viernes, 12 de noviembre de 2010

El enigma de Bagdad (II)

Tres lunas después de haberse iniciado el viaje, la caravana, hasta ese momento incansable, se detuvo. Aún estábamos a medio camino de Ezcurra y ni siquiera nos encontrábamos en el territorio Cimerio, así que eché mano de mi espada y me dispuse a averiguar qué es lo que ocurría. Antes de que pudiera salir del carromato en el que había estado viviendo esos días, la sudorosa cabeza de Rashid, el mercader que dirigía la caravana, apareció entre los cortinajes que cubrían la salida. Sus ojos brillaban presa de la fiebre o la locura, no supe distinguirlo en ese instante. No dijo palabra, simplemente se llevo el dedo índice a los labios y con gestos me invitó a que no me moviera. Pero si Rashid pensaba que podría darme órdenes como si fuera uno de sus vulgares esclavos, se equivocaba. De un salto aterricé en la cálida
arena del desierto. El viento, que siempre azotaba esos lugares, se había detenido y una extraña calma hizo que se me pusieran los pelos de punta.

A pocos metros frente a mi, Rashid daba órdenes en silencio a los mercenarios que le acompañaban. De inmediato se colocaron alrededor de los carros, cubriendo todos los flancos. Estaba claro que esperaban un ataque, pero ¿de quién? Por desgracia la respuesta llegó en forma de un torbellino de arena que engulló la carreta de Rashid junto con sus pertenencias. Los lamentos del comerciante se mezclaban con los gritos agónicos de las bestias de carga, cuyo fin agónico amenazaba con crispar mis nervios, normalmente fríos como las noches en el Calimshan.

Rashid y su harén corrieron en dirección contraria. Un esfuerzo vano pues el mar de arena infinito que les rodeaba no les ofrecería ninguna protección. No, yo no huiría como ese cobarde calishita. Correría si, pero hacia el peligro aún desconocido que engullía su segunda presa. Dispuesto me hallaba a saltar con la furia cegadora del que se juega su vida a un golpe afortunado de espada, cuando una pinza de no menos de tres metros emergió de la arena, partiendo en dos a uno de los camellos que tiraban de la tercera carreta. Por un instante me quedé clavado en el suelo incapaz de asimilar lo que estaba viendo. Y esa sensación de irrealidad se torno en locura cuando tras la pinza pude distinguir el cuerpo no menos enorme de un escorpión de jade, una bestia de la que había oído hablar al anciano de mi tribu,
historias de viejas para asustar a los niños como tantos otros cuentos con los que me había criado, aunque aquello distaba mucho de ser producto de la imaginación de algún viejo desdentado.

Rashid puede que fuera un cobarde, pero sabía elegir a la gente. La actitud de los mercenarios lo demostraba. Cualquier otro, y aunque tema reconocerlo, yo mismo llegué a pensarlo, se hubiera apoderado de una montera y hubiera dejado su vida en manos de Alá y del poderoso desierto, sin embargo ellos no perdieron el tiempo y en cuanto el escorpión quedó a la vista, lo rodearon y se dispusieron a atacarlo al unísono. De diez espadas, tres quedaron heridos de muerte tras ser golpeados por las veloces pinzas y otro más fue ensartado por el aguijón. Al menos no tendré que preocuparme por morir envenenado pensé mientras me lanzaba al lomo de la bestia, distraída por los mercenarios que quedaban. No bien puse en pie en su resbaladiza espalda, notó mi presencia. Trate de atravesarla con mi espada, pero era inútil. No
podía atravesarla y mis intentos solo sirvieron para enfurecerla más. Tuve que agarrarme a su cola mientras el escorpión forcejeaba, moviéndose bruscamente de un lado a otro y alzaba sus pinzas para atraparme, sin mucho éxito. En cualquier caso tenía que terminar con aquello pronto o correría el mismo destino que dos de los mercenarios, que habían muerto aplastados bajo las patas del arácnido.

Recordé entonces un regalo de un alquimista para el que había trabajado no hacía mucho: una pequeña bolsa repleta de pequeños granos negros como el carbón, pero que, según él, tenían propiedades mágicas, hasta el punto de poder derribar un muro o matar a distancia a alguien. Desprendí la bolsa de mi cinto y esparcí los granos por la espalda del animal. No ocurrió nada.

Maldije con toda mi alma a aquel charlatán, lanzando una estocada tras otra con la rabia del que se sabe moribundo. Mas el destino me tenía reservado otro final, pues en uno de mis mandobles, se produjo una chispa que inflamó aquellos granos, produciendo una gran explosión que me lanzó por los aires hasta caer a varios metros de distancias de la criatura, qué enfurecida por el dolor, comenzó a clavarse su propio aguijón mientras arremetía contra el grupo de mercenarios supervivientes, acabando con casi todos ellos. O al menos eso me pareció ver en ese momento, pues tras ver cómo la sangre brotaba como un manantial del lomo del escorpión. Por un momento, un instante o quizás menos, incluso vi cómo se desvanecía en el aire para volver a aparecer, moribundo y rendido ante su propia picadura mortal. No pude ver más. Perdí el conocimiento.

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