viernes, 26 de abril de 2013

Fanfic de Juego de Tronos

Valaster

El Rey Joffrey, Rey de los Ándalos y los Rhoynar y los Primeros Hombres,Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino, solicitaba su presencia. Aquella mañana, mientras daba cuenta de un plato de huevos verrugosos acompañado de dos tiras de bacon crujientes sin llegar a estar chamuscadas, sobre un lecho de carnes marinadas a las finas hierbas, entró en su tienda en el campamento, con el rostro congestionado, un heraldo de la Casa Lannister. Esperó a que el caballero Luna de la Casa Hollor, estandarte de ser Mace de la Casa Tyrell de Altojardín regara el desayuno con un vino aromático de vainilla de más allá del mar angosto, antes de entregarle su real mensaje.

Le despidió con una sonrisa y mientras veía cómo se alejaba con su túnica roja de lana cubriendole un jubón blanco que dejaba ver las frecuentes rachas de viento, apremió a la puta que calentaba su cama a que se levantara y volviera al burdel de donde la hubieran sacado. Una vez se encontró solo rompió el sello de cera con la efigie de un fiero león y leyó el manuscrito. Era bastante conciso: Ser Valaster, se le espera en la corte de inmediato.

No convenía hacer esperar a Joffrey cuyos ataques de ira espontánea eran conocidos desde el Dorne hasta el Muro, así que mandó llamar a su mayordomo Noros, que había sido pordiosero en Braavos, Tor, Altojardín y algunas ciudades libres antes de decidir cambiar de profesión y servir a la casa Hollor.

- Noros - gritó el caballero Luna mientras con su dedo índice izquierdo apuntaba al horizonte que se dibujaba entre los pliegues de la tela de piel de arpillera que hacía de puerta - nos vamos a Desembarco del Rey.

Noros

- Mi señor es gilipollas. - Pensó el ex-pordiosero mientras ensillaba el caballo de su amo, un corcel de color fuego digno de las bestias que montaban los dothrakis- Al menos en Desembarco del Rey hay buenas putas.

Palos

La nieve crujía bajo los pies del guardia de la noche, mientras la aplastaba con violencia en un vano intento de entrar en calor.

- Me estoy pelando el culo de frío - comentó a voz en grito a los dioses del bosque viejo como si pensara que pudieran escucharle o aún más, interesarse por ello.- Espero que ese gilipollas de Cetis venga pronto con la madera para la hoguera.

Valaster (2)

El viaje fue rápido y seguro. Apenas se encontraron con cuarenta bandidos de los que dio buena cuenta con "El filo que daña", su fiel mandoble que había dado a probar a aquellos rufianes. Se dijo que debería recordar felicitar al Rey por mantener la paz de aquella manera tan eficaz. Lejanos quedaban los días en que era frecuente ser violentado y robado por centenares de ladrones cada vez que los caballeros salían de sus castillos.

Pese a estar el sol en su cénit cuando llegó, las calles de Desembarco del Rey estaban repletas de ciudadanos y putas atareados en sus quehaceres diarios. Era día de mercado por lo que en cada rincón podian encontrar puestos donde comprar deliciosas viandas: manitas de merluza, morro de caballo confitado con higo, higado encebollado de uro reducido con vinagre, pastelillos de lilas verdes, cerveza de trigo y jengibre, filetes de negro y pistachos. Alejó de su mente tamañas tentaciones, lo que le valdría que en algún lugar un bardo escribiera una canción por semejante hazaña y no se detuvo ni siquiera cuando su estómago impuso su derecho a ser rellenado con un sonoro rugido. De seguro el Rey compartiría mesa con él y no quería faltarle al respeto mostrando una insolente falta de apetito.

No era la primera vez que visitaba la fortaleza roja, pues ya acudió en una ocasión junto a su tio Palos de Hollor, en tiempos del Rey Robert. Habia pasado mucho tiempo si, pero el recuerdo era fresco como el jugo arrancado por la lechera al joven ternero en un pajar y en unos minutos se encontraba ante las puertas del salón real. Enseñó a los guardias el mensaje que motivaba su presencia y estos le dejaron pasar con un gesto marcial de sus lanzas.

La grandeza de la estancia sobrecogió su corazón. Si aquellos muros de los cuales pendían las enseñas de las casas de Poniente eran así de imponentes, ¿cómo no serían cuando estaban adornados por las cabezas petreas de los dragones Targaryen? El salón rivalizaba en cuanto a concurrencia con las calles. Espadas juramentadas de la casa Hightower cuchicheaban en un rincón junto a la puerta. Le dedicaron una mirada hosca en cuanto se percataron de que estaban siendo observados más tiempo de lo normal, por lo que continuó su camino.

A sus costados, junto a las columnas de piedra donde se podían distinguir las marcas de espadas causadas por antiguas batallas, se arremolinaban cortesanos, pajes y bellas damas que se azoraban al verle pasar y a las que dedicaba la mejor de sus sonrisas. A mitad de camino al trono, le sorprendió encontrar al que llamaban Perro frente a una mesa junto a otros miembros de la casa Clegane ante una fuente de ranas escabechadas acompañada de salsa espesa de apio, la cabeza de un jabalí asado, dos barriles de hidromiel y  una tarta de manzana.

Asqueado por los modales indecorosos de aquellos hombres que devoraban como cerdos, se dirigió hacia el trono, a cuyos pies Meñique, con una túnica verde ópalo con ribetes dorados y motivos florales, gesticulaba con sus manos, todo lo que le permitía el anillo con una piedra pomez engarzada, ante Lord Varys, de ovalado rostro y no menos ovalada figura, que fingía interés por la historia que estaba escuchando.

Por primera vez en mucho tiempo se sintió importante allí en medio de tantos caballeros: ser Bivas Lavig, uno de los héroes de la batalla del Tridente donde acabó el solo con la paciencia de su padre, ser Peto DeCuero, cuyo blasón con una mujer desnuda en posición de lucha causaba mofa de todo aquel inconsciente que desconociera con quien trataba, pues a todo el que se reía le hacía comer hierro valyrio. Conformaban aquel corrillo ilustre también, ser Roy Macaboy, explorador del río Brandivino de la casa Mormont, ser Thunder Rock, del que corrían rumores que era una mujer, cosa que nadie había podido comprobar pues quien se acercaba a el/la lo suficiente acababa aplastado bajo su martillo de guerra "Gatita" y ser Miles Dondedrick, de la casa Beever, un advenedizo de reciente ascenso, que desentonaba como un lobo huargo en los Dedos.

Sentado en el trono de hierro, forjado por mil espadas, rodeado por los espadas blancas con sus túnicas níveas y sus armaduras lechosas como la nieve, se encontraba Joffrey que se hurgaba la nariz distraido mientras su madre le miraba sonriente.

- Majestad, ¿me habéis mandado llamar? - preguntó por cortesía el caballero. El Rey levantó la mirada y posó sus ojos azules sobre él un instante.

- Ah, pues no.

Y siguió metiéndose el dedo en la nariz.

Ser Valaster hincó la rodilla en tierra, se levantó como un resorte y tras dar media vuelta de la forma más elegante posible volvió por donde había venido.

Noros (2)

No esperaba que su señor regresara tan pronto y menos aún con gesto tan derrotado. Para animarle le llevó al mejor prostíbulo de la ciudad: La Reina Tetis, donde se tiró a una puta, aunque mientras lo hacía no pudo evitar pensar en la puta que se había tirado esa misma mañana. No quiso creerlo, pero seguramente se hubiera enamorado.

Palos (2)

No sentía gran parte de su cuerpo. Mala señal, pues eso significaba que ya tendría los miembros gangrenados por el frío, negros como las ropas que había jurado vestir por toda una vida que ya llegaba a su fin. Con su último hálito vio como Cetis se acercaba al campamento con un haz de leña en los brazos, silbando al ritmo de su paso dejado. Su conciencia se fue hundiendo en la eterna nieve dejando tras de si un último pensamiento:

- Que lento eres Cetis, bastardo hijo de puta.

Su guardia había terminado.

Ping Pong

Se inscribió en el equipo local de tenis de mesa porque no tenia otra cosa que hacer. Ahora se encontraba de nuevo soltero después de un par de años de, maravillosa diría borracho aunque sobrio no lo reconocería, relación y tenia que ocupar el tiempo libre de algún modo pues la casa se le caía encima.

Sin ser muy aficionado a los deportes, una tarde en la casa de su sobrino hizo que le convenciera aquello de golpear la pequeña bola de plástico que le recordaba además a los ojos acuosos y penetrantes de la que fue su mujer. Además tampoco es que pudiera considerarse como deporte por derecho propio, entraba más bien en la misma categoría que el ajedrez, allí donde se engloban todas las actividades competitivas en las que nunca tendrás jóvenes seguidoras dispuestas a saltarse el control de seguridad del hotel en el que te alojes para compartir una noche de sexo desenfrenado y su posterior plató de televisión.

Los entrenamientos comenzaron justo el día después del aniversario de su ruptura, que, cosa curiosa, recordaba a la perfección pese a que nunca pudo decir lo mismo de la fecha en que se conocieron. La primera sesión fue de presentación y familiarización con el reglamento y las herramientas del pingponista, palabras del entrenador, un tipo orondo y bonachón como solo lo pueden ser las personas orondas, que intentaba ganarse a sus alumnos a base de juegos de palabras y bromas estúpidas puesto que la autoridad moral como ente superior la perdía con su lamentable estado físico y sus jadeos ahogados.

El segundo día ya entraron en faena, <>. Orondo bonachón hacía méritos para ser nombrado "Coñazus Rex" de la ciudad. Aunque pronto le surgió un duro competidor. No había suficientes mesas como para que practicaran solos la técnica básica así que fueron emparejados ante de lo que aconsejaba el planning. A él le tocó una chica menuda, fibrosa, de mirada distraída y gestos caninos.

- Hola, me llamo Helen - saludó con la patita.

- ¿Helen?... Tienes nombre de presentadora de televisión local, Helen.

Ella le miró un instante con la cabeza ladeada y la boca entreabierta como hacía su setter cuando jugaba con él a esconderle la comida. Finalmente encontró el camino de vuelta aunque sin el plato en la boca.

- Eh... ¿Gracias? - sonrió.

- A ti Helen, devolvemos la conexión.

La reina había sido coronada y para celebrarlo rompió a carcajadas antes de ponerse a pelotear al ritmo que marcaba el meneo de su colita. <>. Orondo Bonachón no estaba dispuesto a ceder su trono por las buenas.

Los reflejos caninos de Helen, de la cual no podía decir si era guapa o atractiva o siquiera una mujer, la convertían en una respetable oponente con la que entabló una rutina de saque y contrasaque que se alimentaba de manera perpetua hasta convertir el gesto mecánico de devolver la pelota en algo involuntario e hipnótico que comenzaba a atraparlo justo en el momento en que Orondo Bonachón, al que desde entonces llamaría Charlie para abreviar, dio por finalizada la clase.

El día siguiente no fue muy distinto salvo por la ausencia de formalidades y saludos. Helen seguía sin preguntarle su nombre. Era una pena porque había escogido uno particularmente evocador del estilo de Sandor Rodriguez pero sin ese toque racial que haría del que lo llevara un putero irredento de pelo largo engominado, músculos marcados y Ferrari aparcado en la puerta. Supuso que no tenía más interés en él más que el devolver todas sus bolas una tras otra. Ninguno consiguió hacer un solo punto. La pelota nunca cayó a tierra. Ni el segundo día, ni el tercero, ni el cuarto, ni siquiera el quinto cuando, atrapado por la cinta de Moebius que tejía la trayectoria de la pelota, comenzó a crecer en él una tristeza que llevaba anidada en su interior desde...

<>. Charlie no sonreía cuando pasó junto a él camino de los vestuarios a los que acudía para sentirse arropado por aquel grupo de hombres, en comunión con su género, sin interferencias carnales ni estupidizantes. Sonaba un poco gay pero no le importaba. Iba allí, abría su taquilla, fingía buscar algo en ella mientras escuchaba las conversaciones frívolas de sus compañeros y minutos después se marchaba.

Con la práctica no le costó entrar en el trance relajante del peloteo constante. Al primer bote de la pelota sobre la mesa verde de pintura descascarillada su cuerpo se desentendía de su conciencia mientras esta iba más allá de los caninos de Helen, más allá del pabellón deportivo, más allá de la ciudad, del país, el continente y la Tierra, iba hacia un extremo del universo para luego volver con urgencia, como un tirachinas estirado al máximo que al final se liberara y cuyo proyectil apuntaba certero a otro tiempo en el que se recordaba más feliz, con ella, un tiempo aséptico, sin broncas, peleas, discusiones, rifirrafes, diferencias o reproches, repleto de paseos de la mano, confidencias bajo la luna, somieres rotos y quejas de los vecinos a medianoche. Un tiempo falso, pero un tiempo al fin y al cabo.

Normalmente se quedaba ahí, rememorando el pasado mientras su brazo volaba de un extremo a otro de la mesa intentando que alguno de sus disparos acertara de pleno en la sonrisa de Helen, pero esta vez no fue así. Las escenas idílicas se vieron reflejadas en el espejo de la realidad, una expresión tan pastelosa que le hubiera causado arcadas de no ser porque lo que vio a continuación le dejo sin palabras. Cada momento bonito fue sustituido por la escena siguiente en la que la cagaba. Se enfrentó sin escudos ni parches a lo que le atormentaba. Su ex gritándole, su ex echándole en cara sus patochadas. Su falta de interés al final, sus ganas de marcharse en momentos puntuales, los celos ridículos por una y otra parte. Y fue ese contraste, el de haber querido tanto a esa mujer y que todo lo malo no importase lo que acabó con sus defensas y le hizo derrumbarse.

Al ritmo del peloteo fueron brotando sus lágrimas, mientras Helen seguía ahí con su estúpida, bobalicona y perruna cara. Pensó en dejar escapar la pelota, lanzar la paleta bien lejos y que Helen saliera tras ella para traerla de vuelta pero Orondo Bonachón se acercaba.

Charlie se colocó junto a ellos, en la mesa más alejada del resto. Miró el portafólios que llevaba. Miró a Helen. Miró al portafolios y miró atrás. Miró al portafolios y le miró. Estuvo unos instantes así. Quién sabe si pensando algún comentario gracioso que hacer o intentando alejar de su mente la idea de que lo que tenía enfrente era una persona y no un perrito caliente.

- No te tengo en esta lista - se rascó la papada - ¿Has pagado la matricula? - le preguntó finalmente.

"Nunca te preocupas de las cosas importantes", gritó su ex a su oído, dentro de su mente. La pelota golpeó la esquina y se alejó rápidamente. Rebotó en una pared, volvió hacia atrás y estalló en la frente de Helen.

- Punto para mi - ladró torpemente mientras se abrazaba a Charlie o al menos lo intentaba.

"Nunca te preocupas por nada", volvió a escuchar de nuevo. Tiró la pelota al suelo y se marchó sin decir palabra.

Orondo bonachón no le detuvo. Miró al portafolios, miró a Helen. Miró al portafolios y le miró marcharse.

- ¿Quién era ese? - preguntó finalmente.

- Se llama Sandor Rodríguez. Juega bien, aunque su revés es torpe.

viernes, 5 de abril de 2013

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El cuadrilátero

Estás acostumbrado a pelear en lujosos rings, pabellones deportivos, casinos y estadios, pero esta lucha es diferente, lejos de las grandes competiciones, de los millonarios premios, del glamour de las estrellas sentadas en primera fila esperando ver como te saltan los dientes o como se los saltas tú al otro, no importa. No habrá ningún periodista que escriba la crónica del combate pese a que es el más importante de toda tu carrera. Tampoco asistirá público, si acaso estarán tu familia, tus amigos, algún conocido, en tu rincón apoyándote o en el del contrario, susurrándole al oído tus puntos débiles, cómo puede ganarte.

Suena la campana en el lúgubre recinto de paredes cubiertas por carteles de combates pasados, apenas iluminado por una araña deslucida que pende sobre el ring. Comienzas la pelea bailando alrededor de tu oponente. Él te sigue el juego con movimientos reflejados. Os tentáis tímidamente durante unos segundos. Él te lanza un directo seco al mentón. Nada serio, piensas mientras ves el puño dirigirse hacia ti a cámara lenta, solo busca un punto flaco. Pero sin saber cómo, te alcanza de lleno, voltea tu cabeza y a punto estás de perder el equilibrio.

Estás tan aturdido que no consigues distinguir con claridad a tu contrincante. Es una sombra que ataca sistemáticamente todas tus debilidades. Las conoce todas. Intentas defenderte lanzando golpes a la desesperada hacia la masa informe que castiga tu cuerpo y tu voluntad hasta el límite de lo soportable. En tu interior suplicas para que suene la campana y termine por fin el asalto, para poder recomponerte y contraatacar, pero el descanso no llega. Has estado recibiendo golpes más tiempo de lo que deberías, pero ni siquiera el tiempo juega a tu favor. Entonces, sin esperarlo, quizás como recompensa a tu resistencia o a tu voluntad, conectas un gancho de izquierda contra su hígado y el boxeador se dobla por el inesperado dolor. No te detienes ahí, lanzas un crochet de derecha, un uno, uno, dos seguido de un uppercut y varios cruzados con los que esperas tumbar a tu némesis y poner fin a la lucha. Algunos golpes se clavan como dardos en su cuerpo pero no parecen hacer mella en él, la mayoría únicamente perturban la atmósfera a su alrededor. Te preguntas si tiene sentido seguir luchando, si tienes la fuerza necesaria para vencer, si acaso nunca la tuviste y nunca debiste aceptar el combate. Aunque ese es un pensamiento estúpido, no tenías la opción de renunciar. Se te impuso por contrato, un contrato tan irrompible como la vida misma.

De nuevo un jab. Esta vez dirigido a tu nariz, esta vez sabes que va a por ti, que estás acabado y que en cuanto se den cita guante y carne caerás a la lona como un saco muerto, derrotado. La caída es dolorosa, más que la cuenta atrás que el árbitro lleva a cabo para certificar que has perdido. Al llegar a diez suena la campana. No hay celebraciones, ninguna nube de flashes ilumina el recinto, no hay aplausos ni speaker que anuncie el ganador. Todo lo que te queda es arrastrarte hasta tu rincón, donde con suerte encontrarás ánimos y consuelo, alguien que te diga que ya lo harás mejor la próxima vez. En cualquier caso, acompañado o solo, no puedes hacer otra cosa que apretar los dientes, guardar tus cosas en la bolsa e intentar que tus heridas se curen para el combate del día siguiente, pues ganes o pierdas, la pelea contra uno mismo no acaba nunca.