sentía ... no, igual tenía razón y había sido minero. Aunque ya puestos, ¿por qué no marinero? El salitre se alía con el oxígeno de la mar y oxida la piel a un ritmo que supera en dos, tal vez tres, al aire continental. Sin cuestionarse cómo conocía ese dato, y si era cierto o mera invención, el niño de su interior encontró un bote y embarcó junto con su patata a navegar el desierto de su memoria, ahora océano.

Echó un vistazo a su alrededor con la esperanza de encontrar una pista que confirmara su teoría. No cabía duda de que se encontraba en una isla, desde luego. El mar se extendía al frente y a los lados y a su espalda se alzaban varios promontorios, que solo con mucha imaginación y optimismo podrían haber sido considerados como pequeñas colinas en el atlas de un cartógrafo. Tampoco creía que ninguno de esos snobs pusieran sus píes en una isla como aquella. Él lo estaba haciendo y estaba sintiendo mucho asco. Claro que había llegado por azar y no recibiría ninguna paga, así que tenía derecho a quejarse; pues lo que pisaban sus, por suerte iba calzado, zapatos, era un lecho de basura. Despojos de todas clases, restos alimentarios, restos hospitalarios, restos de material escolar, restos y más restos acompañados de desechos, cochambre, desperdicios. Debía ser la primera isla de origen no volcánico ni natural que existía en el planeta Tierra. Porque estaba en la Tierra... ¿verdad?

Una toalla de franjas horizontales y multicolores llegó en ese momento a la orilla. Si, estaba en la Tierra pues esa toalla, era SU toalla. Y entonces, un nombre que había estado siempre ahí pero que hasta entonces se había mantenido oculto, se descubrió ante él en toda su magnitud: Mary, su último amor. Le sorprendió que aquel adjetivo se superpusiera en intensidad a la belleza del sustantivo amor. Quizás porque lo último es perdurable en el tiempo mientras que el amor es efímero como una brisa. Como aquella brisa que soplaba cuando quedó con ella en aquella playa al atardecer, a una hora más propicia para las confidencias que para refrescarse en el agua. Confidencias que estuvieron compartiendo hasta la madrugada, quedando en la playa solo ellos y el rumor del mar.

El niño y la patata habían arribaban en ese momento a una isla, la de los Ilias. Según le comentaron sus sabios, hace falta 20 lunas al menos para que un hombre y una mujer sientan que sus caminos son uno y no quieran caminar por ningún otro sendero, pero a Mary y a él, solo les bastó aquella luna creciente.

Rescató la toalla de los caprichos de la marea y la colocó a un lado mientras se dedicaba a explorar la isla. Parecía estar lejos de las rutas marítimas pues ningún barco se veía en la distancia. Cierto que solo llevaba algunos minutos allí, pero siempre fue muy impaciente. Por eso recorrió la isla a la carrera. Como imaginaba, toda ella era basura. Los montículos que había visto estaban conformados de los objetos más repugnantes: profilácticos usados, botes de maquillaje, botellas de agua, todos ellos de no más de siete metros de altura, salpicando aquella amorfa silueta en forma de huevo frito a la que había ido a parar, aunque el inmenso lago de yogur de macedonia, agrio, eso si, que se extendía en el centro de la ínsula hacía que desde las alturas un sorprendido piloto la tomara más bien como un donut pútrido que vagara por el mar hacia la boca de los gigantes de piedra del continente.

El niño de su interior, junto con Max, su patata, cenaba por aquel entonces con el rey de los Norls, y a él le entró hambre. Pero antes, pues el poder aunque no sacia también hace rugir las entrañas, se nombró gobernador de aquellas tierras. Tras la ceremonia, con un puñado de pins antropomorfos como testigos, comenzó a preocuparse por cómo sobrevivir allí. Si ya en una isla normal no era fácil encontrar comida, en una tan especial como aquella, acaso no podría resistir ni un solo día.
Sin embargo fue muy afortunado, pues cuando iba emprender la marcha hacia una lejana colina de botes de tinte color rojo nº 2, pisó sin querer una caja de galletas de nata cubiertas de chocolate. Reconoció esa caja, una de tantas como las que solía compartir con Mary cuando coincidían en casa, y que devoraban, él más que ella, entre arrumaco y arrumaco, recostados en la cama, aún jadeantes, en el sofá, aún jadeantes, en el asiento trasero de su coche, aún jadeantes. Cuando terminó de comérselas, no jadeaba. Estaban pasadas. Al menos le habían quitado la gazuza. El sol se apagaba y la noche venía a reclamar su territorio.

Pensó que sería buena idea hacerse una cabaña con ayuda de un puñado de camisetas con estampas de películas antiguas y palos de escoba que encontró por los alrededores. La erigió en un valle de billetes de autobús y AVE que descubrió para la corona, entre el monte de condones y el de las cajas de zapatos. Desde luego era el lugar más limpio del lugar. El rey de los Norls invitó al niño de su interior y a Max a que se quedaran a dormir. Les ofreció una cama enorme con bellos doseles y un colchón de varios metros de espesor, y con el murmullo lejano del cuarteto de cuerda de palacio, se entregaron a los brazos de Morfeo.

Él se durmió tapado con un póster que mostraba el mapa de un continente inventado. Y por unas horas soñó con paseos bajo la luz de las farolas por el centro de su ciudad con Mary de su mano. La soñó con todo detalle, sus ojos bien grandes, sus labios carnosos, la calidez de su sonrisa, lo suave de su tacto, lo ligero de su paso que a su vez le hacía ligero a él... pero de pronto las bombillas de las farolas se apagaron y todo quedó a oscuras, dejó de sentir el contacto con su mano y entonces despertó. Tenía un frío de mil demonios. Estaba visto que un mapa no era suficiente protección.  Salió de su choza y la providencia quiso de nuevo que la solución se topara con él al instante.
Una planta carnívora de la altura de un niño se alzaba ante él y su cuello, si es que las plantas carnívoras tienen algo parecido a un cuello, estaba guarecido del fresco con una larguísima bufanda que le daba varias vueltas. Los colores, las formas... ¡era la bufanda que le regaló Mary!, tejida por ella..., pero no claro, no podía ser. Si hubiera sido marinero quizás hubiera escuchado historias sobre islas imaginarias en las que los hombres se perdían para siempre o peor aún, se encontraban. Y quizás en alguna de ellas encontrara sentido a aquello, pero no lo tenía muy claro y con mucho cuidado desenrolló la bufanda y volvió a su lecho. Acurrucado en ella, consiguió dormir hasta el amanecer.

El niño de su interior y Max dieron las gracias al rey de los Norls y partieron a explorar la selva mística que bordeaba el reino. Incluso para una patata como Max, orientarse en aquella maraña de lianas y árboles era complicado y terminaron perdiéndose. Él salió de nuevo en busca de alimento. Volvió al lugar donde había encontrado las galletas pero no encontró nada.  Continuó caminando hacia el mar y, en la orilla, un cangrejoso furioso le salió al paso. Saltó del agua con un poderoso salto y aterrizó frente a él tan sorpresivamente que cayó de culo sobre la carátula del DVD de Aliens, el regreso. El cangrejo avanzó hacia él con las peores intenciones y sin levantarse siquiera comenzó a retroceder, hasta que su mano chocó con la empuñadura de lo que parecía una espada enterrada en... no quería saberlo. Liberó la espada de su prisión, se levantó decidido y de una certera estocada a la boca del crustáceo acabó con su vida. Solo entonces sopesó la espada en su mano. Una verdadera espada vikinga a la que de inmediato llamó Cucamonga.

No pudo comerse la carne cruda del cangrejo. Tampoco era Tom Hanks. Sin embargo a partir de ese momento, encontrar sustento no fue difícil. Una piña por aquí, los restos de una rosca por allá, una caña mordisqueada de chocolate.. quizás en otro momento de su vida, si acaso no se había visto en otra igual, comer aquellos alimentos le hubiera resultado repugnante, pero un hombre tiene poco control sobre su vida y se tiene que contentar con dar indicaciones a las circunstancias, que son las que en realidad van al volante. Así lo había descubierto el niño de su interior, que en lo más profundo de la selva mística había tenido que abandonar a Max en el templo sagrado de los Tocuya. La patata había insistido, si huían juntos no tendrían ninguna posibilidad de escapar de los salvajes, él se quedaría y los retrasaría todo lo posible. Y así, los caminos de Max y el niño de su interior se separaron.

Por las tardes se entretenía leyendo historias de la segunda guerra mundial que había encontrado no muy lejos de los profilácticos. Recreó la Operación Torch, Bragation, incluso la batalla de Kurks con botes de perfume y cremas hidratantes. Al final, siempre ganaba el anti-aging. Se estaba acostumbrando a aquella vida contemplativa, lejos de todo y especialmente de todos. Desde luego en su otra vida, no había sido comercial. Ojalá se mueran todos, se había sorprendido pensando, mientras un bote de laca nazi acababa con un lápiz de labios aliado durante los últimos compases de la batalla de Las Ardenas, si es que se le podía llamar así a un faldón con motivos japoneses con el que solía decorar la puerta de su cabaña.

Pasó una semana y ya se sentía parte de aquel lugar, cuando, a poco de volver a casa para cenar, le llamó la atención un brillo inconstante en la orilla norte del lago de yogur. No tuvo que escarbar mucho para desenterrar aquel anillo. No podría olvidarlo nunca. Recordó que iba a pedirle matrimonio a Mary por su aniversario. Recordó que iba a llevarla a la playa donde se conocieron por primera vez, donde jadearon juntos por primera vez, aunque en esa ocasión no había galletas, recordó que se sentarían con la luna llena como testigo a rememorar aquel momento entre besos y arrumacos, que en un momento dado uno de los tipos que suelen rastrear la arena en busca de objetos metálicos, especialmente los valiosos, le pediría por favor que le cuidara el "cacharro este mientras voy a buscar una pala al coche". En cuanto se hubiera perdido de vista, él mismo hubiera usado el detector de metales y hubiera encontrado, junto a ella, una caja, y dentro de la caja el anillo, ese anillo, que había estado buscando por toda la ciudad y para el que había comenzado a ahorrar. Y entonces, con el anillo en la mano, hincaría la rodilla en tierra, la tomaría de una mano, la miraría a los ojos y le preguntaría si querría ser su esposa, si querría ser la primera persona que viera al amanecer y la última al anochecer hasta que el tiempo se detuviera y se diera la vuelta, si querría amarle por encima de todo, si le querría a él, para siempre. Ella diría que si, eso lo descontaba, y entonces a una señal suya, fuegos artificiales iluminarían la noche, que no volvería a ser oscura nunca más. Y entonces...

El niño en su interior llegó a las fronteras de la república de Tarfus con apenas un hálito de vida. Los guardias se apiadaron de su penoso aspecto y le llevaron al hospital de la capital, donde estuvo ingresado durante varias semanas. Los médicos temieron por su vida, y era raro, porque estaba respondiendo al tratamiento con inciensos y mirra.

No recordaba que hubiera pasado todo eso. Recordaba los preparativos, cómo había estado pensando la mejor manera de pedírselo, la búsqueda por las joyerías, la sorpresa, porque tocaba más que porque no lo supiera de antes, de ver el precio de las sortijas, recordaba haber encontrado la tienda donde comprar los fuegos, recordaba haber escrito una lista de gente que le gustaría que estuvieran allí, en un segundo plano para celebrar la noticia... sin embargo, no recordaba que hubiera pasado.

No le dio mucha importancia pues la isla tarde o temprano proveería y cuando menos lo esperara le regalaría un objeto, quizás el más absurdo, y entonces recordaría las lágrimas de emoción, de alegría, el beso ya comprometidos, los gritos, los bailes, la celebración, la animada boda, los años a su lado... Pero lo temprano se hizo tarde. Las semanas pasaban y aparte de comida, nada se encontraba. No dejaba de recordar sin embargo cada instante con ella. Frustrado, cierto día decidió volver a donde había comenzado todo. Se sentó allí al amanecer y con las piernas recogidas contra su pecho, se perdió en sus pensamientos.

Permaneció sentado mirando al frente hasta que los pájaros nocturnos alzaron el vuelo hacia el negro horizonte, más allá de la isla de basura, más allá del ancho mar. Le sacó de su ensimismamiento el pitido consistente de un móvil, que, por supuesto, encontró a su lado. Había recibido un mensaje, fechado apenas un par de semanas después de aquel aniversario. El corazón comenzó a palpitarle con violencia y el niño en su interior por fin despertó de su convalecencia, se recuperó totalmente, le dio las gracias a los médicos y con el dinero que sacó de vender el ídolo de oro del templo de los Tocuya compró un pequeño navío y volvió a hacerse a la mar.

Comenzó a leer el mensaje. No estaba completo, era solo una parte. Y venía a decir así: Mi novio vive en Ontario. Lo conocí el año pasado cuando trabajé allí. Y entonces lo recordó todo. Él no se llamaba Joe, él nunca fue marinero, él nunca vivió en Ontario y lo peor de todo, nunca Mary le amó. Las compuertas de su memoria se abrieron y el torrente de su vida posterior se derramó sobre el mar de su interior, hundiendo el navío del niño, que contra ese diluvio no pudo hacer nada.

El lago de yogur comenzó a hervir, su choza se desmoronó y el suelo comenzó a perder consistencia, diluyéndose hasta fundirse con el ancho mar, que terminó por tragar, isla, recuerdos, desechos y al viejo desconocido que al fin pudo encontrar la paz, despertándose en el suelo de su baño, junto a un viejo edificio, a la entrada de una tienda, o quién sabe, durmiendo por siempre jamás.

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