Más allá de las tierras baldías, el único lugar en el que se puede respirar verdadera tranquilidad en kilómetros a la redonda, es el Parque de la Cantera, del que ya he hablado en alguna ocasión.
Suelo ir todos los días pues el ejercicio que proporciona el subir los empinados escalones hacia la explanada de la cúspide del elevado monte alrededor del cual crecen los jardines municipales, es impagable. La cima suele estar cubierta de silencio y los restos de alguna juerga nocturna protagonizada por algún grupo de gamberros. Pero este día es diferente. Sentada en un banco, con la mirada perdida en la alfombra de cemento de la ciudad que se extiende a los pies del monte, me encuentro con una rubia despampanante, de las que aman con su mirada y odian con el reverso de la mano. En otro tiempo ese era uno de mis sueños, solo que la chica estaba recubierta de nata; ahora es sólo un estorbo para mi meditación diaria.
Procuro alejarme de ella, lo poco que me permite el reducido tamaño del llano. Apoyado en la barandilla, frente a unos nombres tallados en madera y carne, dejo mi mente volar hacia otros mundos, otros tiempos mejores, hacia lo que pudo ser y no fue, hacia lo que será y no quiero que sea... no puedo evitar mirarla de reojo.
Lleva gafas de sol, pero sé que está llorando. Yo también llevo gafas de sol. Saca una lata de cerveza del bolsillo de su chaqueta y comienza a beberla con pequeños sorbos. Son las diez de la mañana. Demasiado pronto para beber, incluso para una guiri. Sólo por sus gestos se adivina que no es de aquí. A su lado, junto a la chaqueta, un paquete de Marlboro del que asoman dos cigarrillos evita que la brisa que barre la cumbre se lleve un sobre con los bordes coloreados.
Intento abstraerme pero me es imposible. Me debato en un dilema complejo: ¿le digo algo? Al fin y al cabo si ha venido hasta aquí es para estar sola, no para charlar con un completo desconocido... Durante varios minutos me remuevo intranquilo. Se que no debería decirle nada, pero me recuerda a alguien a quien hice llorar, asi que finalmente decido sentarme junto a ella. Nadie debería pasarlo mal solo.
Se llama Ingrid y está de Erasmus en la universidad de Málaga. No le molesta mi presencia, dudo que algo le afectara. Me enseña la carta bajo el paquete de tabaco. Está en sueco. Ella resume su contenido en un español improvisado. Sólo una frase: Me ha dejado.
No quiero hurgar en la herida. No le pregunto por qué. No hace falta. Ella misma se encarga de desglosar su triste devenir. Albert no puede con la distancia. Piensa que se fue al extranjero para huir de él, de sus dudas. Y es verdad, pero ya no, reconoce entre lágrimas. Y ahora es demasiado tarde; y yo le digo que no, que nunca lo es si de verdad se aman, y tras unos instantes, sorbe sus lágrimas coge la carta y el tabaco y se va sin mirar atrás. Cogerá el próximo vuelo a Estocolmo.
Deja la cerveza a mi lado, a medio terminar. Tal vez le de un trago. Nunca es demasiado pronto para beber.
domingo, 5 de abril de 2009
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Claro que sí, nunca es tarde para empinar el codo pese a la inmerecida mala fama del alcohol...lo único que esa cervezilla lo mismo ya estará tibia.
ResponderEliminarUna pena lo de la nata, aun con todo un relato excelente.
Gracias Tortlon! No creas, estaba fresca todavía. Alli arriba suele hacer fresquillo :P
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