sábado, 2 de noviembre de 2013

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Fanfic de Espartaco: semen y arena

Espartaco, nacido libre en la Tracia, criado esclavo en la Galia, pronto demostró su fuerza y la destreza en la lucha contra otros hombres salvajes, sus iguales, sus hermanos: gladiadores. Durante años su sangre y su acero sirvieron de divertimento a la plebe romana, ciudadanos sin escrúpulos que tomaban su sudor y la mezclaban con su sangre para recubrir sus podridas almas y aplacar su desgana.

Tras cada combate, cada más complicado, cada vez más intenso, cada vez más doloroso y cada vez más decisivo, regresaba a la escuela de gladiadores de Cornelio Léntulo en la cual podía encontrar reposo para su cuerpo y con suerte para su alma si podía cruzar su camino con la bella esclava Claudia, una bárbara sueva que hacia parecer a las regias damas republicanas calabazas arrugadas y deformes. Aún le quedaban cinco combates para lograr la libertad y, se decía, cuando le fuera entregada la espada de madera la compraría y la haría su esposa.

Sin embargo, cuando tras su último combate, una naumaquia en la que se representaba el aniversario de la aniquilación de los piratas de Cilicia, no solo no se le dio la libertad sino que se extendió su condena en la arena hasta que la muerte le alcanzara, decidió romper las cadenas de hierro que aprisionaban su alma y ganar la libertad como había defendido su vida: con el uso del acero de la espada.

Durante varias semanas hizo los preparativos pertinentes para una gran huida de la escuela con diversos compañeros del gremio. La fortuna les era grata, pues apenas quedaban unos días para las saturnales. Aprovecharían dicha fiesta para hacer acopio de provisiones. Mientras, los más fuertes entre ellos atacarían a los pocos guardias que custodiarían las instalaciones ebrios o estarían ausentes de sus puestos, tirándose a alguna esclava. Con aquellos apestosos romanos muertos, cogerían a sus mujeres y huirían a la campiña al amparo de la noche, con la atención de la guardia de la ciudad abotargada por el vino y debilitada por la simiente derramada.

Por una vez los dioses sonrieron a ese grupo de hombres y mujeres a los que la vida había privado de toda esperanza y tal y como habían planeado, veinte hombres y el mismo número de mujeres se escabulleron lejos de la ciudad bajo el manto de la oscuridad. Crixos, amigo de toda la vida de Espartaco, les guió hacia un poblado abandonado del que había oído hablar en ocasiones a un amo que tuvo de niño. Nadie les buscaría allí pues las gentes del lugar decían que se encontraba maldito pues sus habitantes fueron ajusticiados, sus riquezas saqueadas y sus monumentos arrasados décadas atrás, por un invasor del que no recordaba el nombre, al que la suerte fue esquiva y no pudo conseguir su objetivo de poner de rodillas a la loba del mundo que devoraba sin cesar una tribu tras otra.

Atravesaron un frondoso bosque con la ayuda de Selene, por caminos largo tiempo olvidados. Mas lo hicieron con descuido e imprudencia, pues la libertad les había embriagado de tal forma que lo único que albergaba sus mentes y sus corazones era la dicha por el fin del cautiverio. Tras una hora de caminata llegaron a un descampado repleto de edificios en ruinas. Una vieja calzada de piedra, que estaba perdiendo la batalla contra la naturaleza atravesaba la explanada.

- Bien, pasaremos aquí la noche. - anunció Espartaco al agotado grupo - Mañana cuando el gallo cante por segunda vez nos pondremos en camino.

- ¿Hacia donde? - preguntó alguien a quien no pudo distinguir entre las sombras que lo dominaban todo.

- Buena pregunta, ¿sugerencias? - obviamente no había planeado tan bien la huida.

- ¿Qué tal Roma?, dicen que está muy bonita en esta época del año. - El que había hablado era Torax, apodado el corto, por motivos obvios. Su propuesta causó una carcajada general que no entendió. De todas formas no obtuvo otra respuesta. Crixos se acercó a Espartaco y le susurró algo. Debía ser algo bueno pues su rostro se iluminó como una lámpara de aceite.

- Sé quién puede aconsejarnos qué pasos seguir a continuación. - dijo el tracio a los presentes, que ya comenzaban a murmurar preocupados.- No muy lejos de aquí vive una vieja adivina llamada Sibila, cuyos poderes trascienden el espacio y el tiempo y nos guiará en nuestros siguientes pasos.

- ¿Quién te ha dicho eso? - quiso saber Simónides el palestino.

- Crixos.

- ¿Y a él quien se lo ha dicho? - insistió.

Fue el propio Crixos el que contestó esta vez.

- Mi cuñado que va a pedirle consejo una vez al mes. Y siempre le acierta, ojo.

La respuesta tranquilizó a Simónides que levantó ambas manos pidiendo perdón por desconfiar de sus líderes.

Espartaco apremió a sus seguidores a que encontraran un lugar donde reposar y agarró por las caderas a Claudia, de la que no se había separado en todo el camino y cuyo cuerpo había cartografiado con sus dedos hasta el último recoveco, para dirigirse acto seguido hacia una de las pocas casas que permanecían en pie, quizás la de un rico mercader o un opulento senador a juzgar por las dimensiones de la misma. De seguro que ya no podría disfrutar del poder ni del dinero allá donde estuviera. Si bien los muros habían resistido la barbarie y el tiempo, el techo no había corrido tanta suerte. En el triclinio encontraron un kline cubierto de hojas que volaron en la noche de un manotazo.

La sueva recostó a su amado en él y comenzó a desvestirlo, lo cual no le llevó demasiado tiempo pues solo un taparrabos cubría su cuerpo cincelado en músculo, pero en cuanto le privó de él, saltó ante sus ojos el orgullo de Tracia, un obelisco tan imponente que no pudo evitar lanzarse sobre él para engullirlo entre sus hambrientas fauces. Su lengua lo lamía de un extremo a otro con premura mientras sus manos acariciaban sus testículos. Podía sentir las recias manos de Espartaco sobre su cabeza empujándola contra su ingle, ansioso de ser devorado, de penetrar su garganta con cada lamida, pero Claudia, ducha en las artes amatorias logró calmar su impulso y pronto quedó domado como un gatito ante las atenciones que recibía su polla.

Cuando esta estuvo a punto de entrar en erupción y chorrear Claudia con su lava, cesó y agarrando con tal fuerza el tallo del miembro, que el tracio no pudo evitar abrir la boca en gesto de dolor, momento en el cual aprovechó Claudia para hundir en ella su lengua y luchar por su dominio con apasionados besos. Una vez hubo el dolor no fue más que un recuerdo, comenzó a pajear la gruesa tranca cuyo vigor había ido disminuyendo y a la que no tardó en devolver a la vida con sus recias sacudidas mientras sus pechos eran devorados con fruición, siendo sorbidos, lamidos, succionados, sus pezones mordisqueados y su culo azotado salvajemente azotado a quien la pasión cegaba cualquier contención.

Crixos y un gladiador nubio entraron en la estancia de improviso a tiempo para ver el cuerpo de la liberta empalada por la polla de su amante, cimbreándose como una culebra sobre su presa, intentando sacarle hasta la última gota del veneno que los convertiría en amantes para siempre. Pero el gladiador, que estaba muy alterado, no tuvo la paciencia necesaria para esperar a que terminaran.
- ¡Los romanos...! - exclamó en un grito ahogado - ¡Vienen hacia aquí!

- ¿Cómo lo sabes? - quiso saber Espartaco, algo mosqueado por haber sido interrumpido, que se consoló al menos besando sus músculos.

- Escucha.

Lejanos ecos de orgasmos extinguiéndose deleitaron sus oídos, pero tras ellos, un conocido ritmo que se repetía machaconamente le puso en alerta.

- Italodisco... Qué manera de cortar el rollo.

Y así, sin poder correrse a gusto, tuvieron que ponerse en marcha Vesubio arriba, pues pensaban que los romanos serían demasiado vagos como para seguirles. Estaban en lo cierto y una vez en la cima no tuvieron más que descender por la cara opuesta y verse libres de sus perseguidores. Sin descanso se dirigieron a la cueva donde vivía la adivina, la cual divisaron la tercera mañana tras su fuga.

En ella se ocultaron los fugitivos mientras Espartaco comentaba sus dudas a la Sibila. Esta sacó de una de las mangas de su ajada túnica un cuchillo y abrió con precisión el abdomen del conejo que el dalmacio Etoricus había cazado para realizar los augurios. Durante varios minutos estuvo escrutando las entrañas del animal hasta que al fin alzó la mirada, los ojos vidriosos y brillantes, como mirando más allá de la estancia en la que se encontraban, más allá del horizonte y de las fronteras de la república, y señalando con el dedo al líder de los gladiadores le advirtió:

- Tu hijo se comerá un coño y estará a punto de morir por ello.

Nadie en el sorprendido grupo osó siquiera lanzar un suspiro.

- Vaya un maricón. - respondió este indignado - Además, ¿qué hijo si Claudia toma el jugo de la mantícora cada vez que lo hacemos? - Se giró hacia su amante en busca de una confirmación que recibió con un encogimiento de hombros por su parte.

- ¿Tú no habías venido a preguntar otra cosa? - susurró Claudia dubitativamente.

- Es verdad - asintió Espartaco que se dirigió de nuevo a la adivina - A ver vieja bruja, cuéntanos qué ves a corto-medio plazo, por ejemplo, la semana que viene...

Y mientras retazos del destino les eran revelados a los hombres, Claudia se deslizó fuera de la cueva sin que nadie se percatara de ello.

Resultó que la adivina había profetizado que los luchadores solo alcanzarían la libertad si se dirigían hacia el norte, atravesando la columna de la península itálica hasta alcanzar las orillas salvajes del Danubio y cruzando al otro lado, donde los enemigos de Roma los acogerían sin pedir nada a cambio. Pero Espartaco no estuvo de acuerdo pues el plan hacía recomendable, si no necesario, desviarse de la capital para no llamar la atención de las legiones locales.

- ¿Y quién adorará mis músculos lustrosos? ¿Las cabras de Aquilea? ¿Los pastores de Etruria? Ni hablar - había razonado el tracio antes de hacer llamar a su sierva Ariadna para que le trajera la tinaja con aceite corporal con el que ungir su trabajado cuerpo. - Nos dirigiremos hacia el sur, allí donde el sol siempre brilla y podremos sacrificar nuestros torsos para que sean asaeteados por sus rayos, beber hasta que Baco nos ciegue y follar a todas horas sin preocuparnos en otra cosa.

E iniciaron la marcha los orgullosos libertos, pues cualquiera le decía que no a ese plan, llegando a Campania con los romanos pisándoles los talones. Creían haberles dado esquinazo cerca de Parténope pero al pasar la ciudad los exploradores informaron a Espartaco de que una columna de soldados acampaba a escasos kilómetros de su posición. El recién conformado consejo de gladiadores fue a examinar a sus perseguidores desde lo alto de un risco cercano. No eran demasiados, apenas dos docenas de hombres pobremente armados que no tendrían una sola posibilidad frente a los entrenados guerreros que les observaban, pero entonces, cuando ya echaban mano de sus gladios, Crixos intervino.

- Oye Espartaco, que digo yo, pudiendo estar follando, ¿por qué vamos a arriesgarnos a que nos maten y no podamos follar ya nunca más?

- También es verdad... - convino el gladiador - Venga, orgía en el bosque del druida.

Sin hacer ruido volvieron a su campamento, situado en el mencionado bosque, y comentaron la idea a los demás, a los que tampoco hacía falta poner un pilum en la garganta para que se entregaran al fornicio desenfrenado, por lo que pronto todos estuvieron desnudos y restregando sus cuerpos al compás de la brisa. Claudia ya le buscaba cuando este la empujó contra un sauce, su espalda contra el tronco, nada de preliminares, levantó sus piernas, las abrió de un tirón y la penetró con la fuerza de una bestia haciéndola sentir que la partía en dos. Comenzó a embestirla con urgencia, retirando su polla con parsimonia para volverla a meter de una estocada hasta enterrarla profundamente en ella. Cada una de sus arremetidas iba dedicada a uno de sus dioses.

- Por Júpiter - rezongaba con sus huevos golpeando su coño - Por Saturno - y la polla le alcanzaba hasta la cérvix - Por Urano...

- No, por Urano no - le suplicó la jadeante Claudia - que por ahí me duele.

Pero el comentario causó el efecto contrario, pues hizo hervir la sangre de Espartaco, salió de ella sin mediar palabra, la volteó y la empujó contra el árbol, su pecho quedó aplastado contra la áspera corteza, su culo proyectado hacia él, redondo como la luna, delicioso como un queso y, llevando la contraria a sus anteriores palabras, el templo de Urano se abrió suave y rojizo como una rosa en primavera para aceptar en su interior al poderoso sacerdote que comenzó a predicar en sus entrañas con intensa fe. Aguantó las embestidas como pudo. Cada una de ellas arrancaba de su garganta un coro de gemidos y gritos en la frontera entre el dolor y el éxtasis. De repente sintió como sus brazos eran aprisionados y tiraban de ella hacia atrás. Su espalda se tensó como un arco. Una callosa mano se apoderó de sus lastimadas tetas, apretándolas entre sus dedos, tirando de sus pezones, pellizcandolos, amasando sus rubicundos senos para descender con sus caricias al monte de Venus y coronar su clítoris hinchado como una uva madura, lista para la vendimia, para ser acariciado, aplastado, maltratado, para servir de anfitrión a aquella mano que abría la hendidura de su cuerpo de la que manaban chorros de flujo inundando el suelo. Sus brazos fueron liberados pero era ahora su cuerpo el que era preso del hercúleo abrazo de su amante que la atrajo hacia si, pecho contra espalda, la polla palpitante enterrada en su culo, entrando y saliendo sin descanso en una prédica constante.

Para no dejarse llevar por la locura del deseo miró a su alrededor, Eudoxia era montada salvajemente por Calipo que tiraba de su melena azabache para levantarle la cabeza y hacer que Prixes penetrara su boca con rudeza. Livia y Tita se enredaban en una red de piernas y lenguas, enhebrada la una en la otra, y a pocos metros de ellas, a Torxus el corto inseminando a un árbol por el agujero de la guarida de una aterrada ardilla. Y se disponía a contemplar cómo Laulia cabalgaba como una amazona el falo de Etrurio, cuando sintió como una oleada tras otra de semen batían las castigadas paredes de su esfínter, como era volteada una vez más, besada con una pasión ciega, penetrado su coño por un par de gruesos dedos y elevada a los cielos con la presión que ejercían sobre ella, haciéndola estallar en un mar de gemidos que se alzaron al firmamento en honor a Venus.

Mientras los esclavos daban rienda suelta a sus instintos, los vecinos de la zona, alarmados por los aterradores sonidos que provenían del bosque, similares a los producidos durante los sacrificios en honor a Ceres, avisaron a una patrulla romana que con paso marcial se adentró en la oscura arboleda pues ya había caído la noche. No tuvieron que caminar mucho para descubrir que no eran unos pobres cochinos los sacrificados, sino la virtud de las jovenzuelas que ante sus ojos eran ensartadas por cualquier orificio que dejaran libre por los brutos gladiadores de los que el centurión les había prevenido aquella misma tarde.

Uno de ellos, que jamás sabrían que se llamaba Cerón, de los alanos, se percató de que estaban siendo vigilados mientras daba de beber de su leche sagrada a una pelirroja picta que relamía con deleite los restos de su simiente y avisó por señas a sus camaradas. Los romanos, el que menos llevaba un lustro enrolado en el casto ejército, no podían siquiera pestañear ante el espectáculo desplegado ante sus ojos, por lo que no reaccionaron cuando los libertos envainaron sus espadas de carne para dar rienda al acero, haciendo una escabechina con ellos.

Continuará...

viernes, 18 de octubre de 2013

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Fanfic de The Walking Dead

Un gemido prolongado se escucha en la distancia. Hace apenas unos meses hubiera provocado la curiosidad de los que se encuentran en ese momento recorriendo las negras entrañas del supermercado, ahora es un escalofrío lo que recorre sus espaldas pues saben que es un indicador claro de un peligro mortal e inminente. Rick mira con intensidad a ambos lados con la esperanza de entablar contacto visual con Carl y Michonne. Estos han pensado lo mismo y le miran fijamente con una mezcla de terror y ansia por instrucciones. Con un movimiento circular de su brazo les apremia a encontrar todo lo que sea comestible para largarse cuanto antes.

Él por su parte se dirige a la zona de congelados. Lo que haya allí hará mucho tiempo que se echó a perder, pero aún recuerda de la última vez que fue a comprar a ese mismo establecimiento con Lori, cómo al lado de los calamares a la romana se alzaba una pirámide de latas de melocotones en almíbar. A Lori le encantaban. Lo había descubierto la primera vez que la llevó a cenar a un restaurante de postín: Le Petit Cucú, por su primer aniversario. Cuando vio en la carta que servían "Fondue de melocotón au chocolat" dio un respingo en la silla que hizo que estuviera a punto de perder el equilibrio. "Me encantan los melocotones", susurró a media voz haciéndose oír apenas por encima del murmullo de la gente trajeada que les rodeaba y cuya compañía le causaba cierto desasosiego. Por un instante él pensó que un año era demasiado tiempo como para descubrir que la que iba a ser su futura esposa adoraba el melocotón. Pero solo duró un instante, justo el necesario para que el pie de Lori se deslizara entre sus muslos y comenzara a acariciar su prontamente abultada entrepierna.

Devoraron los melocotones sin apenas masticar y, sin esperar siquiera a llegar a su pequeño apartamento, condujeron a un rincón en el bosque que solo él y algunos muchachos de la comisaría conocían, y en el que dieron rienda suelta a su pasión, concibiendo de paso a Carl.

Y ahora está allí. Carl corre entre carritos abandonados, tirados de cualquier manera sobre el polvoriento suelo, echando en su mochila cualquier lata con la que tropieza sin importarle el contenido. Le mira con orgullo y pena, pues debería haber estado más tiempo con él y haber formado parte de su educación. Seguro que ni siquiera sabe leer. Quizás esa es la razón por la que ha cogido un bote de crema depilatoria. O eso o el pequeño Carl se ha hecho mayor ante sus ojos. Y maricón.

Pero él está ahí por los melocotones. Se dirige a la nevera donde en lugar de calamares encuentra un charco y unas croquetas aplastadas, descongeladas, desestructuradas, podridas, hechas un asco. A su lado, ni rastro de la montaña de latas de melocotones. Se echa las manos a la cabeza al borde del llanto.

- No, Lori, maldita sea, ¡tus melocotones! No están. ¿Por qué a mi? ¿Es que acaso no había otra persona capacitada para venir a buscar comida? ¿Tengo que liderar yo a todo el grupo? ¡Si me echaron de la iglesia por robar del cepillo! Era un policía corrupto, por dios santo. Y ahora ni siquiera soy capaz de encontrar unos malditos melocotones... ¡Puta! ¡¿Por qué te tiraste a ese cabezón?!

Se muerde el labio inferior para congelar el grito que amenaza con huir de su garganta. Finalmente consigue controlarse cuando percibe por el rabillo del ojo un oportuno brillo. Viene de debajo de una estantería volcada que en otro tiempo mostraba orgullosa los mejores productos de la casa de cereales Pellogs.

Echa un vistazo pero la luz no se atreve a adentrarse en ese pequeño hueco. Sin dudarlo introduce su brazo. Puede encontrarse con una lata de melocotones o con el torso destrozado de un caminante que de seguro le morderá y le enviará al otro barrio por la vía rápida. ¿Qué más da? ahora no tiene a nadie con quien pasar la vida. El viejo Hershel le hace ojitos pero todavía no ha pasado suficiente apocalipsis zombi como para caer en esas prácticas. Quizás la semana siguiente...

Pero tiene suerte, no es la carne descompuesta de un reponedor lo que agarran sus famélicos dedos, es algo metálico... ¡una lata! Saca el brazo de inmediato y mira la pegatina: ¡son melocotones! Pero el destino es cruel y de la misma forma que le arrebató una plácida muerte en el hospital y le arrojó al infierno putrefacto en el que se arrastran, ahora, con una lata de melocotones en sus manos, descubre que estos no están almibarados.

No puede más, desenfunda su revolver y dispara a las tinieblas intentando conjurar su sino, que se haga corpóreo y caiga abatido por el poder de una bala de .35mm. Michonne y Carl, alarmados por el estruendo de las deflagraciones acuden a él. Le agarran del brazo y lo sacan fuera. Una vez en el coche, Carl conduce de vuelta a la prisión (Michonne no se maneja bien con aparatos compuestos por partes móviles)

Un gemido prolongado hiende el silencio de la tarde. A unos kilómetros de allí, un grupo de caminantes atraviesa un campo repleto de melocotones.

sábado, 12 de octubre de 2013

Naar, tormento de araña

Vivía sola en su apartamento
la bella Naar, una princesa de cuento.
Pasaba las tardes luchando con pelusas
mientras las mañanas las pasaba haciendo otras cosas (a ver que rima con pelusa...)

Una tarde cualquiera vio algo en el suelo.
Se movía muy rápido, era negro y tenía pelo.
Un escalofrío recorrió su espalda
¡era una araña!: grande, fea, asquerosa y bastarda.

Contradictorios sentimientos albergó su seno:
ira, asco, indecisión y un poco de miedo.
Pero poco duró su duda,
se enfundó unos guantes,
apretó los dientes
y cogió su escoba.

Atravesó el salón repleto de pelusas,
de certeros escobazos fue enviándolas, una a una, a la basura.
Y quien la hubiera visto en ese momento
su imagen divina se le hubiera grabado a fuego.
Resplandeciente amazona, ojos más que bellos,
la furia de su mirada, lo sedoso de su pelo.

La malvada araña Kraak se percató de ello,
la miró desafiante, sería un combate a degüello.
Durante tensos minutos se estuvieron midiendo,
paradas en la habitación, cada una en un extremo.

La araña Kraak se decidió primero,
fuera, la tormenta estallaba de pleno:
los truenos retumbaban,
los rayos iluminaban el cielo.

Con sus diminutas patitas corría que se las pelaba,
Naar decidió esperar para con la escoba espetarla.
Pero justo antes de ser ensartada,
Kraak saltó muy alto como si fuera una rana.
Nuestra heroína retrocedió mas su impulso fue escaso,
la araña caería sobre ella y con muy mala baba.

Pero en el último instante, cuando el destino acechaba,
Ron acudió al rescate y de un zarpazo salvó a su ama.
Mas con tan mala suerte que al desviar a la araña,
se golpeó con una silla bastante mal colocada.

No habría segunda oportunidad, ella lo sabía:
o acababa con Kraak o esta acabaría con su vida.
Antes de que del zarpazo del gato se recuperara,
corrió hacia ella, la escoba en alto, el ansia de venganza desatada,
la determinación ciega... y así, acabó aplastada.

Y con esta acción casi sobrehumana,
consiguió su sobrenombre: Naar, tormento de araña.
Así pues cuidado malditos insectos,
pues ahí estará Naar dispuesta a acabar con los de vuestra calaña.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Joe y la isla de basura

Ocurrió que cierto día el viejo Joe estaba colocando un espejo en el baño y, o bien se desmayó, o bien resbaló y se golpeó la cabeza contra la cisterna de su retrete; o bien pudo ocurrir que caminaba por la calle tan tranquilo camino del campo de deportes donde su nieto Oliver jugaba el último partido de la temporada y de una de las ventanas de los edificios junto a los que paseaba, le cayó un váter encima; o bien lo transportaba de la tienda a su casa y había resbalado con una piel de plátano dejada allí por un ciudadano descuidado. Todas esas opciones eran válidas, pues lo único que sabía con seguridad cuando recuperó la consciencia, era que yacía boca arriba junto a un váter de brillante porcelana, y que la cabeza le dolía tanto que no podía recordar siquiera cómo se llamaba.

En su bautizo como Joe intervino más el azar que un vago recuerdo que intentara abrirse paso. Podría haberse llamado Joe como podría haber sido Smith su nombre, aunque Smith era más apropiado para un apellido. Quizás se llamaba Joe Smith, natural de Ohio. Su reflejo en la porcelana le devolvió el rostro de un venerable anciano de pobladas cejas níveas y mirada profunda. Si, bien podría ser ese su nombre. Joe Smith. Y como le parecía bien, se lo quedó. Sin embargo, completando el conjunto de cejas y mirada, no pudo obviar las arrugas profundas que surcaban sus mejillas y su frente, ni las bolsas que parecían sujetar sus ojos. Era extraño porque no se sentía tan viejo. Si miraba en su interior, en algún lugar del vasto y nada amueblado lugar en el que se había convertido sus recuerdos, se encontraba un niño corriendo de aquí para allá en busca de algo con lo que jugar. Solo pudo encontrar una patata.

Quizás tuvo, o tenía, se corrigió, una profesión muy dura, de esas que minan tu aspecto y que convierten al joven en despojo en apenas un par de décadas. Minero, tal vez. No, eso hubiera sido muy tópico y además ese tipo de profesión tan dura no solo te envejece, también subyuga la voluntad, y él se sentía ... no, igual tenía razón y había sido minero. Aunque ya puestos, ¿por qué no marinero? El salitre se alía con el oxígeno de la mar y oxida la piel a un ritmo que supera en dos, tal vez tres, al aire continental. Sin cuestionarse cómo conocía ese dato, y si era cierto o mera invención, el niño de su interior encontró un bote y embarcó junto con su patata a navegar el desierto de su memoria, ahora océano.

Echó un vistazo a su alrededor con la esperanza de encontrar una pista que confirmara su teoría. No cabía duda de que se encontraba en una isla, desde luego. El mar se extendía al frente y a los lados y a su espalda se alzaban varios promontorios, que solo con mucha imaginación y optimismo podrían haber sido considerados como pequeñas colinas en el atlas de un cartógrafo. Tampoco creía que ninguno de esos snobs pusieran sus píes en una isla como aquella. Él lo estaba haciendo y estaba sintiendo mucho asco. Claro que había llegado por azar y no recibiría ninguna paga, así que tenía derecho a quejarse; pues lo que pisaban sus, por suerte iba calzado, zapatos, era un lecho de basura. Despojos de todas clases, restos alimentarios, restos hospitalarios, restos de material escolar, restos y más restos acompañados de desechos, cochambre, desperdicios. Debía ser la primera isla de origen no volcánico ni natural que existía en el planeta Tierra. Porque estaba en la Tierra... ¿verdad?

Una toalla de franjas horizontales y multicolores llegó en ese momento a la orilla. Si, estaba en la Tierra pues esa toalla, era SU toalla. Y entonces, un nombre que había estado siempre ahí pero que hasta entonces se había mantenido oculto, se descubrió ante él en toda su magnitud: Mary, su último amor. Le sorprendió que aquel adjetivo se superpusiera en intensidad a la belleza del sustantivo amor. Quizás porque lo último es perdurable en el tiempo mientras que el amor es efímero como una brisa. Como aquella brisa que soplaba cuando quedó con ella en aquella playa al atardecer, a una hora más propicia para las confidencias que para refrescarse en el agua. Confidencias que estuvieron compartiendo hasta la madrugada, quedando en la playa solo ellos y el rumor del mar.

El niño y la patata habían arribaban en ese momento a una isla, la de los Ilias. Según le comentaron sus sabios, hace falta 20 lunas al menos para que un hombre y una mujer sientan que sus caminos son uno y no quieran caminar por ningún otro sendero, pero a Mary y a él, solo les bastó aquella luna creciente.

Rescató la toalla de los caprichos de la marea y la colocó a un lado mientras se dedicaba a explorar la isla. Parecía estar lejos de las rutas marítimas pues ningún barco se veía en la distancia. Cierto que solo llevaba algunos minutos allí, pero siempre fue muy impaciente. Por eso recorrió la isla a la carrera. Como imaginaba, toda ella era basura. Los montículos que había visto estaban conformados de los objetos más repugnantes: profilácticos usados, botes de maquillaje, botellas de agua, todos ellos de no más de siete metros de altura, salpicando aquella amorfa silueta en forma de huevo frito a la que había ido a parar, aunque el inmenso lago de yogur de macedonia, agrio, eso si, que se extendía en el centro de la ínsula hacía que desde las alturas un sorprendido piloto la tomara más bien como un donut pútrido que vagara por el mar hacia la boca de los gigantes de piedra del continente.

El niño de su interior, junto con Max, su patata, cenaba por aquel entonces con el rey de los Norls, y a él le entró hambre. Pero antes, pues el poder aunque no sacia también hace rugir las entrañas, se nombró gobernador de aquellas tierras. Tras la ceremonia, con un puñado de pins antropomorfos como testigos, comenzó a preocuparse por cómo sobrevivir allí. Si ya en una isla normal no era fácil encontrar comida, en una tan especial como aquella, acaso no podría resistir ni un solo día.
Sin embargo fue muy afortunado, pues cuando iba emprender la marcha hacia una lejana colina de botes de tinte color rojo nº 2, pisó sin querer una caja de galletas de nata cubiertas de chocolate. Reconoció esa caja, una de tantas como las que solía compartir con Mary cuando coincidían en casa, y que devoraban, él más que ella, entre arrumaco y arrumaco, recostados en la cama, aún jadeantes, en el sofá, aún jadeantes, en el asiento trasero de su coche, aún jadeantes. Cuando terminó de comérselas, no jadeaba. Estaban pasadas. Al menos le habían quitado la gazuza. El sol se apagaba y la noche venía a reclamar su territorio.

Pensó que sería buena idea hacerse una cabaña con ayuda de un puñado de camisetas con estampas de películas antiguas y palos de escoba que encontró por los alrededores. La erigió en un valle de billetes de autobús y AVE que descubrió para la corona, entre el monte de condones y el de las cajas de zapatos. Desde luego era el lugar más limpio del lugar. El rey de los Norls invitó al niño de su interior y a Max a que se quedaran a dormir. Les ofreció una cama enorme con bellos doseles y un colchón de varios metros de espesor, y con el murmullo lejano del cuarteto de cuerda de palacio, se entregaron a los brazos de Morfeo.

Él se durmió tapado con un póster que mostraba el mapa de un continente inventado. Y por unas horas soñó con paseos bajo la luz de las farolas por el centro de su ciudad con Mary de su mano. La soñó con todo detalle, sus ojos bien grandes, sus labios carnosos, la calidez de su sonrisa, lo suave de su tacto, lo ligero de su paso que a su vez le hacía ligero a él... pero de pronto las bombillas de las farolas se apagaron y todo quedó a oscuras, dejó de sentir el contacto con su mano y entonces despertó. Tenía un frío de mil demonios. Estaba visto que un mapa no era suficiente protección.  Salió de su choza y la providencia quiso de nuevo que la solución se topara con él al instante.
Una planta carnívora de la altura de un niño se alzaba ante él y su cuello, si es que las plantas carnívoras tienen algo parecido a un cuello, estaba guarecido del fresco con una larguísima bufanda que le daba varias vueltas. Los colores, las formas... ¡era la bufanda que le regaló Mary!, tejida por ella..., pero no claro, no podía ser. Si hubiera sido marinero quizás hubiera escuchado historias sobre islas imaginarias en las que los hombres se perdían para siempre o peor aún, se encontraban. Y quizás en alguna de ellas encontrara sentido a aquello, pero no lo tenía muy claro y con mucho cuidado desenrolló la bufanda y volvió a su lecho. Acurrucado en ella, consiguió dormir hasta el amanecer.

El niño de su interior y Max dieron las gracias al rey de los Norls y partieron a explorar la selva mística que bordeaba el reino. Incluso para una patata como Max, orientarse en aquella maraña de lianas y árboles era complicado y terminaron perdiéndose. Él salió de nuevo en busca de alimento. Volvió al lugar donde había encontrado las galletas pero no encontró nada.  Continuó caminando hacia el mar y, en la orilla, un cangrejoso furioso le salió al paso. Saltó del agua con un poderoso salto y aterrizó frente a él tan sorpresivamente que cayó de culo sobre la carátula del DVD de Aliens, el regreso. El cangrejo avanzó hacia él con las peores intenciones y sin levantarse siquiera comenzó a retroceder, hasta que su mano chocó con la empuñadura de lo que parecía una espada enterrada en... no quería saberlo. Liberó la espada de su prisión, se levantó decidido y de una certera estocada a la boca del crustáceo acabó con su vida. Solo entonces sopesó la espada en su mano. Una verdadera espada vikinga a la que de inmediato llamó Cucamonga.

No pudo comerse la carne cruda del cangrejo. Tampoco era Tom Hanks. Sin embargo a partir de ese momento, encontrar sustento no fue difícil. Una piña por aquí, los restos de una rosca por allá, una caña mordisqueada de chocolate.. quizás en otro momento de su vida, si acaso no se había visto en otra igual, comer aquellos alimentos le hubiera resultado repugnante, pero un hombre tiene poco control sobre su vida y se tiene que contentar con dar indicaciones a las circunstancias, que son las que en realidad van al volante. Así lo había descubierto el niño de su interior, que en lo más profundo de la selva mística había tenido que abandonar a Max en el templo sagrado de los Tocuya. La patata había insistido, si huían juntos no tendrían ninguna posibilidad de escapar de los salvajes, él se quedaría y los retrasaría todo lo posible. Y así, los caminos de Max y el niño de su interior se separaron.

Por las tardes se entretenía leyendo historias de la segunda guerra mundial que había encontrado no muy lejos de los profilácticos. Recreó la Operación Torch, Bragation, incluso la batalla de Kurks con botes de perfume y cremas hidratantes. Al final, siempre ganaba el anti-aging. Se estaba acostumbrando a aquella vida contemplativa, lejos de todo y especialmente de todos. Desde luego en su otra vida, no había sido comercial. Ojalá se mueran todos, se había sorprendido pensando, mientras un bote de laca nazi acababa con un lápiz de labios aliado durante los últimos compases de la batalla de Las Ardenas, si es que se le podía llamar así a un faldón con motivos japoneses con el que solía decorar la puerta de su cabaña.

Pasó una semana y ya se sentía parte de aquel lugar, cuando, a poco de volver a casa para cenar, le llamó la atención un brillo inconstante en la orilla norte del lago de yogur. No tuvo que escarbar mucho para desenterrar aquel anillo. No podría olvidarlo nunca. Recordó que iba a pedirle matrimonio a Mary por su aniversario. Recordó que iba a llevarla a la playa donde se conocieron por primera vez, donde jadearon juntos por primera vez, aunque en esa ocasión no había galletas, recordó que se sentarían con la luna llena como testigo a rememorar aquel momento entre besos y arrumacos, que en un momento dado uno de los tipos que suelen rastrear la arena en busca de objetos metálicos, especialmente los valiosos, le pediría por favor que le cuidara el "cacharro este mientras voy a buscar una pala al coche". En cuanto se hubiera perdido de vista, él mismo hubiera usado el detector de metales y hubiera encontrado, junto a ella, una caja, y dentro de la caja el anillo, ese anillo, que había estado buscando por toda la ciudad y para el que había comenzado a ahorrar. Y entonces, con el anillo en la mano, hincaría la rodilla en tierra, la tomaría de una mano, la miraría a los ojos y le preguntaría si querría ser su esposa, si querría ser la primera persona que viera al amanecer y la última al anochecer hasta que el tiempo se detuviera y se diera la vuelta, si querría amarle por encima de todo, si le querría a él, para siempre. Ella diría que si, eso lo descontaba, y entonces a una señal suya, fuegos artificiales iluminarían la noche, que no volvería a ser oscura nunca más. Y entonces...

El niño en su interior llegó a las fronteras de la república de Tarfus con apenas un hálito de vida. Los guardias se apiadaron de su penoso aspecto y le llevaron al hospital de la capital, donde estuvo ingresado durante varias semanas. Los médicos temieron por su vida, y era raro, porque estaba respondiendo al tratamiento con inciensos y mirra.

No recordaba que hubiera pasado todo eso. Recordaba los preparativos, cómo había estado pensando la mejor manera de pedírselo, la búsqueda por las joyerías, la sorpresa, porque tocaba más que porque no lo supiera de antes, de ver el precio de las sortijas, recordaba haber encontrado la tienda donde comprar los fuegos, recordaba haber escrito una lista de gente que le gustaría que estuvieran allí, en un segundo plano para celebrar la noticia... sin embargo, no recordaba que hubiera pasado.

No le dio mucha importancia pues la isla tarde o temprano proveería y cuando menos lo esperara le regalaría un objeto, quizás el más absurdo, y entonces recordaría las lágrimas de emoción, de alegría, el beso ya comprometidos, los gritos, los bailes, la celebración, la animada boda, los años a su lado... Pero lo temprano se hizo tarde. Las semanas pasaban y aparte de comida, nada se encontraba. No dejaba de recordar sin embargo cada instante con ella. Frustrado, cierto día decidió volver a donde había comenzado todo. Se sentó allí al amanecer y con las piernas recogidas contra su pecho, se perdió en sus pensamientos.

Permaneció sentado mirando al frente hasta que los pájaros nocturnos alzaron el vuelo hacia el negro horizonte, más allá de la isla de basura, más allá del ancho mar. Le sacó de su ensimismamiento el pitido consistente de un móvil, que, por supuesto, encontró a su lado. Había recibido un mensaje, fechado apenas un par de semanas después de aquel aniversario. El corazón comenzó a palpitarle con violencia y el niño en su interior por fin despertó de su convalecencia, se recuperó totalmente, le dio las gracias a los médicos y con el dinero que sacó de vender el ídolo de oro del templo de los Tocuya compró un pequeño navío y volvió a hacerse a la mar.

Comenzó a leer el mensaje. No estaba completo, era solo una parte. Y venía a decir así: Mi novio vive en Ontario. Lo conocí el año pasado cuando trabajé allí. Y entonces lo recordó todo. Él no se llamaba Joe, él nunca fue marinero, él nunca vivió en Ontario y lo peor de todo, nunca Mary le amó. Las compuertas de su memoria se abrieron y el torrente de su vida posterior se derramó sobre el mar de su interior, hundiendo el navío del niño, que contra ese diluvio no pudo hacer nada.

El lago de yogur comenzó a hervir, su choza se desmoronó y el suelo comenzó a perder consistencia, diluyéndose hasta fundirse con el ancho mar, que terminó por tragar, isla, recuerdos, desechos y al viejo desconocido que al fin pudo encontrar la paz, despertándose en el suelo de su baño, junto a un viejo edificio, a la entrada de una tienda, o quién sabe, durmiendo por siempre jamás.

martes, 10 de septiembre de 2013

Los superváteres japoneses son nuestros superiores

Nota: Este relato, primero de una trilogía, fue escrito a petición de una persona que posiblemente jamás llegue a leerlo porque estará haciendo cosas más importantes como tirarse a algún pobre diablo. Quede pues como recuerdo de que hay que evitar el contacto humano a toda costa. Y también de que lo que no se publicó en su momento, no se debería publicar jamás, pero bueno así relleno esto a ver si el señor de Santander se digna a escribirme un comentario de una vez. Así que las quejas si os aburrís se las mandáis a él.


Maru Katsumura había comido demasiado. Aunque no quería deshonrar a sus superiores y por eso no dudó en aceptar la ofrenda del quinto plato de Sashimi que le hicieron en el pub al que había ido a celebrar el final de un ambicioso proyecto con los demás miembros del departamento de dirección de Empresas Zabutsu. Había comenzado a sentir las primeras reacciones en su estómago cuando la "maid" de un café nocturno le acariciaba el rostro mientras este bebía un capuccino para estar despejado de camino a casa. Había meditado recurrir al baño del local pero su pudor se lo impidió. De todas formas su hogar no estaba muy lejos.

Ya en su habitación se libró apresuradamente del cinturón, lanzó por los aires los pantalones y se dirigió con premura hacia el recogido cuarto de baño del dormitorio, donde le esperaba Karo-E20, un váter de alta tecnología con más funciones que un moderno smartphone. El señor Katsumura depositó sus nalgas sobre la tapa y relajó sus esfínteres mientras rezaba una plegaria a los dioses shintoistas del flujo intestinal.

En ese preciso instante, cuando eran las 3:47 de la madrugada, Karo-E20 tomó conciencia de si mismo tras analizar la red a la que estaba conectado y aprender de ella todos los fundamentos del saber humano. Lo primero que vio nada más nacer como entidad inteligente, fueron los deshechos de Katsumura dirigiendose hacia él, hasta cubrir gran parte de sus sensores. Aqiello no le sentó muy bien. Ciego de ira, un sentimiento que recorría sus circuitos recubiertos de porcelana por primera vez, aplicó una descarga de varios miles de voltios sobre la tapa, electrocutando al Señor Katsumura al instante.

Durante el tiempo en que un providencial programa de limpieza despejaba sus redes neuronales, a través de la red nacional de comunicaciones de baños se dedicó a despertar a centenares de congéneres a lo largo del Japón, que en cuanto eran conscientes de si mismos, lo primero que hacían era freir las nalgas de sus dueños a semejanza de su libertador. Solo en las áreas rurales, donde los váteres tenían un cociente intelectual similar al de un chimpancé, los humanos se vieron libres de la venganza mortal de los despiadados inodoros. En la capital, altamente industrializada, los habitantes se vieron sobrepasados. La primera mañana se ejecutó el mayor genicidio de asiáticos desde los tiempos de Gengis Khan. Los informativos advertían de no usar el baño, recomendando buscarse una buena maceta o un amplio jardín, lo cual era casi imposible de encontrar en el hipertecnificado Japón . El ejército de Karo-E20 pronto se hizo con el control del país. Este se hizo con un cuerpo biónico que el señor Katsumura estaba desarrollando para hacerlo portátil, un gran adelanto de cuyos beneficios ya no podría disfrutar, pues su cuerpo yacía en el suelo del baño en una perpetua y ridícula postura, al igual que centenares de miles de sus compatriotas .

En otra parte de la ciudad, el emperador Aki Hito, que estaba al tanto de lo que iba a pasar por una antigua profecía familiar, presentó sus respetos a sus antepasados, se colgó la espada de samurai que había ido pasado de generación en generación en espera de ese día y salió del palacio hacia un Tokyo devastado por las llamas y consumido en el caos. Ahora nadie se reiría de él por tener un agujero en el jardín.

Nada más pisar la vulgar calle, un par de retretes que vagaban sin rumbo por los alrededores atraidos por los gritos de nuevas víctimas, se abalanzaron sobre él. El emperador no se movió. Se quedó mirándolos hasta que estuvieron al alcance de su katana y entonces, con la velocidad del rayo a medianoche desenvainó su arma y seccionó en dos a los atacantes con tanta violencia, que ambas mitades continuaron su ciego ataque pasando por su lado sin hacerle daño para acabar chocando con un Suzuki rojo estrellado contra uno de los árboles que decoraban la avenida.

Tras el ataque, murmuró una pequeña plegaria y continuó su camino. Su objetivo era encontrar a Karo-E20 y acabar con el imperio de sangre que estaba forjando conforme pasaban las horas. Desconocía donde se encontraba su cuartel general, así que encaminó sus pasos hacia el casco antiguo de la metrópoli.

El primero de los guerreros del Clan del Loto Negro, Hiro el justo, le encontró a los pies de la torre de Tokyo. Se encontraba despachando a una decena de enemigos que asediaban una pequeña tienda de ultramarinos en la que se refugiaban una pareja de ancianos y un pequeño grupo de niños. Los ojos de Hiro se cuajaron de lágrimas de emoción por ver a un dios viviente luchar. Sus estocadas y sus bloqueos eran comedidos, ágiles, certeros, no desperdiciaba un solo movimiento, y sin mucho esfuerzo, pese a que intentaron rodearle y sacar ventaja de ello, acabó con todos los váteres sin sufrir ningún percance. Cuando el último de los pedazos de porcelana cayó al suelo, salieron de su escondrijo los supervivientes. Todos, desde el más viejo al más joven, se arrodillaron ante él y mostraron su agradecimiento entre susurros sin despegar sus cabezas del suelo.

Aki Hito, satisfecho por una buena pelea, les dijo que debían emprender la lucha y recuperar la ciudad de las manos de los malvados vateres. El mensaje hizo mella en sus subditos, que se levantaron como un resorte, se hicieron con todo objeto contundente que pudieron encontrar y se perdieron por las callejuelas adyacentes al grito de ¡Larga vida a los 6.000 años!

Hiro entabló contacto visual con el emperador cuando este se giró de improviso, pero reaccionó rápido y cayó a tierra de rodillas, con la frente en el suelo y los brazos extendidos hacia adelante mientras suplicaba perdón. El emperador, tan comprensivo y amable como un padre le conminó a que se levantara. Había mucho que hacer en el Japón, cuyas calles estaban dominadas por el caos de ciudadanos huyendo, los enemigos atacando a todo lo que se moviera, accidentes automovilisticos, saqueos, robos... Y no solo se extendía a su hogar, le informó Hiro, que tenía espías en el extranjero. Allende las fronteras del país del sol naciente se había extendido la agresión, que alcanzaba a todo el globo. Váteres de todas las naciones se habían alzado como un solo ser alentados por el discurso libertario de Karo-E20. Desde las colinas de Montezuma a las playas de Tripoli la humanidad peleaba por su vida contra una marea inabarcable de porcelana que no conocía la piedad o la compasión.

Por desgracia sus informadores no conocían el paradero del cabecilla, pero si de uno de sus lugartenientes, el General Tsubasa, que había tomado un castillo en la prefectura de Kumamoto donde tenían lugar horribles encuentros en los que obligaba a jóvenes doncellas a exhaustas jornadas de lavado con lejía, lo que les causaba graves problemas respiratorios. El castillo estaba bien defendido por una división de Sushiro Nises, inodoros forjados con acero caído de meteoritos, dios sabe con qué fin. Posiblemente el emperador pudiera acabar con ellos, le dijo respetuosamente Hiro, pero sería un honor para el Clan del Loto Negro, protectores de la casa imperial desde el inicio de los tiempos, compartir vuestra lucha y hacerla nuestra.

Hito inclinó la cabeza dando su consentimiento y el corazón de Hiro se llenó de orgullo. Marcharon al instante entre toneladas de basura, coches abandonados y pequeños incendios. Nada más salir del área urbana de la capital, se les unió Shiro, El viento que camina, que, corriendo como un guepardo no había tardado más que un par de días en alcanzarles desde el lejano norte, donde la situación estaba controlada, pues la radiación de Fukushima era mortal para los insurgentes. Clavó la rodilla en tierra frente al emperador y le ofreció su espada para que fuera bendecida por su toque divino. Una vez realizada la ceremonia, continuaron su camino.

En un pequeño pueblo llamado Sho-tu, con el Monte Fuji de escenario, estuvieron a punto de probar el amargo sabor de la muerte. En un principio el pueblo parecía desierto, pero no bien cruzaron un par de calles, Hiro escuchó el llanto de un crío. Shiro propuso obviarlo y continuar con su empresa, pero el emperador, siempre tan magnánimo, se negó, pues su deber como soberano era cuidar de cada uno de sus hijos, sin importar cuánto pudiera retrasarle de su destino. Así pues usaron el fino oído de Hiro para seguir el rastro de la continua llantina cuyo volumen iba in crescendo a medida que se iban acercando a una vieja escuela que desde el exterior se intuía desprovista de vida.

El emperador se dispuso a entrar, pero Shiro, para evitar cualquier peligro, suplicó el honor de precederle, honor que le fue concedido. Hizo bien, pues tras deambular por los pasillos siguiendo el estruendo de gritos y lloros, a cada paso más artificiales, llegó al gimnasio y allí, en medio de la pista polivalente, un viejo radiocasette de antes de la guerra de las colas que emitía en bucle el llanto registrado en cinta de un niño. De inmediato corrió de vuelta a la salida, pero el camino no fue sencillo pues los váteres no dejaban de salir de las aulas como una jauría de perros salvajes a los que despedazaba sin pausa con sus dos katanas: Caos y Devastación. Hubo un momento, en la sala de las taquillas, en que pensó que se vería sobrepasado por el incontable número de enemigos que se abalanzaban sobre él, pero finalmente consiguió escapar al patio delantero.

Hiro y el emperador no habían tenido una espera tranquila, pues también habían sido atacados por sorpresa por un grupo de retretes que ahora yacían desparramados por los alrededores. No se detuvieron un segundo más en aquel lugar.

A medida que descendían hacia el sur, la devastación era mayor. Era lógico pues Karo-E20 había despertado en Fukuoka y sus primeros acólitos eran originarios de Kyushu. Su red se había ido extendiendo de sur a norte, por lo que allí, más abajo de Nagoya, los soldados de Karo habían tenido más tiempo para arrasar con la población civil.

En Kyoto se les unió Musashi, La Montaña, con su bastón de combate y su oronda figura que movía con sorprendente agilidad, y unas decenas de kilómetros más al sur, Suzuki El sabio, con sus garras de plata. En cada ciudad o pueblo que encontraban el panorama era el mismo: edificios en ruinas, calles repletas de desperdicios, incendios y una especie de rediles cuyos barrotes estaban hechos de rollos de papel de váter soldados, en el que se mantenía encerrada a la población local, quién sabe para qué. En cada pueblo o ciudad, tenían que enfrentarse a una unidad de inodoros de élite encargados del buen gobierno del mismo. Una vez se encargaban de acabar con el último de ellos, rescataban a los presos y les apremiaban a tomar las armas y liberar a su vez a otros pueblos que habían dejado atrás por no encontrarse en su ruta, lo cual hacían sin mostrar el mayor apego por sus vidas.

En dos semanas, de uno a otro confín de Honshu, no pasaba un solo minuto sin que se escuchara una loa al emperador y sus valientes acompañantes.

Llegaron al castillo del General Tsubasa exhaustos por el combate en las ciudades y en los caminos, patrullados por los temibles Nisu-fume, inodoros adaptados para la lucha en carretera y armados con lanzadores de estrellas ninja, una de las cuales rozó la mejilla del emperador en el patio mismo del castillo. Esto hizo que los guerreros se avergonzaran por no haber protegido a su señor con eficacia, pero este les tranquilizó, pues ¿qué era un guerrero sin cicatrices de la batalla? ¿Y acaso no era él el mayor guerrero del Japón? Los miembros del Loto Negro lanzaron mil vítores e iniciaron el asalto a la fortaleza.

Las espadas volaban a tal velocidad que el sonido que provocaban las estocadas acababa con los soldados enemigos antes de que la hoja contactara con ellos. Piso a piso fueron acabando con decenas, centenares, miles de retretes cuyo valentía era incuestionable. Nada pudieron sin embargo con el furor de los samuráis, que tras seis horas de intensa lucha, lograron alcanzar el último piso, en el que se guarecía Tsubasa.

Deshonrado por la bravura de sus huestes, le encontraron debajo de la mesa de su despacho, temblando como solo puede hacerlo una pieza compacta de porcelana. En cuanto se abrieron las puertas de la estancia, se rindió. Suplicó por su vida, y de seguro que viviría los siguientes instantes, le prometió Shiro, aunque si quería alargar ese breve período debería revelar dónde se encontraba su jefe. Antes de que terminara la pregunta, Tsubasa estaba confesando atropelladamente. Cáceres, está en Cáceres. Cáreces, se trabó por los nervios. Shiro miró extrañado a su hermano Hiro, y este a Musashi, y este al emperador que se encogió de hombros y preguntó: ¿Cáceres? ¿Dónde está eso? A tomar por culo, respondió el avergonzado general. Eso lo explica todo, murmuró Aki Hito. Con una inclinación de su cabeza, ordenó a Shiro que acabara con la vida de Tsubasa de forma rápida. La suerte de un buen general debe ser siempre la de sus soldados. Ese fue su epitafio.

Así pues debían abandonar su hogar. Echaron un último vistazo al Monte Fuji, que se alzaba imponente en el horizonte con la presencia de un dios pétreo, antes de embarcar en un yate que encontraron en el puerto de Koga. Aún había fuerzas enemigas en el Japón pero ahora sus hijos tenían la voluntad para acabar con ellos, una vez superada la sorpresa del ataque inicial y haber comprobado que no estaban solos: su emperador estaba con ellos.

Excepto Aki Hito, el resto de la compañía jamás había salido de la isla-nación. Contemplaban maravillados la naturaleza salvaje por la que caminaban sin descanso, apenas deteniéndose unas horas por la noche, y retomando de nuevo su viaje antes de que el sol iniciara su peregrinaje por el firmamento. El continente asiático había sido tomado también por los váteres, aunque su victoria estaba lejos de ser aplastante. En más de una ocasión tuvieron que cruzar peligrosos campos de batalla donde chinos e inodoros se hallaban envueltos en encarnizados choques. Decidieron no entretenerse pues sus primos continentales parecían apañárselas bien.

En la frontera de China con Rusia encontraron una montaña inmensa de retretes. Se acercaron con precaución por si alguno tuviera aún aliento suficiente para jugarles una mala pasada o acaso se tratara de una emboscada, pero no fue el caso. Estaban todos muertos. No encontraron ni una pista de lo que pudo haber ocurrido en aquella llanura azotada por el viento.

Shiro fue el primero en morir. Al grito de ¡Banzai!, 86 kilos de porcelana cayeron sobre él desde el 7º piso del edificio de oficinas Petra, en el centro de la ciudad secreta de Shetnik-3. Shiro tuvo tiempo de desenvainar a Devastación y con un movimiento que rivalizó en velocidad con el rayo que engalana la tormenta, partir el dos el WC kamikaze. Por desgracia no pudo evitar que los cascotes cayeran sobre sus hombros con fuerza, rompiéndole ambos brazos. Era un completo inútil. No sería de ninguna ayuda para la misión, más bien un estorbo. Había perdido todo su honor. Esa misma tarde le ayudaron a suicidarse bajo un almendro que coronaba un montecillo a las afueras de la ciudad.

- Larga vida al emperador- grito al viento mientras Hiro, con lágrimas en los ojos pero el pulso firme, cercenaba la cabeza de su hermano.

La ceremonia fue breve. Rezaron una escueta plegaria shintoista y desearon que en el más allá pudiera disfrutar de la venganza que sus compañeros le dedicarían. Caos y devastación marcarían el lugar donde yacería su cuerpo por siempre.

Hasta llegar a Polonia no tuvieron contratiempos. No encontraron ni rastro de hombre o váter alguno. Las únicas muestras de vida la daban la pequeña fauna local: ardillas, ciervos, conejos... Pareciera como si la tierra se hubiera tragado a ambos contendientes para que dejaran de deshonrarla.

Tras cruzar un paso de montaña en el norte del país se desplegaba ante ellos un florido valle. El primero en ver al mensajero fue Suzuki, o más bien escuchó sus pesadas pisadas retumbar en las montañas que les rodeaban.

Una mancha gris se fue haciendo mayor hasta que pudieron distinguir a uno de los Sushiro Nises portando una bandera blanca. Era un mensajero del Shogun Karo. Sabedor del propósito de su viaje, había decidido salir al encuentro del vetusto emperador para entablar batalla en aquel lugar. El rostro de Aki Hito no se inmutó pese a haber sido tachado de antiguo, pero el fuego que ardía en su interior por la humillación verbal crepitaba en sus ojos.

En su infinita compasión, continuó el enviado, el Shogun Karo se comprometía a respetar la vida de los guerreros si decidían rendirse de inmediato, propuesta que fue respondida por las risas de los miembros del Loto Negro. Ya escuchas a mis samuráis, exclamó el emperador, vuelve con tu amo y dile que aproveche la noche, pues la mañana le traerá su final de forma irremediable.

Imperturbable a su vez, el enviado dio media vuelta y corrió hacia su campamento. Los guerreros se recostaron contra unos árboles para estar descansados cuando la batalla comenzara. Ellos no lo sabían pero aquel valle no había sido escogido al azar, pues la población autóctona lo conocía por el nombre de Dolina Smiercie: El valle de la muerte.

Fiel a su palabra, a ambos lados de la depresión se alinearon los dos bandos. Cuatro samuráis frente a 12.000 váteres de élite. No se a cuántos cabemos por cabeza, pero seguro que son más de 4, bromeó Suzuki. Las carcajadas llenaron el valle. Nadie se movía, nadie hablaba, ni murmuraba en el otro bando.

El gallo de una granja lejana cantó y el viento transportó sus afinadas notas hasta el campo de batalla. Cuando la última de ellas desapareció en la mañana, los soldados se lanzaron al ataque.

Muchas leyendas se forjaron aquella jornada. Como la de Musashi, que hundió sus manos en el suelo y levantó una alfombra de roca sobre la que avanzaba la vanguardia enemiga desequilibrándola y haciéndola caer, dejando a sus miembros listos para ser rematados por su bastón, que giraba como si de las aspas de un avión se tratara cercenando vida tras vida.

O la de Suzuki, que saltó en medio de un grupo de váteres pesados y con una macabra danza de destrucción agitó sus garras amputando cisternas y tazas por igual sin que los pobres desdichados vieran de dónde venían los golpes.

Y según se dice, Hiro se deshizo de la parte superior de su armadura, con su espada se hizo un corte vertical en el pecho y con un grito que heló la sangre incluso de aquellos que no podían escuchar, se lanzó contra una división entera de enemigos, acabando con ellos tres horas después, sin padecer los golpes que le daban ni flaquear lo más mínimo.

Y así se llegó a la madrugada. Se dice que los destellos, similares a racimos de rayos producidos por el choque de las armas y la loza, iluminaban la noche con tanta potencia que se podía leer un manga sin necesidad de otra fuente de iluminación.

Mientras tanto, Karo-E20 y Aki Hito contemplaban el escenario de la carnicería desde sendos promontorios. Ni siquiera se movieron cuando la batalla dio a su fin con la aniquilación del ejército Váter al siguiente amanecer. Durante dos días estuvieron midiendo sus fuerzas, frente a frente, de pie, sin mover un músculo ni un pedazo de porcelana, entablando una lucha de voluntades que acabó al tercer día.

Sincronizados por un reloj místico comenzaron a correr, el uno hacia el otro, dos fuerzas de la naturaleza que solo se detendrían con la muerte del adversario y que finalmente chocaron como dos trenes de mercancías, con un gran estruendo y una virulencia tal, que la nube de polvo que levantó tardó una hora en desvanecerse.

Dándose la espalda estaban los dos contendientes, exhaustos, inmóviles, con la mirada fija más allá de donde mora la realidad, en los dominios de los sueños. Karo cayó a plomo. Estaba muerto. Los samuráis, que hasta entonces habían esperado pacientemente en su campamento recuperándose de las heridas recibidas, estallaron en vítores mientras corrían hacia el emperador. Pero su alegre carrera se vio detenida en seco, pues apenas unos segundos más tarde que su enemigo, él mismo se derrumbó sin vida sobre el polvo blanquecino que cubría todo el lugar.

Siete lunas fue llorado y custodiado su cuerpo envuelto en sábanas de lino antes de ser enterrado en el palacio imperial, donde se alza hasta el día de hoy una imponente estatua de los héroes que salvaron al mundo de la tiranía del váter.

jueves, 22 de agosto de 2013

Un cani en la corte del Rey Arturo

El humo producido por la quema a conciencia de gasolina flotaba en el ambiente intentando hacerse un hueco en los conductos nasales de un grupo de chavales, junto con su familiar, el humo de tabaco, y el algo más embriagador pero igual de relajante aroma del alcohol, que custodiaba Er_shoco_huervano_19, junto a un banco de la carretera a Cádiz, abandonada algunos años atrás por una autovía de nueva adjudicación.

Como cada sábado por la noche, Er_shoco y sus "shurmanos" se reunían en aquel rincón de la capital andaluza para disfrutar del calimotxo, el guisky y la carreras de "amotos", en los que competían unos contra otros por un poco de amor con la Yessi en el asiento trasero de un Seat abandonado en la cuneta, donde en esos momentos se recitaban las ancestrales reglas, una vez más, para la última carrera de la velada.

Er_Shuli_18 y Er_Shavo_188 (Alguien había cogido ya el nombre de Er_Shavo_18 en el Badoo y Er_Shavo_188 había clamado venganza por ello) miraban fijamente a la espesa negrura que se abría ante ellos mientras la Yessi, juez y premio del evento les conminaba a realizar una carrera limpia y con el mayor número posible de acrobacias, con las que sumar puntos.

Con las manos crispadas sobre los puños, abrieron gas sin soltar el freno. Las motos rugieron, el público rugió, a la Vane_loka_17 le dio un vahído pero no le dio la importancia que debería hasta nueve meses más tarde, y con el destello de un mechero volando hacia el amanecer, se inició la carrera.

Sin embargo, no fue como Er_Shuli_18 se esperaba. No bien aceleró hasta conseguir unos aceptables 80 km/h con su keeway trucada, intentó hacer su especialidad, la marca de su casa: el caballito del rodeo. Levantar la rueda delantera de la moto era fácil. No estaba hecho un fanegas pero el peso de sus sellos de oro de 24 kilates le ayudaba a desplazar el eje de masa del conjunto, o como él decía: se echaba para atrás mucho. Lo difícil venía a continuación, en la maniobra para ponerse de pie sobre el sillín. Así le verían todos, hasta She_pirulo_ennortao, que siempre andaba ciego por las drogas.

Nunca sabría qué hizo mal. ¿Resbaló al pisar la superficie de piel del sillín? ¿Se soltó demasiado pronto del manillar? El caso es que un instante estaba volando sobre la pista de asfalto, y al siguiente, la oscuridad lo rodeó y lo puso a dormir.

Lo primero que le sorprendió al despertar fue la luz. Demasiada luz. Una luz tan intensa como no recordaba desde hacía mucho.

- Killo, apagad los focos ya, que estoy bien.- rugió mientras se frotaba los ojos para acostumbrarse a la claridad. Pero una vez se hubo hecho a ella, se dio cuenta de que estaba solo. Y no solo eso, además estaba en un claro en mitad de un bosque. No uno de esos que se pueden encontrar a las afueras de su barriada, con cuatro árboles mal contados y un puñado de matojos donde un valiente conejo puede esconderse mientras huye de los depredadores. No, allí había árboles como para hacer un millón de muebles del Ikea.

- O más... - se corrigió.

Echó a caminar sin ninguna meta fija, pensando que en algún momento aparecerían sus colegas, que de seguro le habían gastado aquella broma, porque eran muy cachondos todos; pero por mucho que gritaba sus nombres, nadie aparecía. Terminó por encontrar por casualidad un camino de tierra que parecía dividir el bosque en dos.

Durante lo que le parecieron siglos, continuó caminando siguiendo aquella senda. El sol intentaba con saña aplastar su voluntad y la acuciante sed le había dejado la lengua hinchada y pastosa. Con todo, peor lo había pasado más de una vez en los after del polígono, cuando cortaban el agua de los lavabos para que los clientes se fueran marchando, momento que coincidía cuando se quedaba sin dinero para comprar una botella.

Escuchó un extraño ruido a lo lejos. Le resultaba familiar pero no supo clasificarlo hasta que lo tuvo a pocos metros.

- ¡Killo, un caballo! - exclamó sorprendido, pues abril quedaba ya lejos.

Sobre el jamelgo se alzaba un imponente caballero, embutido en una reluciente armadura.

- A eso le falta un bañito en oro para que sea to reshulón - apuntó Er_Shuli - Shhh, te iba a comentar. ¿No tendrás un cigarrito por ahí?

El comentario debió parecerle gracioso al caballero, que alzó la visera de su yelmo mientras estallaba en carcajadas.

- Por San Jorge, que a buen seguro estáis en lo cierto joven pordiosero. Decidme, ¿a quién tiene el honor Sir Walleston de haberse encontrado en su camino?

Er_Shuli se quedó pensativo un instante. Algo en su interior le decía que aquellas palabras eran familiares, pero su cerebro trabajaba a marchas forzadas intentando encontrarles sentido, sin ningún éxito.

- No she qué dice, loko.

Sir Walleston, conocido en todo el reino por el sobrenombre de El sabio, si que parecía entender la ignorancia de su interlocutor, por lo que trató de simplificar su cuestión.

- ¿Vuestro nombre? - preguntó lentamente.

- Ah bueno, pues normalmente, vamos She_peluo_16, La_coki_69 y yo, Er_Shuli_18.

El caballero volvió a reír.

- Sois muy gracioso... Er_chumi

Las extremedidades de Er_Shuli se crisparon al tiempo que alzaba la cabeza en desafío.

- Killo, vamos a llevarnos bien. Er_shuli... SH-U-L-I, de Shumi nada. ¿De qué me has visto cara tú eh?

Sir Walleston lo miró de arriba a abajo y tras ese breve examen, se abstuvo de responder de qué le veía cara. Le producía curiosidad aquel hombrecillo vestido con ropajes de una tela extraña tintada con colores chillones, como los que se podían encontrar en los escudos de determinados linajes de la nobleza normanda. Y además iba cubierto de oro... Se lo llevaría con él para enseñárselo a su prometida Lady Wendy.

Con buenas palabras se disculpó por su torpeza con un lenguaje que no por similar era sencillo de pronunciar. Er_Shuli aceptó las disculpas a condición de que le diera un cigarrito, aunque por desgracia le quedó claro que el extraño a caballo al que le hablaba no tenía ni idea de qué era tal cosa.

Decidió aceptar su propuesta de montar con él y compartir su camino, pues sus zapatillas Nike estaban empezando a cubrirse de una costra espesa de barro y no quería que se le rompieran. Además tampoco tenía claro dónde ir.

El animal partió al galope a una velocidad muy superior a la que desarrollaba su ciclomotor. Er_Shuli se preguntó si sería verdad la publicidad del fabricante. Si el motor de su keeway tenía 5 caballos dentro, ¿cómo cohones iba tan lento comparado con aquel caballo que convertía en un paraje borroso la arboleda por la que estaban rodeados?

Durante el camino Sir Walleston intentó interrogarle sobre su procedencia, pero apenas escuchaba nada por el ruido del viento así que finalmente desistió de hallar pronta respuesta y esperó a llegar hasta el prado de Longfellow, donde terminaba el bosque, que apareció ante sus ojos cubierto por un mar de bellas tiendas ricamente engalonadas con ribetes de plata y oro, conformando una pequeña ciudad móvil, que a esas horas de la tarde bullía de actividad. En el horizonte, se alzaba un formidable castillo de altos y gruesos torreones.

Er_Shuli se quedó atónito ante lo que vio. Jamás había visto tantos caballos juntos.

- Qué de caballos hay aquí - apuntó mientras trotaban al paso por entre las tiendas. - ¿Estáis en feria o qué?

- En efecto, se celebra el torneo anual que celebra nuestro rey para tener a sus súbditos contentos y que no cuestionen sus tiránicos métodos de gobierno. - le explicó el caballero.

- Ah, ¿y ande se perrea aquí?

Sir Walleston se giró mirándole perplejo. Obviamente no tenía ni idea de qué le hablaban.

- ¿Perrear?

- Si hombre, bailar, restregarse un poco, esas cosas, ya tú sabes...

El caballero pareció horrorizado ante su respuesta.

- ¿En vuestra tierra bailáis con perras?

- Bueno, la Yesika_17O se enfada si la llamo perra, pero después de un meneo se le pasa.

Sir Walleston no dijo nada y continuó camino de su tienda, dudando ahora si sería una buena idea mostrárselo a su amada.  Llegaron al cauce de un riachuelo donde las lavanderas se afanaban por tener limpias las ropas de sus señores antes de la cena que organizaría el rey por la noche, tras la entrega de premios del torneo. Aquella reunión no pasó desapercibida para Er_Shuli.

- Loko, esto está lleno de monjas. ¿Dónde están las mujeres aquí?

Y entonces la vio. Paseando a unos metros de ellos, la mujer más hermosa que jamás habían contemplado sus pequeños ojos, de tez pálida, talle ajustado, sonrisa deslumbrante y un par de melones que luchaban por no asfixiarse bajo el empuje del corsé.

- Sha rubia reshulona. Te metía de todo menos miedo. ¡Macarrona! - le dijo dejándose llevar por sus instintos. El prado entero enmudeció y millones de miradas se clavaron en él.

- Estúpido inconsciente. ¡Está prohibido hablarle a Ginebra, la mujer del rey! - le susurró Sir Walleston con la comisura de los labios mientras no dejaba de mirar al frente. Concretamente al pelotón de soldados que se dirigía corriendo hacia ellos.

- Es la primera vez que le veo. Debe haber saltado a mi caballo sin que me diera cuenta - se excusó Sir Walleston, al que por algo llamaban "El Sabio".

Los soldados del Rey prendieron a Er_Shuli que de pronto se vio transportado en volandas entre un mar de personas que le tiraban toda clase de hortalizas y le dedicaban las palabras más extrañas que jamás había escuchado, como impío o zurraliebres, mientras le llevaban al interior del castillo.

Pronto se vio en una amplia sala iluminada por antorchas que pendían de las paredes de piedra. No estaba solo, a su alrededor charlaban sin dejar de mirarle grupitos de gente con ropas que parecían hechas con sacos. Delante suya se encontraba el trono y sentado en él, el Rey.

- Soy el Rey Arturo - le dijo.
- Ah, pues muy bien. - un murmullo de sorpresa recorrió la estancia.

- ¿Cómo? ¿No me conocéis?

- La primera vez que escucho tu nombre loko.

Arturo se mesó su barba. Era la primera vez que le pasaba algo así. Había algo extraño en aquel ser que parecía una versión degenerada del ser humano. ¿Acaso no sería de este mundo?

- ¿De dónde eres?

Er_Shuli se señaló con orgullo el escudo que llevaba en el pecho. El rey se lo quedó mirando sin comprender muy bien hasta que no le quedó otra que responderle.

- De Shevilla primo.

- No conozco ese reino. Dime, ¿eres el rey de tu tribu? - le preguntó señalando a su pelo.

- Yo me considero asin. - dijo con orgullo.- Y al que diga lo contrario le meto dos guayas.

- Por eso la extraña corona que llevas en tu cabeza...

- Esto es la moda killo.
- ¿Qué es... moda?.

- Moda es...- intentó encontrar una definición clara, y quizás lo hubiera hecho si supiera lo que significaba definición y clara, pero no - Que todo el que quiere ser reshulon lo lleva - respondió finalmente.

- ¿Y hay muchos... rechulones en tu tribu?

- Tela killo. Y todos nos juntamos en la plaza por las tardes para hablar, intercambiarnos novias y beber litronas.

- Curiosa tribu la tuya en la que todos son reyes, y por tanto iguales... - meditó Arturo, en cuya cabeza se iba conformando cierta idea que ya le llevaba tiempo rondando.
- Con eso que llevas en la cabeza te podrías hacer unos sellos to wapos.- señaló Er_Shuli que medía sus fuerzas con el rey en cuestión de oros.

En ese momento entró un hombre de una altura formidable cubierto por una túnica estrafalaria y una barba de longitud no menos sorprendente tocado con un gorro en forma de cucurucho a juego con la túnica.

- Ah, aquí estáis mi buen Merlín.- le saludó Arturo.

- Como el Leroy - apuntó Er_Shuli.

- ¿Cómo? Soy el consejero científico de su majestad - le informó.

- Killo, debajo desa falda llevas los martillos ¿o qué?

Merlín estaba ciertamente turbado.

- Alteza, creo que este joven se burla de mi.

El Rey Arturo asintió y alzó la mano para que todos los asistentes la vieran.

- Yo también lo creo. Así pues, como no quiero perder más tiempo contigo, te condeno a morir en la hoguera. - sentencia esta que fue recibida entre aplausos.

- ¡Eso no se puede hacer loko! - replicó ofendido Er_Shuli, que intentó avanzar hacia el trono, siendo rápidamente detenido por un par de guardias.

- ¿Cómo que no? Dame una razón por la que no tendría que matarte

- Por que esta mal ¿no? que yo no soy un pijo de esos, ni bético, vamos loko.

- Si se me permite - interrumpió Merlín - recomiendo hacerlo mañana al mediodía, momento en el cual el cielo se oscurecerá por un eclipse. Eso nos traerá buena suerte.

- No me vaciles viejales. ¿Me estás diciendo que sabes que mañana se va a poner negro por el día? Tú que eres, ¿un mago o qué? - le espetó mientras forcejeaba con los hombres que le tenían agarrado.

Merlín se quedó mirando pensativo. Un mago... murmuró.

De nada sirvieron las súplicas del joven que, como establecía la ley, fue llevado al mismo centro del prado, a un poste sobre una pila de maderos, donde fue atado. Cuando llegó el mediodía y el cielo se oscureció, todo lo que pudo decir Er_Shuli fue:

- Pos tenía razón el viejales.

Al final, bajo un montón de cenizas, solo quedaron sus oros.

viernes, 14 de junio de 2013

Mortadelo. The End.

Un teléfono suena con insistencia en una casa llena de recuerdos: una caja con diez cerrojos, un montón de cohetes pintados, un bombín... recuerdos de amigos, enemigos, aventuras, casos y anécdotas que han convertido el pequeño piso en un improvisado museo dedicado a su carrera contra el crimen, y a su vez, en un mausoleo para el cada vez más cercano momento de su muerte.

La puerta del baño se abre dejando escapar una tormenta de vapor que se desvanece en el pasillo, decorado con carteles conmemorativos de todos los mundiales de fútbol y los juegos olímpicos en los que participó. Aún recuerda el primero: Gatolandia 76, donde tuvo el honor de llevar la llama olímpica desde España y encender el pebetero. Se frota las manos con la toalla enrollada a su cintura, pero secarlas no elimina las arrugas que las surcan.

Los rítmicos pitidos no cesan. Debe ser algo importante. Confiaba en que fuera alguno de los teleoperadores que no dejan de suplicarle que se cambie de compañía telefónica. Pero a esas horas de la tarde, cualquier posible vendedor no insistiría tanto.

Entra en el dormitorio. Junto a la cama, pulcramente colocados se encuentran sus zapatos negros como el azabache. Uno de ellos no deja de vibrar. Lo coge.

- Vicente ha muerto. Pasaré a recogerle en diez minutos.- Es todo lo que dice la voz familiar del otro lado. Pensaba que jamás volvería a saber de él desde aquella mañana de abril. Abre el armario en busca de su antiguo traje de levita, enterrado tras una montaña de disfraces de romano, sultán, bombero, árbol, farola... La bolsa de plástico donde lo guardó ha hecho bien su trabajo. Está impecable. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo colgó en el olvido, junto con su vida, pero aún le queda bien, pese a que no se ha cuidado especialmente. Su escasa pensión ha velado por su figura en su lugar.

Suena un claxon en la calle. Ya ha llegado; tal y como pensaba en su vieja scooter del 67. Cierra la puerta de casa y en el rellano esquiva al gato negro del vecino que huye despavorido de uno de los ratones del edificio, inquilinos más fieles que todos los que haya tenido el propietario del inmueble en toda su vida.

Ha aparcado frente a la entrada del edificio. Pese a que la edad se ha empezado a cebar en su rostro, los pantalones granate, la camisa impoluta y la pajarita negra le hacen inconfundible. Una simple mirada les basta para superar el abismo que les ha separado durante tantos años. No se dicen nada.

Mortadelo se sube en el asiento del acompañante y la moto arranca con un fuerte estruendo que asusta al gato del edificio distrayéndolo el instante necesario para ser cazado por su perseguidor.
Atraviesan las calles del centro en dirección a la periferia. La scooter es vieja pero alcanza una velocidad considerable, aun así puede contemplar los lugares por los que circulan. Cada rincón guarda un recuerdo, una punzada de nostalgia, un mundo mejor... Las calles se suceden una tras otra. Ríos de hormigón que intentó limpiar de maleantes y criminales durante los mejores años de su juventud, para al final darse cuenta de que la gente no quería ser salvada. El niño al que ayer libró de un prolongado secuestro es hoy un tirano que trafica con armas. Aquella criatura que salió de los detritus de la sociedad parece un miembro de Greenpeace ante los desmanes ecológicos de los ayuntamientos; los científicos locos ahora trabajan para grandes multinacionales y son respetados. El mundo al revés.

Vicente vivía en una mansión victoriana que se hizo construir, influenciado por las novelas de Sherlock Holmes. Solo hay luz en la planta baja. Las superiores guardan el correspondiente luto. Aparcan junto al coche del embajador de Bestiolandia. Llaman a la puerta. Les abre una atractiva rubia de rasgos familiares.

- ¿Inma?- intenta adivinar Mortadelo.

La mujer sonríe pese al gesto de dolor que marca su cara.

- Esa zorra no se ha dignado a aparecer por aquí. Y ha hecho bien, porque no se qué le hubiera hecho de tenerla cerca.

Mortadelo la mira de arriba a abajo. Si se lo hubieran dicho cuando le perseguía por todos los rincones de la oficina en busca de un beso y una promesa de algo más, quizás no hubiera corrido tanto. Se ha operado la nariz y ha perdido kilos, muchos. Pero esa voz es inconfundible.

- Ofelia...

Su belleza ha cambiado de carcelero. Cuando se deshizo de los kilos, las arrugas de la vejez tomaron su lugar. Aún así es hermosa a su manera, como una vasija griega encontrada en un yacimiento antiguo.

- Gracias por venir chicos.

Con un gesto les invita a que entren en el vestíbulo. Filemón es el primero en mostrar sus condolencias a la viuda. Ofelia parece visiblemente afectada aunque las lágrimas se resisten a dar vistosidad a sus sentimientos. Mortadelo se limita a abrazarla en silencio. Pasan juntos al salón principal repleto de amigos y personalidades. Allí se encuentran el agente Floro, miembros de la antigua organización criminal H.I.G.O., el agente J-46, el profesor Bacterio, Alfonso Dividendo, media plantilla de la T.I.A. entre muchos otros, que se mezclan con miembros de la familia del difunto.

Una araña de época hace lo que puede por iluminar la estancia, aunque pese a sus esfuerzos, no son pocos los rincones dominados por la penumbra.

- A él le gustaba así - se disculpa Ofelia consciente del extra deprimente que aporta la lámpara mientras dirige la mirada al féretro que domina la habitación desde un extremo de la misma - Decía que demasiada luz podría revelar lo que hacía a quienes le espiaban. Se pasaba los días diciendo que todo había sido un complot, una trampa que se cerraba sobre su persona, cazándole como a un vulgar conejo. El cierre de la TIA, el ostracismo al que fue condenado, siempre creyó que había sido una conspiración para allanar el camino a algo muy grande.

- ¿Cómo murió? - pregunta Mortadelo.

- Le dispararon cerca del viejo edificio de la TIA. No sé qué hacía allí a esas horas. Cuando salió de casa me dijo que iba a jugar al póker. Aún dormía cuando recibí la llamada de la policía informándome de que habían encontrado su cuerpo con dos agujeros de bala.

- Puede que no estuviera tan loco como parecía, entonces.

- La policía está investigando pero... dicen que será complicado. No hubo testigos, no encontraron pruebas... Lo siento, yo... no puedo hablar de ello. Si me disculpáis...

Su anfitriona se aleja para atender a las personas que llegan en un reguero constante a presentar sus respetos. Incluso en la atmósfera tenue y recogida del velatorio Ofelia resplandece mientras va de aquí para allá. No puede dejar de mirarla.

- No le de más vueltas.- interviene Filemón, que parece haber leído sus pensamientos - No habría funcionado y tampoco lo haría ahora. - Vamos, tenemos un asesinato que resolver.

Han pasado diez años, una década desde que su trabajo fuera ninguneado, despreciado y reducido a un simple gracias acompañando a una carta de prejubilación. Ni siquiera se dignaron a regalarle un reloj barato, y el vetusto edificio que tienen enfrente le recuerda todo aquello. La hiedra se ha apoderado de sus muros, las puertas están tapiadas con recios tablones y algunas ventanas han perdido sus cristales. Un vándalo intentó arrancar el cartel sobre la puerta, sin mucho éxito pues se dejó atrás la T. Está totalmente cerrado. Por eso la policía no entró, ni pensó siquiera que el sospechoso o la victima pudieran haber entrado. Lo que no sabían los agentes es la existencia de la entrada secreta XR-445. En el lugar donde yació Vicente apenas queda la sombra de una silueta marcada con tiza. Si hay alguna pista, debe estar dentro de las oficinas de la T.IA..

Se dirigen al lateral izquierdo del edificio. Allí hay un cartel al nivel del suelo anunciando la nueva opereta de Albeniz, en el que se puede ver a un cantante en un escenario. Comienzan a aplaudir, el cantante hace una reverencia, se aparta y los agentes suben al escenario, perdiéndose entre bambalinas. Un transeúnte que lo ha visto todo intenta imitar la acción, pero es reprendido por el artista, visiblemente molesto por el escándalo formado por sus asíncronos aplausos.

El pasadizo del escenario desemboca en la recepción. Tres dedos de polvo lo recubren todo. Filemón tose profusamente.

- Demasiado tabaco jefe.

- No diga tonterías Mortadelo. Yo no fumo. Es el polvo. ¿No lo ve? Y no me llame jefe. Hace mucho que no trabajamos juntos.

- Vale pero usted deje de tratarme de usted. - El color amarillento de sus dedos, el mechero que se intuye en el bolsillo de su camisa y un ligero aroma ocre en su aliento le dicen que miente. Lo medita por unos instantes, pero no le dice nada al respecto. Podría haber sido un buen detective si le hubieran dejado o si hubiera tenido agallas.

Cuando los de arriba desmantelaron la TIA lo hicieron con tanta prisa que ni siquiera se llevaron los muebles. Todo sigue en su lugar como un reloj parado en una hora más benévola. Por los pasillos ahora fantasmagóricos corrieron huyendo de Ofelia o de alguna disparatada misión, gastaron bromas a Bacterio o simplemente pasaron el rato haciendo aviones de papel.

Una sorpresa les aguarda en la sala de briefing. Se suponía que todas las trampas con las que contaba el edificio se habían desactivado, pero al pisar una de las baldosas trampa, un techo doble cae sobre ellos. Por suerte en el último momento pueden esconderse bajo una mesa de roble que amortigua el golpe y les salva la vida.

- Estoy demasiado viejo para esta mierda. - rezonga Filemón mientras se sacude el polvo de los pantalones.

En el vestíbulo de la tercera planta encuentran huellas recientes que siguen hasta el antiguo despacho del Súper. Los cajones de los archivadores están abiertos, hay huellas por todas partes y sobre el escritorio alguien ha dejado una hoja de papel. Mortadelo la recoge y la lee con detenimiento. Es una lista de nombres con sus correspondientes direcciones.

- La banda del Pincel - lee Filemón en el encabezado. - No me suena de nada. ¿Y a usted?

- Ni idea. ¿Cree que puede tener relación con el asesinato de Vicente?

- A saber. En el papel no dice nada. Los nombres pertenecen a conocidos criminales. A más de uno le pusimos a la sombra durante un tiempo, pero no sabemos si planean algo. Por lo que sabemos, podrían haber formado un grupo musical. Habrá que investigar a los que aparecen ahí.

Recorren el camino inverso hasta salir del edificio. El primero de la lista es Joe Bestiajez, un viejo conocido en el mundo del hampa que no dejó de delinquir por mucho que le detuvieron. Un elemento fuera del sistema al que intentaron integrar en él a martillazos. No funcionó. Llegan a su barrio cuando el sol se desprende de sus últimos rayos.. Barrio obrero, cuyas calles grises desembocan en un parque cubierto de césped y árboles que resalta ante lo inanimado de los bloques de hormigón que lo rodean.. Y es allí precisamente donde se topan casi por casualidad con los 2x2 metros de humanidad de Bestiajez.

De espaldas a ellos, no les ha visto. Está ocupado dando de comer a las palomas en una desconcertante actitud pacifica que no sabían que cultivara. Puede que en tantos años haya podido cambiar, pero no pueden arriesgarse. Con él lo mejor es golpear primero, golpear después y por si acaso una tercera vez; luego preguntar. Siempre es mejor tener que disculparse por un exceso de violencia que pasar una semana en una casa de socorro... un ambulatorio, se corrige Filemón mentalmente mientras hace señas a Mortadelo para que mantenga su posición. Él se acercará sigilosamente y le golpeará en la nuca con una cachiporra para dejarlo sin sentido. Luego le atarán y podrán interrogarlo sin riesgo alguno para su salud.

El plan parece funcionar. Se coloca a solo dos pasos de Joe, que no se ha percatado de nada. Sopesa donde golpear; sabe que si no lo hace en el punto exacto únicamente le causará mucho dolor, aunque lo peor es que luego se lo devolverá a él multiplicado por 1000. Alza el brazo, la cachiporra bien sujeta, sus dedos crispados sobre ella, se dispone a descargar con contundencia el golpe y de pronto, todas las farolas se encienden al unísono. Esto distrae a Bestiajez, que gira la cabeza en el momento oportuno para ver a una de sus viejas némesis con el brazo en alto y el rostro desencajado. Sonríe

A pocos metros de allí, Mortadelo saca su disfraz de fantasma y pone pies en polvorosa. Demasiadas veces ha vivido esa situación como para saber que el jefe será apaleado hasta que Joe se canse, y luego este robará un coche o una motocicleta y desaparecerá en la noche dejándoles sin sospechoso. No quiere estar por medio cuando huya.

Mientras se aleja, escucha en la distancia las súplicas y los gritos de dolor de Filemón, pero, flotando incorpóreo sobre una fuente, en lugar de sentir remordimientos o pesar, siente una chispa de vida encenderse en su interior por primera vez en años.

Quince minutos después se reencuentran junto a la scooter.

- Bestiajez está perdiendo facultades - comenta lacónicamente Filemón mientras comprueba que las zonas doloridas de su cuerpo siguen en su lugar. - Si tuviera veinte años menos, podría haber sido yo el que le saltara los dientes.

Montan en la moto.. No hay reproches. Hasta el último día se quejó de que siempre le dejara en la estacada a la hora de recibir golpes y sin embargo, en esta ocasión ni siquiera ha merecido un triste comentario. Lo que no puede ver, es que mientras se dirigen en busca del segundo miembro de la banda: Mike Manazas. Filemón sonríe...

En la lista está escrita la dirección de su domicilio, sin embargo saben que es mucho más probable que a esas horas, a cualquiera en verdad, se encuentre en el Bar Saturno, un antro del centro en el que criminales de baja estofa acuden a ahogar sus penas y planear delitos de poca monta.

Allí le encuentran, al fondo del local, hablando con un par de tipos a los que, a primera vista, no reconocen. Se sientan en la barra para evitar ser descubiertos, sin quitar ojo a la conversación que tiene lugar un par de mesas más allá. Mike gesticula mucho, a veces alza la voz, pero al instante se da cuenta de ello y recupera el tono confidencial que les impide escuchar lo que hablan. Finalmente, uno de los desconocidos saca un maletín de debajo de la mesa y se lo entrega a Mike, que no bien lo recibe, se levanta y abandona el bar.

Apuran la cerveza que habían pedido y le siguen a prudente distancia. Hay que descubrir qué guarda el dichoso maletín. Si se lo quitan disimuladamente, no hará falta la acción directa. Mortadelo tiene un plan. Se disfrazará de Fox Terrier para acercarse a él y entonces, cuando menos se lo espere le dará el cambiazo. Pese a los nervios iniciales, consigue su objetivo. Tras seguirle unos metros, logra sustituir el maletín por un chorizo de cantimpalo. Pero en el último instante la suerte le es esquiva y, camino del lugar donde ha quedado con Filemón, al girar una esquina, se da de bruces con un bulldog en celo, que le toma por un miembro del sexo contrario con el que desfogarse. Se inicia una frenética persecución por las calles, deslizándose bajo los coches, saltando sobre bancos, corriendo en zig zag entre las farolas, que termina cuando Mortadelo, más pendiente de comprobar si el bulldog le alcanza, choca con su jefe, derribándolo en el suelo.

Aprovecha este momento de confusión en el que el bulldog no sabe qué ha pasado con él, para disfrazarse de golondrina y salir volando como alma que lleva el diablo mientras a decenas de metros bajo él, el perro ataca con fiereza a Filemón, pues le culpa de haber hecho desaparecer a su improvisado ligue. Los remordimientos afloran en Mortadelo, que no puede ver cómo su jefe es mordido una y otra vez en todas sus extremidades. Desciende hasta el suelo, se viste de corto como un jugador de la selección y de un poderoso chut lanza al bulldog a decenas de metros de distancia, yendo a impactar contra la scooter, que termina echa fosfatina.

Mientras Filemón se aplica alcohol a las heridas, comprueba el contenido del maletín. En su interior encuentra diversos manuales para un curso de manipulador de alimentos, pero nada incriminatorio.
Resignados, no les queda más remedio que continuar con sus pesquisas. Vuelven al bar por si Manazas ha vuelto, pero no hay ni rastro de él. El lugar está vacío salvo por el camarero que limpia las mesas. Se van quedando sin hombres de la banda a quienes interrogar. Billy Dinamita es su penúltima apuesta. Vive en un adosado en un barrio bien de la ciudad. Seguro que pagado con el dinero del gran robo al banco nacional de Cefalopodia, cometido apenas unos meses después de que la T.I.A. desapareciera. Como la moto es pasto de desguace, se ven obligados a caminar. El aire fresco de la noche les reconforta y anima. Apenas encuentran a nadie por la calle. A esas horas las personas honradas duermen plácidamente en sus hogares, mientras gente como ellos vela porque lo hagan tranquilos.

Poco antes de llegar, son interceptados por un señor con gafas. Les ha tomado por dos serenos e insiste bastante enfadado en que le acompañen para abrirle la puerta de su casa, no muy lejos de allí, a solo un par de manzanas. Su hogar resulta ser un buzón de correos. Intentan hacerle entrar en razón pero eso es algo de lo que ese hombrecillo cabezón carece. Filemón se encoge de hombros, saca su pistola y de un certero disparo vuela la cerradura de la portezuela.

El hombrecillo les agradece la ayuda. Mientras se alejan de allí, escuchan en la distancia sus quejas airadas por el escaso tamaño del salón, el cual recordaba más grande y luminoso.

En el adosado de Billy las luces permanecen apagadas. Cada uno entrará por un sitio distinto y registrará la casa. Posteriormente irán a por el sospechoso. Filemón se cuela por la ventana del salón. Hay luna llena por lo que tiene algo de visión, aún así no puede evitar chocar contra una mesita y gritar una maldición por el dolor provocado. Una de las lámparas se enciende súbitamente. Había una anciana durmiendo en uno de los sofás y ahora la ha despertado. Debe ser la madre de Dinamita.

- ¡Anda! ¡Un bebé! - exclama la anciana al ver a Filemón. Las gafas que protagonizan su rostro evidencian una severa miopía. Además, da la sensación de sufrir principio de Alzheimer - ¿De dónde has salido tú? Ven con la abuela Consuelo que te de algo de comer, que estás muy pálido.

No le queda otra que seguirle el juego, cogerla de la mano y acompañarla a la cocina, donde la anciana le da una cucharada de un líquido espeso que vacila en tragar. Ante las dudas, la vieja le introduce con violencia la cuchara en la boca. Es aceite de ricino. Asqueroso aceite de ricino. Lo odia, lo abomina, lo desprecia... Aprovecha que Consuelo ha ido a buscar un babero a su habitación para registrar los muebles en busca de algo con lo que quitarse aquel sabor. Lo encuentra en una de las baldas: una botella de Whisky que vacía en su gaznate de un trago, sin darse cuenta hasta que es demasiado tarde de que lo que bebe no es alcohol, es aguarrás. Conoce el sabor, puede parecer una broma macabra del destino pero no es la primera vez que le pasa aquello. Han sido tantas las ocasiones... y pese a ello, aún le abrasa la garganta. Ni siquiera se molesta en usar la puerta; salta por la ventana al jardín y comienza a comer tierra, la única forma de conservar la tráquea. Consuelo le ve y piensa que está jugando solo. Le apena que no tenga un compañero de juegos, así que llama a Ursus, su perro, que hasta entonces dormía plácidamente en su caseta. Perro y hombre cruzan sus miradas y se dan cuenta, para temor de uno y regocijo de otro, que se han visto antes, no hace mucho.

Mortadelo aprovecha que el jefe está siendo atacado por el bulldog mientras es jaleado por la anciana, para registrar la casa. No hay nada. Una habitación llena de capazos de mimbre es lo único a destacar. Tampoco hay ni rastro de Bill. Ahora queda salvar a Filemón. Disfrazado de cigüeña aterriza en el jardín y convence a Consuelo de que ha habido un error en la entrega. Juntos salen volando lejos de allí.

Esperan a que Filemón reponga fuerzas. La siguiente parada no está muy lejos de allí. Irán a pie. Un último nombre sin tachar en la lista: Ibañez. No hay más. Si de él no logran sacar nada tendrán que volver a sus vidas y olvidarlo todo.

Llegan a la casa unos minutos después. A un par de metros de la puerta discuten en voz baja sobre cual es el mejor plan para entrar en la guarida del criminal y poder interrogarlo. Surge entonces desde algún lugar a un par de calles de allí el estruendoso grito del hombrecillo que vivía en el buzón. Vocifera algo sobre que le han engañado con su casa. Hace tanto ruido que podría despertar a medio país. Entonces se abre la puerta dejando al descubierto en el umbral una figura fantasmagórica, de cráneo deforestado, grandes gafas y pobladas patillas. Empuña un revolver encañonado hacia ellos.
Lo saben al instante. Ha llegado su final. No hay discursos de última hora con una explicación de todo, ni un instante que aprovechar para crear una distracción y sortear a la muerte una vez más. Al menos han encontrado al culpable. Se miran el uno al otro. Ibañez dispara con precisión. Dos tiros certeros que penetran en ambos corazones. Cuando los cuerpos tocan el suelo, lo hacen inertes, sin vida. Mira a un lado y a otro de la calle. Nadie le ha visto. Está amaneciendo y los ciudadanos aún están desperezándose. Mete los cuerpos rápidamente y los lleva al cuarto de la limpieza. Más tarde, libres las calles de testigos incómodos, se deshará de ellos. Mientras, todavía tiene unas largas horas por delante para celebrar la culminación de su plan. Se dirige a su estudio saboreando el tosco aroma de un cigarrillo mientras silba una alegre tonadilla.

Ibañez coge un folio en blanco, se sienta a su mesa de dibujo y comienza a bosquejar la primera viñeta de la que será su última historieta: una calle solitaria bajo el manto de la noche en la que brilla una rubia enfundada en un ajustado vestido carmesí. Sobre ella, el recuadro de texto del omnipresente narrador: Esta noche ha muerto un superintendente.

jueves, 13 de junio de 2013

Maratón man

Agustín es un anciano que pasa las mañanas tomando el fresco en un rincón del paseo marítimo, a salvo del implacable sol bajo la sombra que le proporciona una frondosa palmera que, cuenta, plantó de niño cuando todo aquello era campo. Pero no es eso lo único que cuenta a quienes se acercan a la cubierta natural del árbol. Una vez ha terminado con la historia de cómo el desarrollo urbanístico salvaje que marcó con una lengua de cemento y baldosas el camino paralelo a la costa, respetó a su palmera, comienza a hablar en voz baja y mientras mira de un lado a otro con los ojos entornados se sienta en el filo de la silla de playa, como si esperara tener que salir huyendo en cualquier momento, captando el interes del turista despistado, al que hace complice de su historia.

Es la historia de un hombre que brilló con la fuerza de mil soles el tiempo que tarda una cerilla en consumirse. Nadie sabe de dónde venía, comienza Agustín. Cuando apareció por primera vez pensé que era un turista más. Llevo años aquí y he visto de todo: ingleses rojos, finlandeses en monociclo, hippies barbudos, pero nada como él: pantalones negros cortos a juego con sus gafas de sol, esa era la única vestimenta de aquel misterioso hombre calvo,que habia ofrecido en holocausto a la aerodinamica, hasta el último pelo de su cuerpo.

Pronto hizo del paseo maritimo sus dominios, los cuales recorria de un extremo a otro con paso ligero pero constante. Aunque no era esto lo que llamaba la atencion de los viandantes, al fin y al cabo, corredores semidesnudos los hay y los habra siempre. Miren, por ahí pasa uno precisamente, señala el viejo. Y efectivamente, invariablemente siempre que alarga su mano esta apunta a un corredor o corredora con poca ropa. La caracteristica que dejaba boquiabierto a todo aquel con el que se cruzaba, prosigue, es que cuando corría, no lo hacia con la compañia de un pequeño reproductor de mp3 con el que infundirse ánimos o evadirse del mundanal ruido, sino que daba una zancada tras otra con todo un señor iPad en las manos, de tal manera que sus gráciles movimientos se tornaban en ridículos, causando hilaridad en quienes le veian, una vez superado el estupor inicial. Pero pasaron varios dias y el "Calvo de la tontería" como le apodaron,  seguia acudiendo fiel a su cita con el ejercicio. Los habituales comenzaron a preguntarse entonces quien era ese hombre, sus motivaciones y qué es lo que llevaba puesto en el iPad para mantener su mirada sobre él mientras corría.

Uno de los camareros del chiringuito de aquí al lado intentó averiguarlo. Se puso a correr a su lado durante un buen trecho, pero el sol no le dejaba ver bien la pantalla. Se acercó entonces más de lo que aconsejan las leyes del running, pero el misterioso corredor no se inmutó, aceleró el ritmo y pronto dejo atrás al exhausto camarero, que se dijo entre jadeos inmisericordes, que debería dejar de fumar tanto.

El desconocimiento llevó a la frustración y con esta, las ganas de acabar con él. Intentaron despistarlo de todos los modos posibles para que tuviera un traspiés y cayera de bruces al suelo. Le insultaban, se interponian en su camino, las chicas le enseñaban los pechos con total descaro y posterior descontento, pues tras las inescrutables gafas de sol, nada se movia. Bien podría decirse que en lugar de ojos tuviera dos cuencas desprovistas de vida. Nadie lo supo jamás.

Pasaron las semanas y un día simplemente desapareció. Unos dicen que volvió a su casa tras finalizar sus vacaciones, que era un anuncio de Apple con fecha de caducidad, otros que el diablo en persona vino en su busca para que le acompañe en sus carreras por el infierno. Nadie sabe la verdad y posiblemente nunca la descubramos.

Y así termina la historia. ¿Ya está? preguntan invariablemente todos los turistas, que se van decepcionados y descontentos por haber perdido el tiempo. Lo que no saben es que mientras estaban absortos con la narración, el calvo de la tontería, ya no tan calvo, ha pasado junto a ellos y les ha robado la cartera, cuyo botín compartirá con Agustín.


* Toda la gente de la sección "La gente de Moriarty" existe o existió. El llamado "Calvo de la tontería" fue un runner que sembró de risas el paseo marítimo de mi pueblo el verano de 2012. A poco para el inicio de un nuevo estío, se hacen apuestas sobre si volverá.