El sol aún no ha salido pero Robert ya se ha desperezado con el canto del gallo, anunciador de un duro día en la granja. Desde su cama puede escuchar cómo la naturaleza despierta con parsimonia.
Se levanta de un salto desafiando el frío y tras colocarse el mono de trabajo, baja al establo donde las vacas mugen, incomodas por la leche que rebosa de sus ubres. Tras ordeñarlas, va a alimentar a los cerdos, porfiándose unos a otros, revolcándose en el estiércol.
Hundido en la mugre, se detiene un segundo a reflexionar. Pierde la vista en el horizonte. Puede que el trabajo de granjero sea duro, hasta hace pocas semanas lo odiaba, pero la tranquilidad que ofrece le reconforta el alma.
Una luz lo deslumbra obligándole a cubrirse los ojos con la mano. Cuando el brillo desaparece, la retira. Y ya no está hundido en el fango rodeado de los animales de la granja, sino que se yergue en una playa lejana, impasible a las balas que rasgan el aire a su alrededor. El sargento de su pelotón se le acerca, le grita al oído, tira de su mochila para que le siga al refugio improvisado de un cráter abierto por una bomba; pero Robert no escucha la orden, ni los gritos lastimeros de sus compañeros desangrándose en cada centímetro de arena, ni el zumbido enloquecedor de los morteros antes de caer con fatal precisión sobre las oleadas de soldados que intentan formar una cabeza de puente. Él sigue allí, cuidando de los animales, sudando bajo el sol otoñal en la granja de su padre, de donde le hubiera gustado no salir jamás.
jueves, 19 de febrero de 2009
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