Un gemido prolongado se escucha en la distancia. Hace apenas unos meses hubiera provocado la curiosidad de los que se encuentran en ese momento recorriendo las negras entrañas del supermercado, ahora es un escalofrío lo que recorre sus espaldas pues saben que es un indicador claro de un peligro mortal e inminente. Rick mira con intensidad a ambos lados con la esperanza de entablar contacto visual con Carl y Michonne. Estos han pensado lo mismo y le miran fijamente con una mezcla de terror y ansia por instrucciones. Con un movimiento circular de su brazo les apremia a encontrar todo lo que sea comestible para largarse cuanto antes.
Él por su parte se dirige a la zona de congelados. Lo que haya allí hará mucho tiempo que se echó a perder, pero aún recuerda de la última vez que fue a comprar a ese mismo establecimiento con Lori, cómo al lado de los calamares a la romana se alzaba una pirámide de latas de melocotones en almíbar. A Lori le encantaban. Lo había descubierto la primera vez que la llevó a cenar a un restaurante de postín: Le Petit Cucú, por su primer aniversario. Cuando vio en la carta que servían "Fondue de melocotón au chocolat" dio un respingo en la silla que hizo que estuviera a punto de perder el equilibrio. "Me encantan los melocotones", susurró a media voz haciéndose oír apenas por encima del murmullo de la gente trajeada que les rodeaba y cuya compañía le causaba cierto desasosiego. Por un instante él pensó que un año era demasiado tiempo como para descubrir que la que iba a ser su futura esposa adoraba el melocotón. Pero solo duró un instante, justo el necesario para que el pie de Lori se deslizara entre sus muslos y comenzara a acariciar su prontamente abultada entrepierna.
Devoraron los melocotones sin apenas masticar y, sin esperar siquiera a llegar a su pequeño apartamento, condujeron a un rincón en el bosque que solo él y algunos muchachos de la comisaría conocían, y en el que dieron rienda suelta a su pasión, concibiendo de paso a Carl.
Y ahora está allí. Carl corre entre carritos abandonados, tirados de cualquier manera sobre el polvoriento suelo, echando en su mochila cualquier lata con la que tropieza sin importarle el contenido. Le mira con orgullo y pena, pues debería haber estado más tiempo con él y haber formado parte de su educación. Seguro que ni siquiera sabe leer. Quizás esa es la razón por la que ha cogido un bote de crema depilatoria. O eso o el pequeño Carl se ha hecho mayor ante sus ojos. Y maricón.
Pero él está ahí por los melocotones. Se dirige a la nevera donde en lugar de calamares encuentra un charco y unas croquetas aplastadas, descongeladas, desestructuradas, podridas, hechas un asco. A su lado, ni rastro de la montaña de latas de melocotones. Se echa las manos a la cabeza al borde del llanto.
- No, Lori, maldita sea, ¡tus melocotones! No están. ¿Por qué a mi? ¿Es que acaso no había otra persona capacitada para venir a buscar comida? ¿Tengo que liderar yo a todo el grupo? ¡Si me echaron de la iglesia por robar del cepillo! Era un policía corrupto, por dios santo. Y ahora ni siquiera soy capaz de encontrar unos malditos melocotones... ¡Puta! ¡¿Por qué te tiraste a ese cabezón?!
Se muerde el labio inferior para congelar el grito que amenaza con huir de su garganta. Finalmente consigue controlarse cuando percibe por el rabillo del ojo un oportuno brillo. Viene de debajo de una estantería volcada que en otro tiempo mostraba orgullosa los mejores productos de la casa de cereales Pellogs.
Echa un vistazo pero la luz no se atreve a adentrarse en ese pequeño hueco. Sin dudarlo introduce su brazo. Puede encontrarse con una lata de melocotones o con el torso destrozado de un caminante que de seguro le morderá y le enviará al otro barrio por la vía rápida. ¿Qué más da? ahora no tiene a nadie con quien pasar la vida. El viejo Hershel le hace ojitos pero todavía no ha pasado suficiente apocalipsis zombi como para caer en esas prácticas. Quizás la semana siguiente...
Pero tiene suerte, no es la carne descompuesta de un reponedor lo que agarran sus famélicos dedos, es algo metálico... ¡una lata! Saca el brazo de inmediato y mira la pegatina: ¡son melocotones! Pero el destino es cruel y de la misma forma que le arrebató una plácida muerte en el hospital y le arrojó al infierno putrefacto en el que se arrastran, ahora, con una lata de melocotones en sus manos, descubre que estos no están almibarados.
No puede más, desenfunda su revolver y dispara a las tinieblas intentando conjurar su sino, que se haga corpóreo y caiga abatido por el poder de una bala de .35mm. Michonne y Carl, alarmados por el estruendo de las deflagraciones acuden a él. Le agarran del brazo y lo sacan fuera. Una vez en el coche, Carl conduce de vuelta a la prisión (Michonne no se maneja bien con aparatos compuestos por partes móviles)
Un gemido prolongado hiende el silencio de la tarde. A unos kilómetros de allí, un grupo de caminantes atraviesa un campo repleto de melocotones.
Él por su parte se dirige a la zona de congelados. Lo que haya allí hará mucho tiempo que se echó a perder, pero aún recuerda de la última vez que fue a comprar a ese mismo establecimiento con Lori, cómo al lado de los calamares a la romana se alzaba una pirámide de latas de melocotones en almíbar. A Lori le encantaban. Lo había descubierto la primera vez que la llevó a cenar a un restaurante de postín: Le Petit Cucú, por su primer aniversario. Cuando vio en la carta que servían "Fondue de melocotón au chocolat" dio un respingo en la silla que hizo que estuviera a punto de perder el equilibrio. "Me encantan los melocotones", susurró a media voz haciéndose oír apenas por encima del murmullo de la gente trajeada que les rodeaba y cuya compañía le causaba cierto desasosiego. Por un instante él pensó que un año era demasiado tiempo como para descubrir que la que iba a ser su futura esposa adoraba el melocotón. Pero solo duró un instante, justo el necesario para que el pie de Lori se deslizara entre sus muslos y comenzara a acariciar su prontamente abultada entrepierna.
Devoraron los melocotones sin apenas masticar y, sin esperar siquiera a llegar a su pequeño apartamento, condujeron a un rincón en el bosque que solo él y algunos muchachos de la comisaría conocían, y en el que dieron rienda suelta a su pasión, concibiendo de paso a Carl.
Y ahora está allí. Carl corre entre carritos abandonados, tirados de cualquier manera sobre el polvoriento suelo, echando en su mochila cualquier lata con la que tropieza sin importarle el contenido. Le mira con orgullo y pena, pues debería haber estado más tiempo con él y haber formado parte de su educación. Seguro que ni siquiera sabe leer. Quizás esa es la razón por la que ha cogido un bote de crema depilatoria. O eso o el pequeño Carl se ha hecho mayor ante sus ojos. Y maricón.
Pero él está ahí por los melocotones. Se dirige a la nevera donde en lugar de calamares encuentra un charco y unas croquetas aplastadas, descongeladas, desestructuradas, podridas, hechas un asco. A su lado, ni rastro de la montaña de latas de melocotones. Se echa las manos a la cabeza al borde del llanto.
- No, Lori, maldita sea, ¡tus melocotones! No están. ¿Por qué a mi? ¿Es que acaso no había otra persona capacitada para venir a buscar comida? ¿Tengo que liderar yo a todo el grupo? ¡Si me echaron de la iglesia por robar del cepillo! Era un policía corrupto, por dios santo. Y ahora ni siquiera soy capaz de encontrar unos malditos melocotones... ¡Puta! ¡¿Por qué te tiraste a ese cabezón?!
Se muerde el labio inferior para congelar el grito que amenaza con huir de su garganta. Finalmente consigue controlarse cuando percibe por el rabillo del ojo un oportuno brillo. Viene de debajo de una estantería volcada que en otro tiempo mostraba orgullosa los mejores productos de la casa de cereales Pellogs.
Echa un vistazo pero la luz no se atreve a adentrarse en ese pequeño hueco. Sin dudarlo introduce su brazo. Puede encontrarse con una lata de melocotones o con el torso destrozado de un caminante que de seguro le morderá y le enviará al otro barrio por la vía rápida. ¿Qué más da? ahora no tiene a nadie con quien pasar la vida. El viejo Hershel le hace ojitos pero todavía no ha pasado suficiente apocalipsis zombi como para caer en esas prácticas. Quizás la semana siguiente...
Pero tiene suerte, no es la carne descompuesta de un reponedor lo que agarran sus famélicos dedos, es algo metálico... ¡una lata! Saca el brazo de inmediato y mira la pegatina: ¡son melocotones! Pero el destino es cruel y de la misma forma que le arrebató una plácida muerte en el hospital y le arrojó al infierno putrefacto en el que se arrastran, ahora, con una lata de melocotones en sus manos, descubre que estos no están almibarados.
No puede más, desenfunda su revolver y dispara a las tinieblas intentando conjurar su sino, que se haga corpóreo y caiga abatido por el poder de una bala de .35mm. Michonne y Carl, alarmados por el estruendo de las deflagraciones acuden a él. Le agarran del brazo y lo sacan fuera. Una vez en el coche, Carl conduce de vuelta a la prisión (Michonne no se maneja bien con aparatos compuestos por partes móviles)
Un gemido prolongado hiende el silencio de la tarde. A unos kilómetros de allí, un grupo de caminantes atraviesa un campo repleto de melocotones.