Sin ser muy aficionado a los deportes, una tarde en la casa de su sobrino hizo que le convenciera aquello de golpear la pequeña bola de plástico que le recordaba además a los ojos acuosos y penetrantes de la que fue su mujer. Además tampoco es que pudiera considerarse como deporte por derecho propio, entraba más bien en la misma categoría que el ajedrez, allí donde se engloban todas las actividades competitivas en las que nunca tendrás jóvenes seguidoras dispuestas a saltarse el control de seguridad del hotel en el que te alojes para compartir una noche de sexo desenfrenado y su posterior plató de televisión.
Los entrenamientos comenzaron justo el día después del aniversario de su ruptura, que, cosa curiosa, recordaba a la perfección pese a que nunca pudo decir lo mismo de la fecha en que se conocieron. La primera sesión fue de presentación y familiarización con el reglamento y las herramientas del pingponista, palabras del entrenador, un tipo orondo y bonachón como solo lo pueden ser las personas orondas, que intentaba ganarse a sus alumnos a base de juegos de palabras y bromas estúpidas puesto que la autoridad moral como ente superior la perdía con su lamentable estado físico y sus jadeos ahogados.
El segundo día ya entraron en faena, <
- Hola, me llamo Helen - saludó con la patita.
- ¿Helen?... Tienes nombre de presentadora de televisión local, Helen.
Ella le miró un instante con la cabeza ladeada y la boca entreabierta como hacía su setter cuando jugaba con él a esconderle la comida. Finalmente encontró el camino de vuelta aunque sin el plato en la boca.
- Eh... ¿Gracias? - sonrió.
- A ti Helen, devolvemos la conexión.
La reina había sido coronada y para celebrarlo rompió a carcajadas antes de ponerse a pelotear al ritmo que marcaba el meneo de su colita. <
Los reflejos caninos de Helen, de la cual no podía decir si era guapa o atractiva o siquiera una mujer, la convertían en una respetable oponente con la que entabló una rutina de saque y contrasaque que se alimentaba de manera perpetua hasta convertir el gesto mecánico de devolver la pelota en algo involuntario e hipnótico que comenzaba a atraparlo justo en el momento en que Orondo Bonachón, al que desde entonces llamaría Charlie para abreviar, dio por finalizada la clase.
El día siguiente no fue muy distinto salvo por la ausencia de formalidades y saludos. Helen seguía sin preguntarle su nombre. Era una pena porque había escogido uno particularmente evocador del estilo de Sandor Rodriguez pero sin ese toque racial que haría del que lo llevara un putero irredento de pelo largo engominado, músculos marcados y Ferrari aparcado en la puerta. Supuso que no tenía más interés en él más que el devolver todas sus bolas una tras otra. Ninguno consiguió hacer un solo punto. La pelota nunca cayó a tierra. Ni el segundo día, ni el tercero, ni el cuarto, ni siquiera el quinto cuando, atrapado por la cinta de Moebius que tejía la trayectoria de la pelota, comenzó a crecer en él una tristeza que llevaba anidada en su interior desde...
<
Con la práctica no le costó entrar en el trance relajante del peloteo constante. Al primer bote de la pelota sobre la mesa verde de pintura descascarillada su cuerpo se desentendía de su conciencia mientras esta iba más allá de los caninos de Helen, más allá del pabellón deportivo, más allá de la ciudad, del país, el continente y la Tierra, iba hacia un extremo del universo para luego volver con urgencia, como un tirachinas estirado al máximo que al final se liberara y cuyo proyectil apuntaba certero a otro tiempo en el que se recordaba más feliz, con ella, un tiempo aséptico, sin broncas, peleas, discusiones, rifirrafes, diferencias o reproches, repleto de paseos de la mano, confidencias bajo la luna, somieres rotos y quejas de los vecinos a medianoche. Un tiempo falso, pero un tiempo al fin y al cabo.
Normalmente se quedaba ahí, rememorando el pasado mientras su brazo volaba de un extremo a otro de la mesa intentando que alguno de sus disparos acertara de pleno en la sonrisa de Helen, pero esta vez no fue así. Las escenas idílicas se vieron reflejadas en el espejo de la realidad, una expresión tan pastelosa que le hubiera causado arcadas de no ser porque lo que vio a continuación le dejo sin palabras. Cada momento bonito fue sustituido por la escena siguiente en la que la cagaba. Se enfrentó sin escudos ni parches a lo que le atormentaba. Su ex gritándole, su ex echándole en cara sus patochadas. Su falta de interés al final, sus ganas de marcharse en momentos puntuales, los celos ridículos por una y otra parte. Y fue ese contraste, el de haber querido tanto a esa mujer y que todo lo malo no importase lo que acabó con sus defensas y le hizo derrumbarse.
Al ritmo del peloteo fueron brotando sus lágrimas, mientras Helen seguía ahí con su estúpida, bobalicona y perruna cara. Pensó en dejar escapar la pelota, lanzar la paleta bien lejos y que Helen saliera tras ella para traerla de vuelta pero Orondo Bonachón se acercaba.
Charlie se colocó junto a ellos, en la mesa más alejada del resto. Miró el portafólios que llevaba. Miró a Helen. Miró al portafolios y miró atrás. Miró al portafolios y le miró. Estuvo unos instantes así. Quién sabe si pensando algún comentario gracioso que hacer o intentando alejar de su mente la idea de que lo que tenía enfrente era una persona y no un perrito caliente.
- No te tengo en esta lista - se rascó la papada - ¿Has pagado la matricula? - le preguntó finalmente.
"Nunca te preocupas de las cosas importantes", gritó su ex a su oído, dentro de su mente. La pelota golpeó la esquina y se alejó rápidamente. Rebotó en una pared, volvió hacia atrás y estalló en la frente de Helen.
- Punto para mi - ladró torpemente mientras se abrazaba a Charlie o al menos lo intentaba.
"Nunca te preocupas por nada", volvió a escuchar de nuevo. Tiró la pelota al suelo y se marchó sin decir palabra.
Orondo bonachón no le detuvo. Miró al portafolios, miró a Helen. Miró al portafolios y le miró marcharse.
- ¿Quién era ese? - preguntó finalmente.
- Se llama Sandor Rodríguez. Juega bien, aunque su revés es torpe.
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