Habían estado viviendo felices en aquella tierra extraña en la que habían despertado en otros cuerpos que no eran los suyos, en una época diferente a la que pertenecían. Pero no importaba el donde ni el cuando, pues estar el uno con el otro era todo lo que podían desear. Y cada uno encontraba en la mirada del otro su lugar en el mundo.
Y así se sucedieron numerosas lunas llenas, hasta aquel fatídico amanecer. Ningún presagio le había advertido de la desgracia que cayó sobre él, o quizás no le había prestado atención, pues toda su atención la había merecido su preciada reina.
Pero ahora, en aquel establo desconocido en el que había despertado, ella no estaba. Se levantó de un salto llamándola con el corazón en un puño, aunque algo le decía que su amada se encontraba lejos del alcance de sus descarnadas palabras.
Revisó hasta el más pequeño rincón del lugar. Junto a la entrada, encontró su armadura y su corona. Se embutió en ella con rapidez y tomó por montura un corcel blanco que reposaba en silencio en la cuadra junto al establo.
- Te llamaré Premura - le susurró mientras hundía los talones en el costado del animal.
Cabalgó hasta tomar una cima cercana donde se detuvo para trazar su nuevo destino. Le bastó un breve vistazo para reconocer la zona, un valle agrícola al oeste de su antiguo castillo que solía frecuentar cuando era niño.
Decidió volver a su fortaleza, allí haría que sus soldados rastrearan cada palmo del reino, cada gruta, cada grieta en el terreno, cada casa... nadie descansaría hasta que pudiera estrechar entre sus brazos a su reina.
Pero cuando se encontraba a punto de cruzar el puente levadizo, una súbita nube de humo se materializó ante él. Premura se encabritó y a punto estuvo de enviarlo al suelo, de no haber sido por su pericia.
El humo tomó la forma de Aradras, su antiguo mentor, un poderoso mago bajo cuya protección había logrado acceder al trono.
- No entres al castillo majestad, pues ya no es tu persona la que veneran tus antiguos súbditos, sino tu sobrino Harald, que tras tu desaparición tomó las riendas del poder.
- Soy un Rey sin espada, sin castillo y sin reino, pero nada de eso me importa - rugió Sir Daniel - Dime ¿por qué he vuelto? -le preguntó angustiado - ¿Acaso Ralsun ha vuelto a hacer de las suyas?
- Nada de eso Rey Daniel. Leo en tu corazón que no es el gobierno de los hombres ni tu vuelta apresurada lo que estremece tu ser.
- Lees bien, pues el mismo infierno me parecería un campo de amapolas si mi amada reina me acompañara cogida de la mano. Déjame pasar, pediré a mi sobrino que ponga en pie a sus hombres y me ayuden a encontrarla.
- Es inútil, pues ella no está en este mundo.
- Llévame de vuelta al lugar de donde vine entonces - suplicó angustiado al anciano mago.
- No es tan sencillo. Ven, acompáñame a casa.
Confiando en su sabiduría y sus misteriosos poderes, Sir Daniel cabalgó detrás de él durante varios kilómetros, hasta llegar a una cabaña en un recóndito lugar del bosque de las hadas. Aradras le invitó a que se tumbara en un lecho de paja y le hizo tomar una poción de olor nauseabundo.
- Tómatela si quieres alcanzar tu destino - le conminó.
- No veo en qué pueda ayudarme este brebaje, anciano.
- ¿Confías en mi?
El Rey se lo pensó unos instantes, pero finalmente cogió el recipiente donde bullía el repelente líquido y lo bebió de un trago. Cayó de inmediato en un profundo sueño, del que volvió a lomos de su caballo, en medio de un páramo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista y en el que el polvo y los matojos eran los únicos dueños. Sólo al sur, unas montañas daban relieve al plano en el que se encontraba. Sin otra referencia, decidió dirigirse hacia ellas.
No podría decir si estuvo cabalgando días o semanas, lo único seguro es que la distancia que le separaba de su destino no menguaba. De pronto, la niebla comenzó a rodearle. Premura relinchó intranquilo pero no detuvo el paso.
Entre los jirones espesos de neblina reconoció un edificio, era la casa en la que vivían juntos en el otro mundo. Corrió hacia ella, abrió la puerta principal y se detuvo en el recibidor. Era exactamente igual a como lo había visto la noche anterior. Escuchó la suave melodía de una canción que venia del salón, se dirigió hacia allí con el corazón golpeando frenéticamente en el pecho esperando ver a su amada bailando en el centro de la estancia, como le gustaba hacer en las noches frías de invierno, cuando el silencio lo inundaba todo y la pasión inflamaba sus cuerpos. Pero no fue a ella a la que encontró, sino a una anciana achaparrada vestida con un sayo raído, que contemplaba ensimismada el violento fuego que crepitaba en la chimenea.
- ¿Quién eres? - le preguntó decepcionado.
La anciana pareció no escucharle. Seguía con la mirada fija en la chimenea sin percatarse de su presencia. Sir Daniel pensó subir a los dormitorios, tal vez allí se encontrara el fruto de su deseo, pero en cuanto se giró, la aguda voz de aquella desconocida le detuvo.
- No te molestes en subir. Pues ella no está allí.
- ¿Piensas que el comentario de una vieja va a guiar la búsqueda de mi amada?
- Hablas de "tu" amada, como si fuera tuya, pero nunca lo fue, nunca la tuviste. Fue todo un mero espejismo, una gota en un océano de ilusión - le espetó ofendida.
- ¿Cómo osas soltar por tu desdentada boca semejantes ofensas? El viento me trae su risa, las ramas de los árboles mecidas por el viento se asemejan al movimiento de sus cabellos entre mis dedos. No hay fuerza en todo el universo mayor que el amor que siento por ella. Eso es tan real como la sangre que hierve en mis venas a cada instante que estoy separado de su presencia.
La anciana se irguió como si las palabras de Sir Daniel le hubieran insuflado con los bríos de su perdida juventud.
- ¿Cómo puedes asegurar que no vives sino un sueño? ¿una quimera? ¿Que no eres si no la ilusión de un pobre iluso que duerme la siesta bajo un manzano? ¿que no eres nada, ni siquiera polvo? ¿Y cómo puede amar alguien a la nada? ¿Por muy encantadora o virtuosa que sea esa dama? Tu búsqueda es estéril pues nada de lo que viviste es cierto. Olvida todo lo que fuiste y sigue adelante el tiempo que te quede, tal vez ese iluso se despierte pronto y tú te desvanezcas como el recuerdo de una agradable pesadilla.
- ¡¡Jamás!! Prefiero la muerte, el olvido, el sufrimiento eterno, a renunciar a ella. No habrá dios, demonio, brujo o sortilegio que me impida buscarla hasta el confín de la tierra y más allá. Demasiado he confiado en las palabras de otros.
Enfurecido, montó en su caballo y desapareció en la bruma mientras desde la ventana lo despedía la anciana con lágrimas que borraban sus arrugas y convertían el viejo sayo en el manto real de la que un día, no hace mucho, fue una gran reina.
Y cuenta la leyenda que el desolado rey jamás tomó descanso ni reposo alguno; y en los días de lluvia, si prestáis atención, podréis oír los ecos lejanos de Premura, a lomos del cual Sir Daniel cabalga en busca de su amada, por toda la eternidad.
FIN
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