jueves, 7 de mayo de 2009

La Huida

El aullido de las sirenas inundaba las solitarias calles del centro. Por primera vez en varios años se había cometido un acto delictivo, al amparo de la noche. Ahora la policía ponía cerco al criminal, empujándolo al barrio de la Razia, un laberinto de callejuelas que únicamente contaba con una salida. Fue una suerte para la policía que el delincuente se encerrara allí. Aquello les facilitaría el trabajo.

Pero él no pensaba lo mismo. Le había sorprendido la rápida respuesta de los agentes. Tuvo que huir a toda prisa del lugar del crimen, al principio sin saber muy bien hacia donde ir, pero pronto tuvo una idea. En las amplias avenidas de la capital no tendría ninguna posibilidad de escapar, sin embargo su antigua barriada, donde había pasado su infancia, era el escondite perfecto, con sus retorcidas calles desprovistas de iluminación que conocía a la perfección. Por suerte no estaba lejos de allí y, perseguido por una infinidad de vehículos policiales, logró escabullirse por el arco de entrada del barrio. 

El plan era deslizarse hasta la panadería que presidía la plaza central y esconderse en un pequeño escondrijo, que el señor Bertini, amigo de su padre, usaba para guardar libros de contrabando; pero algo fue mal. La plaza estaba tomada por decenas de agentes. ¿Pero cómo? Se preguntó estupefacto, pues había tomado el camino más corto. El sonido de las aspas de un helicóptero batiendo sobre el lugar, le dio la respuesta. No tuvo tiempo para pensar, los policías se dispersaban por las calles, y varios se acercaban peligrosamente hacia donde estaba. Debía encontrar un lugar en el que evitarlos. Fue casa por casa buscando la salvación en forma de puerta abierta o ventana rota. La suerte le sonrió y pudo entrar sin dificultades en una estrecha casa, apiñada entre dos grandes bloques de apartamentos semiderruidos que no le ofrecían protección alguna.

Echó un rápido vistazo al salón. No parecía que hubiera alguien. Se agazapó tras la cortina de la única ventana que daba a la calle y aguantó el aliento cuando una patrulla pasó junto a ella sin percatarse de su presencia, tras lo cual respiró aliviado; hasta que en el piso de arriba la madera crujió bajo el andar vacilante del supuesto propietario. Sobresaltado, corrió hacia la cocina, agarró el cuchillo más grande que encontró y subió las escaleras con sigilo. De súbito un anciano que salía del baño se cruzó ante él.

- ¿Quién eres? – quiso saber el viejo.

- No le interesa – le espetó presa de los nervios.

Una sirena que ululó fuera le sobresalto, lo que no pasó desapercibido por su rehén.

- Comprendo… ¿permitirás al menos que este pobre viejo pueda descansar sus huesos verdad?

Sin perderle de vista, bajaron hasta el salón, donde se acomodaron en sendas sillas. La tensión de la huida le había agotado.

Conciliador, el viejo le ofreció la mano.

- Mi nombre es Samuel.

- Usted puede llamarme Ismael si le apetece – respondió él.

- Me gustaría saber que ha hecho.

- ¿Por qué?

- Oh vamos, tengo derecho a saber por qué me retiene contra mi voluntad.

La templanza de Samuel le desconcertaba, pero había algo que le hacía confiar en él. 

- Hace varios minutos, en un edificio a pocas manzanas de aquí, evite que una mujer muriera asesinada.

- Vaya – replicó el anciano – hacía años que no se cometía un crimen así ¿Cómo se le pudo pasar por la cabeza?

- Podría decirle que perdí el control o que estaba borracho, pero no, estaba harto de nuestras malditas leyes contra las “vidas inútiles”. Los gritos de las cacerías nocturnas no me dejan dormir. Rostros sin cara se adueñan de mis pesadillas, culpándome por no hacer nada

- Pero eso es lo que dice la ley, no debería atormentarse por ello – replicó perplejo.

- ¿La ley dice? ¿Es que a usted no se le revuelven las tripas ante las injusticias que se cometen a diario?

- ¿Cómo puede ser algo injusto si lo contempla la ley? – objetó confuso Samuel - ¿Acaso no es moralmente aceptable seguirla?

- ¿Una ley que causa dolor al prójimo?

- ¿Y no se ha parado a pensar que tiene su razón de ser? ¿Sabe usted que hace siglos la población del planeta se disparó tanto que estuvimos al borde del colpaso?

- Eso no justifica los asesinatos – gritó frustrado.

- No se preocupe, comprendo lo que hizo. Alguien como usted salvó a mi mujer de morir ahogada durante unas vacaciones. Ejecutaron al pobre tipo antes de que pudiera secarse. No pude agradecérselo… Sólo digo que la ley es como es, nosotros pobres ciudadanos no podemos hacer nada por cambiarla.

Las sirenas y el ajetreo habían cesado hace rato, era hora de partir. Con un apretón de manos se despidieron. Ismael se perdió en la noche con la atenta mirada de Samuel fija sobre él. Una vez fuera de su alcance, se dirigió al teléfono.

- ¿Policía? Quisiera informar sobre el paradero de un fugitivo.

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