Agazapado junto a una columna gruesa y antigua como el palacio que apuntalaba, esperaba con paciencia a que el Visir despachara a los últimos embajadores, para poder hablar con él.
Con gran suntuosidad y pompa, los representantes de Cimeria, una lejana y polvorienta provincia del imperio, se despidieron hasta la siguiente recepción, que acontecería el año siguiente por esas mismas fechas, cuando el perezoso sale de su madriguera y comienza la búsqueda de comida con la que saciar su hambre enfurecida por los meses de hibernación.
Cuando la algarabía del cortejo fue nada más que un murmullo, entró en los aposentos de Khalad-Al- Imir, El Glande, como era apodado con sorna por sus rivales, debido a su lujuria desenfrenada e irresponsable.
- ¿Sabes quienes eran esos? - me preguntó sin ni siquiera levantar la vista de los documentos que estaba examinando.
- Un puñado de viejas cimerianas - respondí con atrevimiento. Ninguna persona cabal hubiera tratado con esa confianza al hombre más poderoso de Persia, pero no había en mi nada cabal. Por fortuna el Visir lo sabía y no dudó en reírse con mi apreciación.
- Si, viejas... viejas útiles. Como sabes el gran Sultán no tiene bastante con sus extensos dominios. Entre tú y yo, me ha dicho un pajarito que el impulso de ensanchar las fronteras del imperio para mayor gloria del profeta viene de su nueva concubina, Agila y no de él.
Si los rumores eran ciertos, el pajarito era una chica de ojos negros como el futuro, extensa cabellera y sonrisa electrizante que respondía al nombre de Samira, primogénita del Sultán.
- ¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo?
Nunca me gustaron los rodeos y mi tiempo era oro. Además, la primera regla de un asesino es no pasar mucho tiempo en un mismo sitio, y mi permanencia en aquella sala se estaba alargando innecesariamente.
- Iré al grano pues es tarde y otros... asuntos me esperan. En Cimeria se está concentrando el grueso del ejército, comandado por el Sultán y su mujer, con el objetivo de atacar el pequeño reino de Citria. Por si mismo no es un gran problema, a no ser porque es un estado tapón entre nosotros y los mongoles. Ya sabes lo que eso significa...
¿Había alguien en todo el mundo conocido que no conociera a los sanguinarios guerreros mongoles? Tener frontera con ellos significaría sufrir sus mortales razias, ya de por si frecuentes incluso con otro reino de por medio. El Visir pareció leerle el pensamiento y asintió con desgana.
- Así intenté hacérselo ver a los embajadores de Cimeria, pero esos estúpidos prefieren arriesgarse a ver clavadas sus cabezas en las lanzas mongolas a sufrir la ira del Sultán.
- ¿Por qué habrían de padecerla? - medité en voz alta. La respuesta me llegó clara como el amanecer. - El Sultán es un hombre razonable, si acaso demasiado pusilánime. No ordenaría matar a nadie por exponerle la cuestión como tu lo has hecho conmigo. Les sugeriste que acabaran con la vida de Agila ¿no es así? Por eso formaban tanto escándalo cuando se marchaban.
- En efecto. Y ya ves, se negaron. Su lealtad hacia el Sultán es incorruptible, me dijeron. Estúpidos. No se dan cuenta que esa loca nos va a llevar a todos al desastre.
- ¿No temes que vayan al Sultán a transmitirle tus planes?
- Tranquilo. No eres el único asesino al que he mandado llamar esta noche.
No hizo falta que el Visir dijera nada. Ya sabía cual era mi objetivo. Solo quedaba por saber el beneficio que sacaría.
- 20.000 dinares de oro y un puesto en el ejército si así lo deseas.
- Puedes ahorrartelo. No me interesa engordar en una garita o tras un escritorio mientras en el desierto el viento corre libre. El oro será suficiente.
Se despidió con una sonrisa gélida, como la que la muerte dedica a aquellos que acuden a su encuentro. Salí sin hacer ruido y me dirigí al barrio de Sadir. No me costó mucho encontrar una caravana que se dirigiera a Ezcurra, la capital de Cimeria. Por una buena suma compré un sitio en la parte trasera del carromato de un comerciante de sedas. Tardaría varios días en llegar, pero no tenía prisa. Además necesitaba pensar.
Llevaba mucho tiempo en el negocio como para saber que Khalad no se conformaba con ver fuera de circulación a Agila. Apostaría mi cabeza a que iba tras el Sultán. Todavía no sabía como, pero con el Sultán y su ambiciosa concubina muertos, Khalad, aliado con Samira gobernarían a los persas sin que nadie se opusiera. Y con más seguridad aún, intentarían cargarme el regicidio a mi. Era algo tan tópico que incluso me ofendió. Por el momento tenía que seguirles el juego, pero quedaban muchas manos hasta terminar la partida.
Continuará...
martes, 2 de noviembre de 2010
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